Estando en medio del mundo, dentro del mundo, con deseos de Dios, y sintiéndonos extraños, muchas veces fuera de lugar, hemos de tener claro quiénes somos y a qué somos llamados.
¡Sabemos cuál es la respuesta! ¡Ser santos!
Pero, ¿qué santidad? ¿De qué hablamos?
De aquella santidad cristiana que es obra de la Gracia, de aquella santidad cristiana que reproduce la imagen de Cristo, de esa santidad, hermosa, atrayente, que consiste en la obra del Espíritu Santo.
Así Dios actúa en todos, y todos, en medio del mundo, vivimos el drama y la tensión de estar en el mundo pero no ser del mundo, sabiendo que "lo nuestro" es algo mejor, más hermoso y bello, más maravilloso.
Los santos así modelados son luces de esperanza en el mundo y en la sociedad. Antes de cualquier compromiso con el mundo, incluso apostólico, antes de cualquier otra cosa, habremos de tener presente la realidad constitutiva de nuestro ser cristiano, la meta última a la que estamos destinados, la vocación sublime de la santidad, y sobre todo, sobre todo, la Gracia trabajándonos, dándonos forma (la forma de Cristo), con una variedad infinita de colores, matices, vocaciones, carismas.
Un texto nos puede servir; es del beato cardenal Schuster:
"Así ocurre a quien escribe historias de santos:
La obra maestra realizada por el Espíritu Santo, además de permanecer siempre como secreto que a nadie se comunica, es intraducible a palabras humanas.
La vida de Cristo en el corazón de sus santos el historiador la describe multiforme, dedicada a empresas varias, angustiada por preocupaciones, pero en lo más hondo es una, simple, radiante y gozosa: No tiene nada de artificioso, es sencilla como el Espíritu mismo"
(cit. en JAVIERRE, J. M., Merry del Val, Barcelona 1961, p. 114).
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