A los 55 años de la muerte de Pío XII


VENERABLE PÍO XII (1939-1958): PASTOR ANGELICVS


RODOLFO VARGAS RUBIO


El triple título de doctor optimus: Ecclesiae sanctae lumen: divinae legis amator, bien conviene a la memoria bendita de Pio XII, Pontífice de nuestra afortunada época”.


Beato Juan XXIII: Radiomensaje de Navidad del 23 de diciembre de 1958:


Pacelli: Pax coeli, la paz del cielo. La que fue anunciada a Noé bajo la forma de ramita de olivo llevada en su pico por una paloma blanca. La que Dios dio al orbe significándola mediante el arco iris, puesto entre el cielo y la tierra. La que es obra de la justicia, producto de la santidad. La paz no del mundo, sino la de Cristo, levantado también entre el cielo y la tierra para reconciliar a la Humanidad con su Creador. La paz del alma, la paz interior, la que es presupuesto de toda otra clase de paz. Eugenio Pacelli nació para ser heraldo de esa paz. Y no pudo escoger mejor nombre que el de Pío, que evoca la devoción, la mansedumbre, la santidad, la mediación entre Dios y los hombres. Pío es, además, el epíteto de los grandes civilizadores, aquellos que levantaron ciudades sobre los cimientos de la religión: Pius Aeneas, Pius Romulus. Eneas, salvando los penates de Troya, y su descendiente Rómulo, reparando el sacrilegio de su hermano Remo, fundaron nuestra civilización sobre la concordia con Dios, presupuesto de toda verdadera paz. Romano de Roma, legítimo heredero de esta tradición, Pío XII fue el gran defensor de la civilización cristiana, de la ciudad católica, aquella que –como decía su predecesor San Pío X en la Carta Notre charge apostolique de 1910– “no está por inventar” ni “por edificarse en las nubes”, sino que “ha existido y existe”, no tratándose sino de “establecerla y restaurarla sin cesar sobre sus fundamentos naturales y divinos contra los ataques, siempre renovados, de la utopía malsana, de la rebeldía y de la impiedad: Omnia instaurare in Christo”.


Un hijo de la Roma papalina


Eugenio Maria Giuseppe Giovanni Pacelli vino al mundo el 2 de marzo de 1876, tercero de los hijos (segundo varón) del abogado de la Sacra Rota y más tarde abogado consistorial Filippo Pacelli (1837-1916) y de Virginia Graziosi (1844-1920). Por ambos costados se hallaba vinculado a tradicionales servidores de la Santa Sede, pero fue su abuelo paterno Marcantonio Pacelli (1804-1900) el que hizo la fortuna de los suyos. Llegado a Roma con tan sólo 15 años desde su natal Onano (en provincia de Viterbo), bajo la protección de su tío monseñor Prospero Caterini, realizó brillantemente sus estudios en ambos Derechos, convirtiéndose en 1834 en abogado de la Sacra Rota y, entrando así en el poderoso círculo de los abogados laicos al servicio del Papado. Gregorio XVI lo tuvo como secretario de Finanzas. Bajo el pontificado del beato Pío IX apoyó decididamente el poder temporal de la Iglesia, puesto en cuestión por el Risorgimento. Acompañó al Papa Mastai en su exilio de Gaeta de 1849 (lo que le valdría más tarde los títulos de noble de Acquapendente y Sant’Angelo in Vado en premio a su lealtad). Al regreso recibió el nombramiento de ministro substituto del Interior, cargo desde el que tuvo que afrontar la escalada revolucionaria desde fuera y dentro del Estado Pontificio y en el que se mantuvo desde 1851 hasta la caída de Roma en 1870. Durante su gestión, intervino decisivamente en la fundación del diario oficioso de la Santa Sede L’Osservatore Romano, cuyo primer número vio la luz el 1º de julio de 1861. Marcantonio Pacelli era consciente de la importancia creciente del periodismo, por lo que había querido que, al lado del boletín oficial del gobierno papal –Il Giornale di Roma– se añadiera la publicación de un periódico de opinión, polémico y aguerrido como lo exigían las difíciles circunstancias de una época que todo lo ponía en cuestión.


El pequeño Eugenio fue bautizado a los dos días de nacer, el 4 de marzo, por don Giuseppe Pacelli, tío paterno, en la iglesia parroquial de los Santos Celso y Juliano (hoy suprimida y cuya pila bautismal se conserva en la Basílica romana de San Pancracio). Criado en un entorno de piedad, fomentado por su madre, y en el respeto a las tradiciones de la Roma papal de su familia, fue confirmado a los cinco años por un amigo y paisano de los Pacelli, monseñor Costantini, obispo de Nepi y Sutri. Se cuenta que el niño Eugenio solía jugar a decir misa en un pequeño oratorio que se había instalado en un rincón de la casa paterna. Los Pacelli se habían mudado, a la sazón, del apartamento que ocupaban en el tercer piso del Palazzo Pediconi, en el número 34 de la via degli Orsini (casa natal del futuro Pío XII), a otro en el número 19 de la via de la Vetrina, no lejos del Palazzo Taverna. El pequeño frecuentaba la bella Chiesa Nuova (Santa Maria in Vallicella), sede del Oratorio de San Felipe Neri, en la que solía servir la misa como monaguillo.



