“¿Qué quieres de nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido a acabar con nosotros? Sé quien eres: el Santo de Dios. Jesús le increpó: “Cállate y sal de él”. El espíritu inmundo lo retorció y, dando un grito muy fuerte, salió”. (Mc 1,21-28)
Jesús no comenzó por levantar templos ni capillas para tener su propio espacio donde anunciar el Evangelio.
Va allí donde sabe que puede encontrarse con la gente. No importa si el espacio no es suyo o incluso corresponde a los de la oposición.
Para él los lugares y los espacios tienen poca o ninguna importancia. Los importantes son los hombres que allí puede encontrar.
No sé qué pensarían hoy muchos si vamos a anunciar el Evangelio a lugares que son de otras confesiones.
No sé lo que me dirían mis Superiores si me dedicase a predicar el Evangelio en lugares de poca reputación.
Jesús se siente libre en cualquier lugar y espacio: las sinagogas, las casas de publicanos, las casas de los pecadores públicos.
Y en la sinagoga se encuentra con un pobre hombre poseído de un mal espíritu. Y lo que llama la atención es:
En la sinagoga se explica la ley, pero se olvidan del pobre hombre.
En la sinagoga nadie parece dar importancia al pobre hombre privado de su libertad y esclavo del espíritu inmundo.
El misma parece sentirse bien en aquel ambiente.
Pero, tan pronto ve a Jesús, ya se siente perturbado e inquieto.
Y en plana sinagoga y en pleno sábado, Jesús lo sana y le devuelve la libertad.
Así como no hay espacios prohibidos para anunciar el Evangelio, tampoco existen para él, espacios y tiempos sagrados, para no preocuparse de la salud de los hombres.
Resulta de lo más curiosa la resistencia que nuestros malos espíritus tienen dentro de nosotros. Porque, ¿alguien se siente libre de algún mal espíritu?
“Lo retorció.
“Dando un grito muy fuerte, salió”.
Es fácil dejar entrar los malos espíritus en nuestro corazón.
Lo difícil es luego echarlos fuera.
La experiencia de cada uno nos lo dice cada día:
¿Que tenemos ese mal espíritu del orgullo?
¡Qué difícil regresar a la humildad?
¿Que tenemos ese mal espíritu del alcohol?
¡Cuánto cuesta luego ser libres frente a una botella?
¿Que tenemos ese mal espíritu de la droga?
¡Díganme cuanto hay que gastar para una terapia de desintoxicación!
¿Que tenemos se mal espíritu de la infidelidad?
¡Me quieren contar cuántos argumentos y cuántas razones aducimos para justificarnos!
¿Que tenemos ese mal espíritu de la murmuración y chismografía?
¡Y todos salimos con el cuento de que no lo hacemos por mala voluntad”.
¿Que tenemos ese mal espíritu de ser unos amargados en casa y que amargamos a medio mundo?
¡Claro, es nuestro carácter, “yo soy así”.
¿Qué tenemos ese mal espíritu de la ludopatía, esa nueva droga de nuestros días?
¡Pero si es para pasar el tiempo porque en casa me siento aburrido o aburrida!
Bueno, mejor no seguimos, ¿verdad?
Pero cómo nos retuercen y se nos enroscan en el alma antes de echarlos fuera.
Cómo gritan dentro de nosotros antes de salir.
La libertad es un don maravilloso.
El caso es que todos queremos ser libres y hasta es posible nos engañemos a nosotros mismos creyéndonos libres.
Pero ¡cuánto nos cuesta esa libertad!
Acudimos a psicólogos.
A centros de rehabilitación.
Acudimos demasiado a la sinagoga.
¿No necesitaremos todos que Jesús entre, aunque sea domingo, a la sinagoga de nuestras vidas?
Pero, eso sí, no le pidamos que “se vaya de nosotros”, de la “tierra de nuestro corazón”.
Clemente Sobrado C. P.
Archivado en: Ciclo B, Tiempo ordinario Tagged: autoridad, Jesus, poder
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