No está mal que los demás fieles vean que los sacerdotes nos confesamos


Todos necesitamos de la confesión, del sacramento de la misericordia. La “Carta de Santiago” (4,8) dice: “Acercaos a Dios y Él se acercará a vosotros”. La vida cristiana consiste en este acercamiento mutuo entre Dios y el hombre. Nosotros podemos acercarnos a Dios, sí, pero, en realidad, es Él el que se acerca a nosotros y nos da la posibilidad de aproximarnos a Él.


Dios se ha acercado a nosotros. Lo ha hecho, en primer lugar, creándonos, haciéndonos pasar de la nada al ser. Somos, existimos, porque Dios lo ha querido. Como criaturas, dependemos de Él. No seríamos sin Él.


Pero su aproximación ha ido más lejos. Dios se ha acercado tanto a nosotros que, sin dejar de ser Dios, se ha hecho hombre. La Encarnación, el misterio por el cual el Hijo de Dios se hizo hombre, es el “articulus stantis aut cadentis Ecclesiae”, tal como lo recordaba el beato Newman.


Dios se acerca a nosotros para que nosotros podamos acercarnos a Él. ¿Cómo se acerca a nosotros? Lo hace en su Palabra y lo hace en sus sacramentos. Particularmente, en los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía. En la Penitencia, Él, Dios mismo, nos absuelve por el ministerio del sacerdote. En la Eucaristía, en la Comunión, el Hijo de Dios se hace alimento para nuestra alma.


Pero también nosotros podemos acercarnos a Dios. Nos acercamos a Él mediante la oración. Nos acercamos a Él esforzándonos por vivir moralmente, éticamente, cumpliendo los mandamientos. Nos acercamos a Él fiándonos de su Revelación, sabiendo que ni se engaña ni nos engaña.


En los sacramentos, nuestra parte, secundaria con relación al papel de Dios, es importante. “Dios, que te creó sin ti, no te salvará sin ti”, decía san Agustín. La “gracia” no se debe pensar cuantitativamente, sino relacionalmente. La gracia es la relación con Dios. Y en una relación cuentan las dos partes: Dios, por supuesto, y cada uno.


En el sacramento de la Penitencia esta relación entre Dios y el hombre alcanza un valor paradigmático. El signo sacramental – lo que los medievales llamaban “sacramentum tantum” – está conformado por los actos del penitente: la contrición, la confesión y la satisfacción, así como por la absolución impartida por el sacerdote, que obra “en la Persona de Cristo”.


¿Qué aportamos a la Penitencia? Mucho y muy poco. Aportamos lo que podemos: Nuestro pesar por haber ofendido a Dios, que quizá es solo atrición, y aún así es fruto de la gracia, y, por el sacramento, pasa a ser contrición, ya que Dios mejora lo mejor de nosotros mismos. Aportamos nuestro deseo de reparar el mal causado. Aportamos la acusación humilde de nuestras faltas. Pero nada de esto sería definitivo.


Dios aporta todo eso - ya que hace posible nuestra contrición, nuestra confesión y nuestra satisfacción – y mucho más. Aporta el perdón. Por el ministerio del sacerdote, nos da lo que solo Él, Dios, puede dar: “Yo te absuelvo de tus pecados, en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”.


Los medievales hablaban, igualmente, de un nivel intermedio, a la vez realidad y signo, – “res et sacramentum” - . Es decir, un primer efecto del signo sacramental que, a su vez, es signo de un efecto ulterior. En el sacramento de la Penitencia este “signo y realidad” es la penitencia interior, la auténtica contrición. El sacramento hace que nuestra contrición, que nuestra penitencia, sea auténticamente tal. Dios nos supera y se compromete, en los sacramentos, a perfeccionar lo imperfecto. Incluso hasta perfeccionar nuestro imperfecto arrepentimiento.


El tercer nivel es el de la “res tantum”, solo la realidad. Y la realidad última, la de la Penitencia, es el perdón de los pecados. Y ahí, en ese nivel, ya casi solo actúa Dios. Solo Él puede hacerlo, en su justicia que coincide con su misericordia.



Los sacerdotes no solo confesamos a otros. No, también acudimos a otros sacerdotes para confesarnos. El perdón viene de Dios. Y todos, pastores y demás fieles, tenemos el mismo cauce de la gracia. La imagen del papa Francisco confesándose en la basílica de San Pedro vale, por sí sola, más que muchas catequesis.


Algunos pensarán que es propaganda. No lo es. Uno que confiesa experimenta con mayor agudeza la necesidad de confesarse.


Guillermo Juan Morado.




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19:02

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