Me gustaría decir algunas palabras más acerca de la transición española que vivimos en los años 70. Mis palabras dejarán aparte todo lo obvio, así como tantos aspectos positivos de buena parte de sus protagonistas.
El aspecto decisivo de esa transición para pasar de una nación creyente a un estado moralmente ruinoso, lo tuvo la jerarquía de la Iglesia. Qué duda cabe que si los pastores hubieran sido hombres santos que hubieran empuñado con gallardía sus armas espirituales, el Reino de Dios hubiera plantado cara a la secularización, al anticlericalismo y al avance de la inmoralidad. No digo que necesariamente hubiéramos vencido, pero el Reino de Dios se hubiera plantado frente al Mal como un ejército unido y poderoso. La Iglesia pudo haberse hecho respetar incluso ante los poderes políticos de nuestra nación.
En cambio, en esos años 70, llegaron al episcopado muchos sacerdotes aquejados de racionalismo. Y parte del clero joven se contagió de ideas todavía más humanas y menos rectas. El resultado fue el hundimiento que todos hemos presenciado. No solamente no se veía donde estaba el mal por parte de muchos pastores jóvenes de esa época, sino que muchos males se vieron como una modernización inevitable. Como si no se pudiese ir contra la Historia. Era un lugar común escuchar cómo hablaban mal de los tiempos precedentes de la Iglesia.
Fue el mal de la época, los espejismos de aquel tiempo. Y así la Iglesia española fue retrocediendo en silencio, sin rechistar, como un reino formado por fortalezas asediadas. Contemplando los cristianos impotentes como ese reino retrocedía en todos sus frentes, en todos los campos.
Allí donde hubo santos obispos, o al menos prudentes, que protegieron a las ovejas, se vio la diferencia entre el florecimiento de una diócesis frente a la decadencia de otra. Por citar sólo algunas, la vitalidad de Cuenca, Toledo y Valencia era envidiable. Madrid tardó en salir de su invierno, pero el cardenal Suquía enfiló la archidiócesis en la dirección correcta, dirección de la que no ha salido desde entonces, y por sus frutos se nota que la dirección ha sido la adecuada. Hubo más santos obispos en España, o al menos obispos prudentes, que percibieron este mal del que hablo. ¿Qué puedo decir de hombres de la talla del arzobispo José María García de la Higuera? ¿Qué más se le pudo pedir al férreo y aguerrido obispo García Campos? La lista podría continuar. Ellos vieron estos males.
Pero la sociedad entera, tan unida por tantos lazos, había comenzado a hacer aguas. No era posible hacer de una diócesis una isla, y menos con la televisión entrando cada día en casa. Y así el destino de la nación corrió acorde, conjuntamente. No fue posible salvaguardar moralmente incólume ninguna parte de la nación.
Desde el principio, muchos pastores diagnosticaron con certeza la enfermedad. Pero se podía hacer lo que se podía, todo tiene sus límites. Al final, el barco ya no pudo soportar el peso y comenzó a escorarse. Aquí y en toda Europa. No se salvó ni Polonia, ni Irlanda. Los medios de comunicación han extendido los mismos males por todas partes.
Ahora ya es tarde y se acerca, año a año, el tiempo de la persecución de la Iglesia, persecución que será jurídica. Tiempo que sé que verán mis ojos, en el espacio de mi vida. El tiempo en el que el Estado atacará positivamente a la Iglesia a través de los mandatos constitucionales y de las leyes subsiguientes. El tiempo no está maduro todavía, pero se acerca, sin prisa, pero como una nube oscura en el horizonte.
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