No se crea, empero, que su educación fue lo que por aquellos tiempos se decía desdeñosamente “clerical”. Después de hacer la escuela elemental con religiosas, su padre lo inscribió en el distinguido liceo-ginnasio Ennio Quirino Visconti, establecido en 1870 por el gobierno italiano como establecimiento educativo estatal en lo que antes fuera el Colegio Romano de los Jesuitas (a quienes fue arrebatado definitivamente en 1873). Allí recibió Eugenio una formación clásica y humanística aunque desde el punto de vista secularista. Pero sus convicciones eran lo suficientemente sólidas como para dejarse adoctrinar sin más. Una anécdota de este período refiere que desafió el laicismo predominante en el profesorado al escoger a San Agustín como el personaje más influyente de la Historia, ganándose, no obstante el respeto de docentes y condiscípulos por la brillantez y seguridad con la que defendió su elección. Fue siempre el primero de la clase, pero nunca se mostró pedante. Se interesó por la cuestión social, estudiando y comentando la Rerum novarum y leyendo a Marx, lo que le permitió tener una visión muy amplia de las cosas. Nunca temió conocer los argumentos de los adversarios. Se recibió de bachiller con todos los honores y con calificaciones excelentes en todas las materias, lo que lo hizo apto para inscribirse inmediatamente en la Universidad.


Por esta época no tenía aún claro si Dios le llamaba al sacerdocio. La certeza de la vocación le vendría como una inspiración cierto día que se hallaba meditando en la antigua basílica de Santa Inés Extramuros en la vía Nomentana (donde cada 21 de enero son bendecidos los dos corderos de los que se esquila la lana para los palios de los nuevos arzobispos metropolitanos). En 1894, Eugenio Pacelli ingresaba como alumno del Almo Collegio Capranica, institución destinada a proporcionar una cuidada formación a los aspirantes al sacerdocio. Contemporáneamente, se matriculó en Filosofía en la Pontificia Universidad Gregoriana y en Teología y Derecho en el Pontificio Ateneo Romano de Sant’Apollinare y frecuentó los cursos de Historia Antigua y Literatura greco-latina en la Sapienza. A pesar de gustarle el ejercicio físico (practicaba gimnasia y natación), su salud era un tanto delicada, razón por la que se le dispensó del régimen de internado.


El 2 de abril de 1899, Pascua de Resurrección, recibía la sagrada unción que lo convertía en sacerdote in aeternum de manos de monseñor Francesco di Paoli Cassetta, patriarca latino de Antioquía, que de ahí a pocas semanas sería creado cardenal por León XIII. La ceremonia tuvo lugar en el oratorio privado del prelado en su palacio sobre el Esquilino. Al día siguiente, el neo-presbítero Pacelli ofició su primera misa en el espléndido marco de la Capella Paolina, oratorio de la poderosa familia papal Borghese, situada en la nave derecha de la Basílica de Santa María la Mayor. El altar se halla dominado por la imagen de la Madonna Salus Populi Romani a la que el futuro papa profesaría siempre una gran devoción y coronaría canónicamente. Don Pacelli quería obtener los doctorados en Teología y Derecho Canónico, para lo cual se volvió a matricular en la Gregoriana. Entre cursos ejercía su sacerdocio en la Chiesa Nuova, el templo de su infancia, donde celebraba regularmente la misa, confesaba y enseñaba el catecismo a los niños. Alternaba esta actividad con la predicación de retiros en la casa de las Religiosas del Cenáculo (frecuentada por las señoritas de la buena sociedad romana) y en la de las Reparatrices de via Lucchesi (dedicadas al apostolado obrero). Por esta misma época era capellán del convento de Religiosas de la Asunción, donde siempre tendría una casa dispuesta a acogerle.


La carrera eclesiástica


En 1901, por sugerencia de monseñor Pietro Gasparri, secretario de la Sagrada Congregación de Asuntos Eclesiásticos Extraordinarios, Don Pacelli ingresó en el servicio de la Santa Sede como minutante de dicho dicasterio. Aunque el sueldo era más bien magro, era compensado ampliamente por el prestigio de trabajar en la Curia Romana y la oportunidad de viajar. Ese mismo año ya fue portador de una carta de condolencias que enviaba León XIII al rey Eduardo VII de Gran Bretaña e Irlanda por la muerte de su madre la reina Victoria. Tendría la ocasión, asimismo, de conocer, en momentos distintos, a dos personajes que harían su fortuna (para hablar en términos humanos): monseñor Giacomo della Chiesa, substituto de la Secretaría de Estado, y monseñor Achille Ratti, desde 1912 pro-prefecto de la Biblioteca Apostólica Vaticana. En 1904 obtuvo, gracias a la intervención del cardenal Merry del Val (con quien había trabado una buena amistad), el título de camarero secreto del Papa con tratamiento de monseñor. Absolvió tan eficientemente todos los encargos que se le hicieron, que en el giro de tres años a partir de 1911 se convirtió sucesivamente en subsecretario, prosecretario y secretario de la congregación. A finales del reinado de San Pío X tuvo la oportunidad de demostrar sus dotes de negociador consiguiendo que se firmara en 1914 el concordato con Serbia. Desgraciadamente, la Gran Guerra lo volverá inoperante.


Monseñor Pacelli fue un estrecho colaborador del ahora cardenal Gasparri (creado por el Papa Sarto en 1907) en la paciente obra de codificación de toda la dispersa legislación de la Iglesia querida e impulsada por el Santo Padre, pero que sólo después de su muerte se llevaría a término. Fue Benedicto XV, el antiguo substituto, quien promulgó en 1917 el Código de Derecho Canónico, que reemplazaba al inmenso e intrincado Corpus formado por las sucesivas decretales que se habían ido superponiendo unas a otras, sin orden ni concierto. En esta obra puso Eugenio Pacelli lo mejor de sus conocimientos jurídicos, que no eran pocos. Fue ésta el gran acto del pontificado del papa della Chiesa. Pero Benedicto XV se significó también por su espíritu humanitario. Habiendo fracasado en detener la conflagración europea por la obstinación de los hombres de Estado en no escucharle (por causa de los prejuicios anticatólicos y los recelos de las potencias), quiso al menos paliar en alguna medida las funestas consecuencias de la guerra y organizó la obra papal a favor de los prisioneros, sobre la que décadas más se inspiraría la acción de Pío XII por las víctimas de la Segunda Guerra Mundial.


