La palabra humana está dotada de una fuerza misteriosa. Por medio de ella poedo comunicar a mis semejantes lo que tengo de más íntimo. Un día nace una idea en mi mente y empieza a rebullir, como un pájaro en su nido; le presto las alas de la palabra y se instala en tu espíritu. Otro día brota un sentimiento en mi corazón, le presto el arco tenso de la palabra, se clava en el tuyo y lo hace vibrar al unísono con el mío. ¡Qué portentoso poder tiene la palabra humana! No es más que una vibración en el aire o unos trazos sobre el papel y, sin embargo, una sola palabra puede ofender o consolar, puede pervertir o salvar.
Si la palabra del hombre tiene tan gran poder, la Palabra de Dios lo tiene infinitamente mayor: produce lo que dice. La Palabra de Dios es una palabra creadora. “Es tanta la eficacia que radica en la Palabra de Dios que es, en verdad, apoyo y vigor de la Iglesia y fortaleza de fe para sus hijos” (Dei Verbum, 21).
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