Siendo la verdad central de nuestra fe, el quicio sobre el que todo gira, el apoyo en el que todo se edifica, la Iglesia predicó la resurrección del Señor. Mostró su verdad. Y la predicación patrística es amplísima en destacar este misterio de salvación ante el desprecio de la materia de todos los gnosticismos y de la filosofía griega.
La carne que el Verbo asumió de María es ahora glorificada en su Pascua. Su carne es redentora porque es verdad su encarnación: ni fue la cárcel de su alma, ni fue un disfraz, ni era un hombre sólo en apariencia. Era Dios y hombre, Persona divina con doble naturaleza, humana y divina, y por tanto su carne formaba parte intrínseca de Él. Asumiendo la carne la redimió, porque nada ha sido salvado que no haya sido redimido. La asumió por nosotros. La redimió y la glorificó por la resurrección.
Ésta es nuestra fe.
"Resucitó la carne depuesta en el sepulcro pra que se cumpliese lo dicho por el profeta: No permitirás que tu Santo vea la corrupción. Retorna pues, vencedor de los muertos, llevando consigo los despojos del infierno. En efecto, liberó a los que la muerte tenía sujetos" (Rufino de Aquileya, Expl. Sim., 27).
Así se restablece el orden querido por Dios, roto por Adán:
"Por tanto, colocó en lo más alto del cielo, a la diestra de Dios, la carne perfeccionada mediante los sufrimientos y en la que, mediante la fuerza de la resurrección, había reparado la caída del primer creado" (Id., n. 27).
La resurrección es un concepto que se refiere directamente a la corporalidad, a la carne de Jesús, a su cuerpo, que es glorificado, transformado, convertido en "cuerpo espiritual", sin que sea una imagen, un espíritu o un fantasma. Es la realidad de su carne la que es transformada.
"La fuerza de la resurrección, por tanto, confiere al hombre un estado angélico, de modo que quienes resuciten de la tierra no vivan ya en la tierra con los animales, sino en el cielo con los ángeles" (Id., n. 39).
Hay un argumento patrístico que se repite con frecuencia. Nuestra carne, nuestro cuerpo, ha sido dominado por el ayuno, las vigilias, mortificando sus pasiones para que no dominase en él la fuerza del pecado; también el cuerpo merece entonces su premio y corona que es la resurrección.
"Esto vale [la vida angélica tras la resurrección] para aquellos admitidos que vivieron una vida pura; a saber, los que ya desde ahora sometan con los frenos de la pureza a la carne, compañera de su alma en el servicio de Dios, en la obediencia del Espíritu Santo, purificándola de toda mancha y transformándola en la gloria espiritual por la fuerza de la santificación, merecerán también formar parte de la compañía de los ángeles" (Id., n. 39).
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