El Nuncio Pacelli


El 13 de mayo de 1917, hacia mediodía, se aparecía por primera vez la Santísima Virgen a tres pastorcillos en la Cova de Iría de Fátima, en Portugal. Se trataba del comienzo de una de las más decisivas intervenciones celestes de la Historia, clave del siglo XX y de alcances escatológicos insospechados. Esa misma mañana de domingo en Roma, a más de 2.700 kilómetros de distancia, monseñor Eugenio Pacelli era consagrado obispo personalmente por el papa Benedicto XV y en el espectacular marco de la Capilla Sixtina. Co-consagrantes fueron monseñor Giovanni Battista Nasalli Roca di Corneliano, arzobispo titular de Tebas, y monseñor Agostino Zampini, obispo titular de Porphyreon. Le fue asignada la sede arzobispal titular de Sardes en Lidia, una de las siete iglesias de Asia de las que habla San Juan en el Apocalipsis (sugestiva coincidencia esta circunstancia que hace directa alusión a los Últimos Tiempos, tema de Fátima).


La Gran Guerra se hallaba en lo más álgido y Benedicto XV necesitaba a gente como Pacelli en los principales puestos de su diplomacia. Por eso lo había nombrado Nuncio Apostólico en Baviera el 20 de abril precedente. Así pues, el flamante arzobispo partió para Münich, donde presentó sus credenciales al rey Luis III, de la antiquísima Casa de Wittelsbach. Aunque este reino católico era un importante enclave en la Alemania prusianizada por Bismarck, la verdadera misión del nuevo nuncio consistía en entrevistarse con el káiser Guillermo II para exponerle los planes de paz del Papa y conocer las condiciones bajo las que el Reich los aceptaría. A finales de junio, a sólo un mes de su llegada, partía ya para Berlín, donde fue recibido por el canciller Bethmann-Hollweg, que se mostró muy receptivo y bien dispuesto. Sin embargo, el coloquio con el Emperador en el cuartel general de Kreuznach (en el Palatinado renano) fue decepcionante. Guillermo II, convencido de una victoria final de los Imperios Centrales, se mostró intransigente, aunque supo apreciar la persona de su interlocutor, de quien dejó escrito que se trataba de “hombre distinguido, simpático, de alta inteligencia y una perfecta cortesía, perfecto modelo de prelado de la Iglesia Romana”. Vuelto a Münich, a su residencia de la Brennerstrasse, se dedicó a una intensa labor de beneficencia a favor de los damnificados por la guerra, repartiendo víveres, visitando campos de prisioneros, poniendo a éstos en contacto con sus familias, intentando localizar a desaparecidos y prodigando consuelo espiritual, valiosa experiencia de la que, como Papa, se iba a servir en los años de la Segunda Guerra Mundial.


Ama de llaves de la Nunciatura Apostólica era una religiosa destinada a desempeñar un importante papel en la vida de Eugenio Pacelli: la bávara sor Pascalina (Josephine) Lehnert (1894-1983), a la que había conocido en la casa de reposo Stella Maris que la congregación de las Hermanas de la Santa Cruz de Menzingen –a la que pertenecía la monja– poseía en la localidad suiza de Rorschach. Su enorme capacidad de trabajo, su sentido germánico del orden y el toque entre maternal y femenino de su trato atrajeron al nuncio, que ya no supo prescindir de ella hasta su muerte, pues se la llevó consigo a Roma cuando acabó su misión diplomática en Alemania. Precisamente fue sor Pascualina testigo de excepción de un hecho que marcaría a monseñor Pacelli y que tuvo lugar en 1919, durante el levantamiento espartaquista, que pretendía instaurar una república de corte soviético en Baviera (a semejanza de la Revolución Roja que había llevado a los bolcheviques al poder en octubre de 1917). Las turbas comunistas invadieron la residencia de la Nunciatura y amenazaron de muerte al representante del Papa. Monseñor Pacelli, con una pistola apuntándole al directamente al pecho, tuvo el aplomo y la presencia de ánimo como para imponerse a los invasores y hacerlos marcharse sin más consecuencias que la confiscación del coche oficial. Los que acusan a Pío XII de pusilánime por sus supuestos silencios durante la Segunda Guerra Mundial no tienen en cuenta este episodio, en el que se revela un temple a toda prueba.


De la nunciatura de Münich pasó en agosto de 1925 a la de Berlín (que le había sido asignada en 1920) después de haber sido el artífice del concordato con Baviera, que la nueva configuración política alemana había impuesto y que fue subscrito el 29 de marzo de 1924. Probablemente, a la sencilla residencia del Tiergarten (escogida por sor Pascualina) se llevaría Pacelli un libro que acababa de publicarse y causaba sensación en Alemania: Mein Kampf de Adolf Hitler, un obscuro ex cabo del ejército imperial que había protagonizado un intento frustrado de golpe de estado tres años antes en la capital bávara. Como ya había hecho en su juventud con Marx, el nuncio quiso informarse de primera mano sobre las ideas que estaban ganando rápidamente adeptos en ese momento. Su dictamen, siempre según el directo testimonio de la fiel gobernanta del prelado, fue definitivamente negativo, lo que echa por tierra cualquier hipótesis de una presunta afinidad ideológica suya con el nazismo.


