“Los espíritus impuros, apenas lo veían, se tiraban a sus pies, gritando: “¡Tú eres el Hijo de Dios!”” (Mc 3, 7-12). Lo que llama la atención en este Evangelio es la expresión de los demonios al ser expulsados de los cuerpos de los posesos, luego de los exorcismos realizados por Jesús: si los ángeles caídos, por definición, no tienen más, porque la perdieron libre y voluntariamente, por propia perversa decisión, la visión beatífica, y por lo tanto no pueden ver a Jesús como Hombre-Dios, ¿por qué motivo, cuando son expulsados a causa de los exorcismos, dicen: “¡Tú eres el Hijo de Dios!”, como si reconocieran a la Persona de Dios Hijo en Jesús de Nazareth? Dicho de otra forma: los ángeles apóstatas, a causa de rebelión, perdieron la gracia y por lo tanto, quedaron cegados a la visión intuitiva de la esencia divina; no tienen modo de conocer a Jesús como Hijo de Dios por el conocimiento que les da la gracia; entonces, ¿cómo es que sí reconocen –o al menos así parece- a Jesús como Hijo de Dios cuando expulsados a causa de los exorcismos realizados por Jesús?
El conocimiento que tienen los demonios, de Jesús, es conjetural: ven a un hombre, Jesús de Nazareth, que se auto-proclama Dios y que hace milagros que sólo Dios puede hacer; por lo tanto, deducen que, o es Dios, o es un hombre a quien Dios acompaña con sus obras. Sin embargo, en el caso de las expulsiones sufridas en los exorcismos, a los demonios les sucede algo más: en la voz de Jesús de Nazareth, reconocen la poderosísima voz del Creador, porque saben que han sido creados por el Dios de infinita bondad, a Quien ellos traicionaron por pura maldad, y reconocen la voz del Creador, porque cuando Jesús les imparte la orden de salir, a través de su voz humana, emitida por sus cuerdas vocales, se vehiculiza la omnipotencia divina, que es la que los expulsa de los cuerpos a los que ellos han poseído. Es decir, cuando los demonios ven acercarse a Jesús, ven a un hombre más, como cualquier otro, pero cuando Jesús emite la orden de salir de los cuerpos que han poseído, los demonios se ven arrastrados por una fuerza poderosísima, abrumadora, que no pueden dejar de reconocer como perteneciente a Dios, que es su Creador y es por eso que, aunque no ven intuitivamente a la Persona de Dios Hijo en Jesús de Nazareth, deducen, con toda exactitud, que ese Hombre que los ha expulsado con su sola voz, es Dios en Persona, y por eso, llenos de furia y de rabia demoníaca, pero también llenos de terror, al experimentar la severidad de la Justicia Divina, al salir de los cuerpos a los que poseían, gritan: “¡Tú eres el Hijo de Dios!”.
Ahora bien, si llama la atención que los demonios reconozcan a Jesús, aun cuando no lo pueden ver, pero sí cuando experimentan la poderosísima omnipotencia divina que se transmite a través de la voz humana de Jesús de Nazareth, llama todavía más la atención otro hecho: que una inmensa cantidad de hijos adoptivos de Dios, no reconozcan a Jesús, cuando en la Santa Misa, en el momento de la consagración, es el mismo Jesús quien pronuncia y emite, a través de la débil voz del sacerdote ministerial, las palabras de la consagración, que por la misma omnipotencia divina, producen el milagro de la Transubstanciación, que convierte las substancias inertes del pan y del vino en las substancias gloriosas del Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Jesús.
En otras palabras, así como los demonios reconocen, por la intensidad de la fuerza divina que se transmite por la voz humana de Jesús de Nazareth, a la Persona de Dios Hijo, y por eso le dicen: “¡Tú eres el Hijo de Dios!”, así los cristianos deberían reconocer a Jesús, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, que a través de la voz humana del sacerdote ministerial y por la omnipotencia del Amor Divino, produce la conversión de las materias inertes del pan y del vino en las substancias gloriosas del Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Jesús, en la Santa Misa. Todos los cristianos, al escuchar las palabras de la Transubstanciación –“Esto es mi Cuerpo, Esta es mi Sangre”-, deberían decir, no al sacerdote ministerial, sino a Jesús, Sumo y Eterno Sacerdote, que pronuncia estas palabras a través del sacerdote concediéndoles el poder divino de realizar la Transubstanciación: “¡Tú eres el Hijo de Dios!”.
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