1. Una oración humilde, llena de confianza en Dios, es la que nos ofrece Miqueas hoy.
Los rasgos con que retrata a Dios son a cual más expresivos:
- es como el pastor que irá recogiendo a las ovejas de Israel que andan perdidas por la maleza;
- volverá a repetir lo que hizo entonces liberando a su pueblo de la esclavitud de Egipto;
- y no los castigará: Dios es el que perdona; ésa es la experiencia de toda la historia: «se complace en la misericordia», «volverá a compadecerse», será «compasivo con Abrahán, como juraste a nuestros padres en tiempos remotos»;
- «arrojará a lo hondo del mar nuestros delitos». Es una verdadera amnistía la que se nos anuncia hoy.
El salmo 102, un hermoso canto a la misericordia de Dios, insiste: «el Señor es compasivo y misericordioso… no nos trata como merecen nuestros pecados». Es un salmo que hoy podríamos rezar por nuestra cuenta despacio diciéndolo en primera persona, desde nuestra historia concreta, a ese Dios que nos invita a la conversión. Es una entrañable meditación cuaresmal y una buena preparación para nuestra confesión pascual.
2. La parábola del hijo pródigo es de las que mejor conocemos y que siempre nos interpela, sobre todo en la Cuaresma.
Sus personajes se han hecho famosos.
El padre aparece como persona liberal, que da margen de confianza al hijo que se quiere ir y luego le perdona y le acepta de vuelta. Este padre sale dos veces de su casa: la primera para acoger al hijo que vuelve y la segunda para tratar de convencer al hermano mayor de que también entre y participe en la fiesta.
El hijo pequeño, bastante golfo él, es el protagonista de una historia de ida y vuelta, que aprende las duras lecciones que le da la vida, y al fin reacciona bien. Es capaz de volver a la casa paterna.
El hermano mayor es el que Jesús enfoca más expresamente: en él retrata a los «fariseos y letrados que murmuraban porque Jesús acoge a los pecadores y come con ellos». A ellos les dedica esta parábola y describe su postura en la del hermano mayor.
3. En Cuaresma nos acordamos más de la bondad de Dios. Como Miqueas invita a su pueblo a convertirse a Yahvé, porque es misericordioso y los acogerá amablemente, también nosotros debemos volvernos hacia Dios, llenos de confianza, porque él «arrojará nuestros pecados a lo hondo del mar».
Pero la parábola de Jesús nos pone ante una alternativa: ¿en cuál de las tres figuras nos vemos reflejados?
¿Actuamos como el padre? El respeta la decisión de su hijo, aunque seguramente no la entiende ni la acepta. Y cuando le ve volver le hace fácil la entrada en casa. ¿Sabemos acoger al que vuelve? ¿le damos un margen de confianza, le facilitamos la rehabilitación? ¿o le recordaremos siempre lo que ha hecho, pasándole factura de su fallo? El padre esgrimió, no la justicia o la necesidad de un castigo pedagógico, sino la misericordia. ¿Qué actitud adoptamos nosotros en nuestra relación con los demás?
¿Actuamos como el hijo pródigo? Tal vez en algún periodo de nuestra vida también nos hemos lanzado a la aventura, no tan extrema como la del joven de la parábola, pero sí aventura al fin y al cabo, desviados del camino que Dios nos pedía que siguiéramos.
Cuando oímos hablar o hablamos del «hijo pródigo», ¿nos acordamos sólo de los demás, de los «pecadores», o nos incluimos a nosotros mismos en esa historia del bien y del mal, que también existen en nuestra vida? ¿Nos hemos puesto ya, en esta Cuaresma, en actitud de conversión, de reconocimiento humilde de nuestras faltas y de confianza en la bondad de Dios, dispuestos a volver a él y serle más fieles desde ahora? ¿sabemos pedir perdón? ¿preparamos ya el sacramento de la reconciliación, que parece descrito detalladamente en esta parábola en sus etapas de arrepentimiento, confesión, perdón y fiesta?
¿O bien actuamos como el hermano mayor? Él no acepta que al pequeño se le perdone tan fácilmente. Tal vez tiene razón en querer dar una lección al aventurero. Pero Jesús contrapone su postura con la del padre, mucho más comprensivo. Jesús mismo actuó con los pecadores como lo hace el padre de la parábola, no como el hermano mayor. Éste es figura de una actitud farisaica. ¿Somos intransigentes, intolerantes? ¿sabemos perdonar o nos dejamos llevar por la envidia y el rencor? ¿miramos por encima del hombro a «los pecadores», sintiéndonos nosotros «justos»?
La Cuaresma debería ser tiempo de abrazos y de reconciliaciones. No sólo porque nos sentimos perdonados por Dios, sino también porque nosotros mismos decidimos conceder la amnistía a alguna persona de la que estamos alejados.
«El Señor es clemente y misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad» (entrada)
«¿Qué Dios hay como tú, que perdonas el pecado y absuelves la culpa?» (1ª lectura)
«Me pondré en camino a donde está mi padre y le diré: padre, he pecado contra el cielo y contra ti» (evangelio)
«Que la gracia de tus sacramentos llegue a lo más hondo de nuestro corazón» (poscomunión)
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