En los cuatro años que aún estuvo en suelo germánico, el nuncio Pacelli se dedicó a poner a punto el concordato con Prusia (firmado el 14 de junio de 1929) y preparar pacientemente el que finalmente se subscribiría en 1933 con Alemania. De su estancia berlinesa sacó un extraordinario conocimiento de la realidad política y social de la República de Weimar, uno de cuyos destacados protagonistas –como líder del Zentrum, el partido católico– era el sacerdote Ludwig Kaas, que le había sido recomendado por el arzobispo Bertram como consejero en Münich y como nexo útil con los obispos alemanes. Kaas trabó con el nuncio una amistad profunda y duradera, como la que uniría a éste con otro de sus colaboradores: el jesuita P. Robert Leiber, que era su asesor en la Nunciatura de Berlín y más tarde se convertiría en su consejero de confianza en Roma, especialmente durante todo su pontificado. El P. Leiber había colaborado con Ludwig von Pastor en su monumental Historia de los Papas.


A principios de diciembre de 1929, Pío XI (que había sucedido a Benedicto XV siete años antes) llamó al nuncio Pacelli a Roma para concederle la púrpura. Después de despedirse del anciano mariscal Paul von Hindenburg, presidente de la República, partió para Roma, llevando consigo a sor Pascualina y al P. Leiber, así como una importante biblioteca en alemán y una sincera admiración por la nación y la cultura alemanas que nada tiene que ver con una supuesta germanofilia si por ello se entiende una pasión ciega e irracional. En el consistorio del 16 de diciembre fue creado cardenal presbítero, recibiendo tres días más tarde el rojo capelo y el título de los Santos Juan y Pablo. Poco después, el 9 de febrero de 1930, era nombrado Secretario de Estado por Pío XI, sucediendo a su antiguo patrocinador el cardenal Pietro Gasparri, que había pedido retirarse a la tranquilidad de la vida privada después de una fecunda trayectoria al servicio de la Iglesia. Para el cardenal Pacelli comenzaba la recta definitiva de su ascensión al lado de un hombre al que aprendió a amar como a un padre cuando todo el mundo lo temía (tal vez porque nadie llegaba a comprender del todo a un Papa seguro de sí mismo, que no quería asesores sino ejecutores). Y es que Achille Ratti tenía sus propios planes para su nuevo colaborador.


Entrenado para ser Papa


El Papado es una monarquía que ha conocido diversos modos de sucesión en el pasado. En 1059, sin embargo, se adoptó definitivamente el sistema electoral, restringido a un colegio formado por los cardenales de la Santa Iglesia Romana y que –bajo la forma de cónclave, establecida dos siglos más tarde– ha llegado hasta nuestros días. Un Romano Pontífice, pues, no puede designar a su sucesor antes de morir o por testamento. Sí puede, en cambio, sugerir su candidato a los futuros electores (aunque normalmente esto no sucede). Es lo que pasó, sin embargo, con Pío XI, que señaló claramente al cardenal Pacelli como a quien debía ocupar el solio a su muerte. De hecho, lo trató como a su delfín y lo preparó concienzudamente para ser papa. La predilección por su Secretario de Estado era notoria y cuando se acercaba hacia el final de sus días solía referirse a él ante sus interlocutores diciendo: “Farà un bel Papa” (Será un gran Papa).


En esta perspectiva debe comprenderse la frecuencia con la que Pío XI se desprendió de su hombre de confianza y más estrecho colaborador en los cinco últimos años de su vida. La primera vez que el cardenal Pacelli se separó del lado de su mentor fue en 1934 para acudir como legado a latere al XXXII Congreso Eucarístico Internacional, que se celebraba en Buenos Aires. Era la primera vez que todo un cardenal Secretario de Estado cruzaba el Atlántico, lo que da idea de lo relevante de la ocasión. La Iglesia Hispanoamericana había mantenido relaciones con Roma durante siglos a través de España. La Independencia de América había cortado ese vínculo y los problemas del Papado a causa de la Revolución –sobre todo durante la Cuestión Romana– no habían permitido a la Santa Sede mantener una fluida comunicación con las Iglesias de las nuevas naciones surgidas en el Nuevo Mundo. El Congreso Eucarístico bonaerense era una magnífica ocasión para la reafirmación de la catolicidad hispanoamericana y de su comunión con Pedro. A Buenos Aires acudieron obispos de todos los países de Iberoamérica y la presencia del cardenal Pacelli –en una época en la que los Papas no viajaban y el número de purpurados era muy limitado– fue considerada como algo extraordinario y de suma importancia.


En abril de 1935 Pío XI enviaba a su Secretario de Estado a Francia para representarle en el Triduo Solemne que debía tener lugar en Lourdes. La Iglesia y su hija primogénita habían tenido relaciones difíciles –a causa del galicanismo, del jansenismo, de la Revolución, del laicismo y del anticlericalismo republicanos– y ahora, que habían amainado las ofensivas de la Tercera República, el Papa quería aprovechar para recordar al pueblo galo su irrenunciable vocación cristiana, especialmente cuando se avizoraban en el horizonte nuevos peligros (como la escalada comunista, favorecida por el más que probable pacto con socialistas y radicales que efectivamente se plasmaría en el llamado Frente Popular). A pesar de décadas de propaganda anticatólica y marxista, la visita del cardenal Pacelli fue apoteósica.


En 1936 fue el turno de los Estados Unidos, aunque este viaje tuvo carácter privado. No obstante, las cuatro semanas durante las que recorrió el inmenso territorio norteamericano fueron para Pacelli un fogueo importantísimo en un país en el que la Iglesia Católica se hallaba en plena expansión, convirtiéndose en una de sus fuerzas religiosas más importantes. Pío XI era consciente del gran potencial que el joven catolicismo estadounidense significaba para Roma y quiso que su Secretario de Estado emprendiera el viaje como un útil aprendizaje para el futuro. Al regreso de éste a Roma, el Papa le dedicó el simpático título de “Cardinale Nostro transatlántico panamericano”. De los Estados Unidos se llevó Pacelli interesantes y útiles amistades (y no la menor de ellas la del propio presidente Franklin Delano Roosevelt).


