Cada día me lo repiten con más frecuencia tanto los que me tutean como los que me ustetean. Alguna persona que yo me sé ha añadido últimamente un adjetivo adverbial: "cuídese mucho", escribe.
El consejo no puede ser más vago e inquietante; porque, ¿cómo se cuida uno "mucho"? ¿Me cubro esta noche con una segunda manta? ¿Cierro la ventana, a pesar de que sólo llegaremos a los 5 grados bajo cero? ¿Me tomo un paracetamol preventivo por si las moscas?
Termino el cuarto día de un curso de retiro. Una de las asistentes ha vuelto a pedirme que me cuide. Debe ser que me ve viejo. Pero no concibo mejor modo de cuidarme que éste: predicar, confesar, leer, rezar, estudiar, pasear por la nieve y montarme en el globo cuando se me ocurre que debo escribir algo.
El domingo regreso a Madrid y al día siguiente voy a Molinoviejo para predicar otro retiro de cuatro días a un grupo de sacerdotes: "vender miel al colmenero", diría San Josemaría.
Termino la jornada dando gracias; tengo un oficio estupendo. Además, dicen los augures que mañana sin falta sale el sol.
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