Dijo Jesús a sus discípulos: “Habéis oído que se dijo: “Amarás a tu prójimo” y aborrecerás a tu enemigo. Yo, en cambio, os digo: Amad a vuestros enemigos, y rezad por los que os persiguen. Así seréis hijos de vuestro Padre que está en el cielo, que hace salir el sol sobre malos y buenos, y manda la lluvia a justos e injustos”. (Mt 543-48)
El Evangelio de hoy sigue marcando las novedades de Jesús, novedades del Reino.
“Se dijo”.
“Pero yo os digo”.
Dos modos de pensar.
Dos criterios de vida.
El antes y el después.
Lo Antiguo y lo Nuevo.
El pasado y el cambio.
Lo antiguo, “amar al prójimo”.
Pero “aborrecer al enemigo”.
Amar al que merece ser amado.
Aborrecer al que no es digno de amor.
Amar al que me ama, aborrecer al que no me ama.
Un amor que es preciso merecer.
Jesús corrige la Ley y nos revela la verdad del amor.
Amar al que lo merece es vender nuestro amor.
Y el verdadero amor no depende de aquel a quien amamos.
El verdadero amor nace de la verdad de nuestro corazón.
El verdadero amor no se fija en el que amamos.
Jesús nos descubre que la verdad del amor nace de la “gratuidad”.
Un amor sin gratuidad, no es amor.
Aborrecer a quien nos ha hecho algún daño, es venganza.
Un amor así comienza por dividir a las personas.
Un amor así rompe la comunión entre las personas.
Un amor así divide el corazón.
Dios, en el misterio de la encarnación:
No hizo distinción de personas.
No envió a su Hijo para los buenos.
Envió a su Hijo “para que el mundo se salve por él”.
Jesús no anunció el Evangelio a los buenos sino a buenos y malos.
Jesús no murió por los buenos sino por los buenos y malos.
Jesús rompe nuestros esquemas:
Primero todos los hombres están llamados a la salvación.
Todos los hombres están llamados a ser amados por Dios.
El amor de Dios es universal.
También los malos tienen derecho al amor de Dios.
También los malos tienen derecho a la salvación.
La pregunta es clara y comprometedora:
¿A quiénes amamos nosotros?
¿Amamos al que nos ha hecho algún daño?
¿Amamos al que nos ha sido infiel?
¿Amamos al que nos ha fallado?
¿Quién necesita más de nuestro amor?
¿El que ya es bueno?
¿O el que no nos ama y por tanto tiene su corazón enfermo?
La misión del amor es sanar los corazones enfermos.
La misión del amor es recuperar al que nos había fallado o abandonado.
Por eso, para Jesús:
Amar al que no lo merece es amar como ama Dios.
Amar al que nos ha hecho daño, es “ser hijos de nuestro Padre que está en el cielo”.
Dios no hace distinción de personas.
Una lección fundamental en nuestras vidas:
No somos cristianos amando solo a los que nos aman.
No somos hijos de Dios odiando a nuestros enemigos.
¿Qué piensan de todo esto los esposos víctimas de sus debilidades?
¿Qué pensamos de los hijos que nos han desilusionado?
¡Cuántas parejas seguirían amándose si su amor fuese más gratuito!
Claro que no se trata de un amor psicológico.
Se trata de un amor de caridad.
Se trata de sentirnos amados por Dios.
Se trata de compartir, como hijos, el amor de nuestro Padre del cielo.
Señor: hazme sentir amado por Ti.
Señor: que tu amor llene mi corazón.
Señor: dame la gracia de amar al que me ha herido.
Señor: dame la gracia de amar como tú.
“Amamos los unos a los otros como yo os he amado”.
Clemente Sobrado C. P.
Archivado en: Ciclo A, Tiempo ordinario Tagged: amor, padre, testimonio
Publicar un comentario