A Francia volvió nuevamente como legado pontificio en julio de 1937 para la consagración de la nueva basílica de Lisieux, dedicada a Santa Teresita del Niño Jesús, a la que Pío XI había canonizado en 1925 y por la que profesaba una gran devoción. El Frente Popular ya estaba en el poder, pero el Papa quería demostrar a todo el mundo que la Iglesia no se amilanaba ante la amenaza totalitaria, tal como un año más tarde haría enviando a Pacelli a Budapest para el XXXIV Congreso Eucarístico, que tuvo lugar a finales de mayo. Hungría había sido tradicionalmente la barrera de la Cristiandad contra la amenaza turca; ahora se hallaba entre dos fuegos: el nazismo emergente (que ya se había tragado Austria y estaba por anexionarse los Sudetes) y el comunismo, que ambicionaba extender sus tentáculos por toda Europa (como lo demostraba la activa intervención de la Unión Soviética en la Guerra de España, no sólo mediante apoyo militar como Alemania e Italia a los nacionales, sino mediante la exportación de los siniestros métodos de represión y tortura bolcheviques a la zona roja). El país danubiano volvía a ser, pues, un importante punto de referencia para la preservación de Occidente.


El cardenal Pacelli ya no volvió a ausentarse del lado de Pío XI, pero la experiencia acumulada durante sus viajes le iba a ser de invalorable ayuda. Por otra parte, el Secretario de Estado había llevado a cabo eficientemente la política concordataria querida por el Papa y lo había secundado sin ambages en su enfrentamiento con las ideologías anticristianas. A él se debió la puesta a punto definitiva de la encíclica condenatoria del nazismo Mit brennender Sorge de 14 de marzo de 1937, sobre texto preparado por su antiguo amigo de los tiempos de Münich, el cardenal Michael von Faulhaber (nuevo mentís a su supuesto filonazismo). Ningún otro príncipe de la Iglesia estaba tan bien preparado como Pacelli para desempeñarse como vicario de Cristo en el momento en el que el aguerrido Achille Ratti cerró los ojos para siempre y con el pesar de no haber podido celebrar el décimo aniversario de los Pactos Lateranenses de 1929 con la alocución que tenía previsto dirigir como un postrer latigazo al gobierno de Mussolini por su constante hostigamiento a la Iglesia. El 10 de febrero de 1939, expiraba Pío XI. Tres semanas después su Secretario de Estado (cosa insólita en la historia de los cónclaves) le sucedía en la cátedra de Pedro y ello pareció a todos la natural y lógica elección.


Los años de hierro


El 2 de marzo de 1939, día en el que cumplía 63 años, el cardenal Eugenio Pacelli resultaba elegido papa tras un cónclave brevísimo y después de que él mismo solicitara que se repitiera una votación que ya le había sido decisivamente favorable. Si no la unanimidad (el cardenal Tisserant lo negó), había reunido en torno a él un amplísimo consenso. Quiso en un principio llamarse Eugenio V, conservando así su nombre de pila, pero finalmente escogió el de Pío, que le era caro por varios conceptos: había nacido bajo Pío IX (a quien su abuelo había servido lealmente), bajo Pío X (a quien él beatificaría y canonizaría) había iniciado su cursus honorum en la Curia Romana y consideraba con toda razón que Pío XI había sido su gran benefactor, dispensándole un amor de padre (ampliamente correspondido). El flamante Pío XII fue coronado con la tiara de tres coronas en el balcón central de la basílica de San Pedro por el cardenal protodiácono Caccia-Dominioni, el 12 de marzo, diez días después de abierto el cónclave. Fue la primera coronación filmada y difundida por la radio. Pasados los primeros fastos del nuevo pontificado, las difíciles circunstancias del momento se impusieron en su cruda realidad.


Corrían ya vientos de guerra: la política de apaciguamiento de la Conferencia de Münich el año anterior, lejos de frenar a Hitler, lo habían envalentonado aún más. Estaba claro que nada iba a frenarlo en un inminente ataque a Polonia, sobre la que había puesto los ojos para extender el Lebensraum (espacio vital) de Alemania. Sólo necesitaba neutralizar a la única potencia que en ese momento podía constituir una amenaza para su Blitzkrieg o guerra relámpago: la Unión Soviética. En agosto, pues, von Ribbentrop y Molotov subscribían en Moscú, bajo la complaciente mirada de Stalin, el pacto germano-soviético, consorcio aparentemente antinatural para quien no considerara la íntima homogeneidad de dos sistemas que tienen al totalitarismo como común denominador. Pío XII se temía lo peor, por eso no ahorró los llamados a la paz, una paz cada vez más amenazada. El más vibrante lo pronunció al día siguiente del nefando pacto que iba a permitir la invasión de la mártir Polonia: el 24 de agosto, en un radiomensaje difundido a todo el mundo, exclamó frase que se volvería histórica: “¡Nada se pierde con la paz! ¡Todo puede perderse con la guerra!”. Desgraciadamente, los grandes de este mundo hicieron a Pío XII el mismo caso que a san Pío X cuando éste prevenía contra il Guerrone o a Benedicto XV cuando les instó a detener l’inutile strage. El 1º de septiembre de 1939, los alemanes invadieron Polonia (los soviéticos lo harían el 17). El Reino Unido y Francia declararon la guerra a Alemania el 3 de septiembre: acababa de comenzar la Segunda Guerra Mundial.


El desarrollo de este conflicto, en el que se colmaron todas las medidas del horror del que es capaz el ser humano, no es propiamente el asunto de este estudio. Lo que aquí interesa es la acción desarrollada durante él por Pío XII, asunto delicado y que ha sido –y sigue siendo– objeto de controversia desde hace cincuenta años. Pronto quedó claro que una intervención pública y contundente del Papa no tendría efectos positivos y, en cambio, podía resultar incluso perjudicial a aquellos a quienes deseaba favorecer. En un momento se llegó a hablar de excomulgar a Hitler (nacido en la católica Austria, pero que había abandonado pronto la práctica

religiosa) y el propio Pío XII lo pensó, pero ya no eran los tiempos de un san Gregorio VII que lograba doblegar a un Enrique IV y hacerlo ir penitente a Canosa. Pío VII había excomulgado a Napoleón en 1809 sin ningún resultado. Además, desde los dos bandos en contienda –el del Eje y el de los Aliados– se quería instrumentalizar al Vicario de Cristo sin considerar que en todos los países en conflicto había católicos, a cuyo bien se debía el Padre común.


Aprovechando al máximo las ventajas de la neutralidad y de la supranacionalidad de la Iglesia Católica, el Papa Pacelli creó una extensa red de ayuda moral y material a las víctimas de la guerra a través del entramado de nunciaturas apostólicas, al mismo tiempo que centralizaba la acción a favor de los prisioneros de guerra y de sus familias en la llamada Pontifica Oficina de Informaciones, bajo su directa dependencia a través del substituto de la Secretaría de Estado monseñor Giovanni Battista Montini (futuro Pablo VI) y la madre Pascualina Lehnert, su gobernanta desde los tiempos de la nunciatura de Münich. Dio, además, su total apoyo a la Obra de San Rafael –fundada en 1871 por los religiosos palotinos a favor de los emigrantes– en sus actividades a favor de los judíos perseguidos. Es más, ordenó que todos los edificios bajo soberanía de la Santa Sede se abrieran a los refugiados sin distinción de raza, credo o condición social y llegó, incluso, a levantar la clausura papal a los monasterios y conventos femeninos para que pudieran dar asilo a los proscritos. Decenios más tarde, el cardenal Pietro Palazzini, reconocido por el Yad Vashem como “Justo entre las naciones” debido a su ayuda a los judíos durante la Shoah, corroboró estas iniciativas del Papa, declarando que él mismo había actuado bajo sus órdenes. Pinchas Lapide, que fuera cónsul israelí en Milán (nada sospechoso, por tanto, de parcialidad a favor de Pío XII) declaró que unos 850.000 judíos fueron salvados directa o indirectamente gracias al hoy calumniado Pontífice.


Otro aspecto importante que cabe considerar es su decisión de permanecer en Roma, a pesar de los innumerables riesgos que ello comportaba, no siendo el menor el de una deportación por parte de Hitler, proyecto que efectivamente existió y que hicieron abortar el general de las SS Karl Wolff y el embajador alemán Ernst von Weizsäcker, acreditado ante la Santa Sede. Pío XII, que había instado a los obispos de los países beligerantes a permanecer al lado de la grey, quiso dar el ejemplo en su propia diócesis de Roma. Hizo todo lo posible porque la Urbe fuera declarada ciudad abierta para ponerla al abrigo de la destrucción bélica, pero cuando en 1943 un terrible bombardeo golpeó el barrio popular de San Lorenzo en el Campo Verano (19 de julio) y otro se abatió sobre el Prenestino (13 de agosto), no dudó un instante en acudir sobre la marcha para confortar a sus hijos. El pueblo romano pudo así ver a su obispo a su lado, conmocionado como él, con la sotana manchada con la sangre de las víctimas a las que había dado su auxilio sacerdotal. Fue una catequesis muda, más elocuente que mil discursos, coronada por la emotiva bendición que impartió en un escenario de muerte, dolor y ruina.


A Pio XII le hubiera sido muy fácil abonar su gloria personal huyendo a la seguridad ofrecida por Norteamérica y condenando al nazismo estentó-reamente, pero entonces hubiera sido un irresponsable, dejando a los católicos de toda Europa a merced de las iras hitlerianas y a Roma como pasto de la barbarie. Hizo mucho más con su presencia, sufrida, contenida y prudente, pero nunca del todo silenciosa. Habló en los términos en los pudo en cada momento sin poner en peligro más vidas humanas de la sangrienta cuota que la conflagración se estaba cobrando. Lo que, refiriéndose a las tropelías de los alemanes en la Polonia ocupada, declaró al embajador italiano Dino Alfieri refleja a la perfección la regla que guió la actitud del Papa: “Nos tendríamos que decir palabras de fuego contra semejantes cosas, pero sólo nos impide hacerlo el saber que, si hablásemos, volveríamos la condición de aquellos infelices más dura todavía”. Juicio acertado como lo demuestra la petición del cardenal polaco Sapieha a Roma de no emitir condenas explícitas y los resultados contraproducentes y trágicos que obtuvo una declaración de los obispos holandeses contra la persecución de los judíos en los Países Bajos ocupados (y que costó el internamiento y posterior muerte, entre otros, a Edith Stein).


La reconstrucción de la Cristiandad


La guerra dejó muchas ruinas materiales y morales. También un mundo dividido en bloques irreconciliables. Eran los resultados de la supremacía de la política pura y dura, librada al desenfreno de su ciega autonomía de toda sujeción a Dios y a la ley natural. La razón de Estado había prevalecido sobre toda otra consideración. Millones de seres habían sido sacrificados a utopías delirantes y criminales. Millones seguirían todavía sucumbiendo al imperio de la tiranía que salió triunfante de la general conflagración con el increíble apoyo de las democracias occidentales, no obstante haber inicialmente allanado el camino al nazismo pactando con él. Ahora media Europa se hallaba bajo la bota bolchevique gracias a esa complicidad de Occidente, que hizo la vista gorda ante el avance del Ejército Rojo. La otra mitad estaba por reconstruir. Pío XII quiso preservarla y apoyó decididamente la idea de unión que empezaba a abrirse paso, refiriéndola a la tradición cristiana que había hecho en el pasado la gloria del Viejo Continente. Paralelamente, el Papa insistió repetidamente en que un nuevo orden internacional debía estar necesariamente fundamentado en la moral y el derecho, so pena de repetir la durísima experiencia por la que acababa de pasar la Humanidad y quizás de vivir otra peor.


El Romano Pontífice quiso movilizar a todos los católicos para que colaboraran activamente en la tarea de la reedificar la civilización y volver a cimentarla en sus raíces cristianas. A este respecto es elocuentísima la exhortación que hizo a los fieles de Roma el 10 de febrero de 1952: “Ahora es tiempo, queridos hijos e hijas; es, en verdad tiempo de iniciar pasos decisivos. Es tiempo de sacudir el nefasto letargo. Es tiempo de que todos los buenos que sufren por el destino del mundo se aproximen entre sí y se unan estrechamente. Con el Apóstol repetimos: Hora est iam de somno surgere! Ha llegado la hora de despertar del sueño, pues cerca está nuestra salvación. Hay que transformar a todo un mundo desde sus cimientos, de un mundo salvaje en un mundo noblemente humano, de un mundo noblemente humano en un mundo divinizado, conforme a los designios de salvación de Dios. Millones de hombres anhelan una variación de rumbo. Dirigen para ello su mirada a la Iglesia de Cristo, la única guía y conductora experimentada que, por su respeto a la libertad humana, puede ponerse a la cabeza de tan poderosa empresa”. Todo un programa de acción, ambicioso y entusiasta para el que el Papa quiso adiestrar a los fieles haciendo de la Iglesia Católica una autoridad moral más fuerte y sólida que nunca.


Sabía Pío XII que no se podía esperar una transformación del material del mundo sin una renovación espiritual profunda. A ella se dedicó con todas sus fuerzas. Le guió su indiscutible y generoso sentido pastoral. La guerra había producido circuns-tancias que exigían nuevas respuestas pastorales. Todas las que eran razonables las aprobó sin vacilar Pío XII: la relajación del ayuno eucarístico (recomendando, empero, la observancia de la antigua disciplina), las misas vespertinas, la admisión de nuevas formas de apostolado, etc. Por otra parte, estaba convencido de que todos los pueblos debían ser protagonistas del nuevo impulso dado a la Cristiandad y copartícipes en cierta medida en el gobierno de la Iglesia. Por eso dio importancia extraordinaria al fomento del clero indígena (ya impulsado por Pío XI) y a la formación de jerarquías autóctonas en los antiguos países de misión. También propició la internacionalización del Sacro Colegio Cardenalicio en las dos promociones de su pontificado: los consistorios de 1946 y de 1953. Creó en total 56 cardenales, la mayoría de ellos no italianos, lo que acabó con la absoluta hegemonía itálica tanto al interior del senado del Papa como en la Curia Romana. En su afán de sabia transformación, Pío XII pensó seriamente en la reanudación del Concilio Vaticano que había quedado suspendido en 1870 por la invasión garibaldina de Roma. A tal efecto, en 1948 llegó a crear una comisión de estudio, pero acabó abandonando la idea, quizás advertido por algún curial de los riesgos de una asamblea del género en tiempos en los que los medios de comunicación –el cuarto poder– comenzaban a revelarse como influyente grupo de presión.


También quiso animar a los católicos manifestando la proximidad del Padre común y sus hijos y fomentando la comunión visible de éstos con Roma. Para ello no escatimó ocasión para conceder toda clase de audiencias a personas y grupos de lo más heterogéneo (lo cual era un gran mérito teniendo en cuenta lo fatigosas que debían resultar para su salud delicada las largas horas recibiendo visitantes y peregrinos). Pero donde se vio claramente el éxito de los esfuerzos de Pío XII y su poder de convocatoria, así como el prestigio de una Iglesia viva y dinámica fue durante los dos jubileos que enmarcan los años áureos de su pontificado: el año santo de 1950 y el año mariano de 1954. Nunca antes se había visto tal afluencia de peregrinos como las que hubo respectivamente en ambas ocasiones. El anuncio hecho en el primero de aquellos años jubilares por el Papa de que se había identificado la tumba de San Pedro, el príncipe de los Apóstoles, sobre cuya fe se edificaba la Iglesia Romana, fue un momento de triunfal afirmación católica, como también la definición dogmática de la Asunción de la Virgen durante el segundo.


Magisterio


Los Discursos y Radiomensajes de Pío XII ocupan más de doce mil páginas, distribuidas en veinte volúmenes (uno por año de pontificado) publicados por la Librería Vaticana. Se trata de un caudal de doctrina copioso, en el que no se sabe si admirar más la riquísima variedad de los temas o la competencia con la que los trató el Papa Pacelli, que ha de ser reconocido y contado como uno de los hombres más cultos de todos los tiempos. Se documentaba según la ocasión con los últimos avances en la materia, de modo que más de una vez dejó boquiabiertos a especialistas (por cierto no fácilmente impresionables). Siempre había pilas de libros y revistas sobre su escritorio y en mesas auxiliares. Le gustaban especialmente los diccionarios, porque, consciente de la importancia del lenguaje verbal en la comunicación humana, era meticuloso hasta el detalle en el empleo de un vocablo, estudiando todas sus posibilidades y buscando en todo momento la exactitud en la expresión. Esta apertura al conocimiento universal y este interés filológico hacían de él un auténtico humanista, como los grandes prohombres del siglo XV.


Sin embargo, fue en sus documentos directamente docentes en los que se mostró como un maestro consumado de la Fe Católica. Abordó temas fundamentales con admirable autoridad, respondiendo con tino y sabiduría a los desafíos y peligros de los tiempos contemporáneos. La brevedad de estas páginas nos impide ocuparnos pormenorizadamente de sus enseñanzas a la Iglesia, pero no podemos eximirnos de reseñar las principales. Una sola vez hizo uso del privilegio de la infalibilidad pontificia: fue para proclamar el dogma de la Asunción de la Santísima Virgen María en cuerpo y alma a los cielos al final del curso natural de su vida terrestre. Lo hizo mediante la constitución apostólica Munificentissimus Deus de 1º de noviembre del año jubilar de 1950. Esta definición dogmática causó un júbilo indescriptible en el pueblo fiel (aunque provocara el malestar de ciertos círculos ecumenistas y neo-modernistas que ya se movían con bastante desenvoltura por aquellos años) y basta ella sola para considerar a Pío XII como doctor mariano.


Entre sus numerosas encíclicas tres merecen considerarse como las más importantes, tanto por la trascendencia de sus temas como por la necesidad que había de clarificar la doctrina católica sobre ellos. La primera cronológicamente hablando es la Mystici Corporis Christi de 29 de junio de 1943, que constituye un hermoso tratado de eclesiología basada en la doctrina paulina del Cuerpo Místico. Directamente inspirada en esta concepción de la Iglesia, la encíclica Mediator Dei de 20 de noviembre de 1947 define la Sagrada Liturgia como la acción del Cristo total (cabeza y miembros) por la que se rinde a Dios el culto digno que le es debido. Este documento importantísimo intentó atajar las desviaciones, que ya empezaban a advertirse, del movimiento litúrgico y que no consistían sino en la introducción de los criterios del modernismo y el falso ecumenismo en el culto, reeditándose de este modo la vieja herejía antilitúrgica. Complementaria de esta encíclica han de considerarse la Musicae Sacrae disciplina de 25 de diciembre de 1955 y el discurso al I Congreso Internacional de Liturgia Pastoral de Asís de 1956. La tercera encíclica es la Humani generis de 12 de agosto de 1950, en la que el Papa condenó la “nueva Teología”, que no era sino una edición corregida y aumentada del modernismo desenmascarado por San Pío X. Lástima que, como hiciera el beato Pío IX (acompañando su encíclica Quanta cura del Syllabus) o el propio Papa Sarto (haciendo publicar junto con la Pascendi el decreto Lamentabili), Pío XII no diera efectividad práctica a la Humani generis.


Otras actas relevantes del magisterio pacelliano son (siempre por orden cronológico): la encíclica Divino afflante Spiritu de 30 de septiembre de 1943, que legitimó el uso de los métodos histórico-críticos en la investigación bíblica, ensanchando las posibilidades de la reflexión teológica; la constitución apostólica Provida Mater Ecclesia de 2 de febrero de 1947, por la que se crearon los institutos seculares como nueva forma de vocación apostólica; el decreto del Santo Oficio de 28 de junio de 1949 de condena del comunismo (y que no era sino la consecuencia lógica de la encíclica Divini Redemptoris de Pío XI); la encíclica Ad coeli Reginam de 11 de octubre de 1954 sobre la realeza de la Virgen María, en cuyo honor instituyó la fiesta litúrgica de María Reina; la magnífica encíclica Haurietis aquas de 15 de mayo de 1956 sobre la devoción al Sagrado Corazón de Jesús; la encíclica Fidei donum de 21 de abril de 1957, que es como la Carta Magna de las misiones católicas y les dio un decisivo impulso en el mundo entero; en fin, la encíclica Miranda prorsus del 8 de septiembre de 1957, en la que abordó la cuestión de los modernos medios de comunicación social (cine, radio y televisión), su moralidad y su utilidad en la difusión del mensaje cristiano.


Pastor Angelicus


La salud del Santo Padre había distado siempre de ser óptima, pero en 1952 había empezado a dar señales alarmantes de declive. Ya era, de todos modos, extraordinario el que un hombre del físico más bien estilizado de Pío XII pudiera haber sobrepasado los 75 años después de la extenuante disciplina a la que lo sometía (con sólo cuatro horas de sueño diario, comidas frugales y una agenda que hubiera acabado al hombre más robusto y saludable). En 1954 tuvo una gravísima crisis, que lo tuvo a las puertas de la muerte. A ella, sin embargo, sobrevivió después de haber tenido una experiencia mística que reveló monseñor Domenico Tardini, substituto de la Secretaría de Estado. El Papa había tenido la visión intelectual de Cristo, que le confortaba mientras recitaba el Anima Christi de San Ignacio de Loyola, haciéndole entender que todavía no había llegado su hora. A la verdad, ya cuatro años antes, otro dignatario vaticano y amigo de Pío XII, había hablado en público de la reproducción del milagro del sol de Fátima en los jardines vaticanos ante los ojos del Pontífice en los tres días anteriores a la proclamación del dogma de la Asunción. Su fama de místico corrió profusamente por aquella época.


La verdad es que si alguien encarnaba el ideal del papa espiritual, del Pastor Angelicus anunciado por el célebre abad cisterciense Joaquín de Fiore y propugnado por los fraticelli (no siempre con recto celo), ése era sin duda Pío XII. Su figura etérea y su continente naturalmente elegante hacían de él un personaje hierático, como el de un icono bizantino. Daba la impresión de una ligereza tal que parecía elevarse del suelo y su modo de bendecir era conmovedor e inconfundible: parecía querer abrazar el mundo entero y estrecharlo para ofrecérselo a Dios, con todas sus necesidades y esperanzas. Su rostro parecía volverse transparente y se transfiguraba. Sus manos, diáfanas y con dedos leonardescos, prodigaban generosamente las bendiciones del Cielo sobre los presentes. El efecto que producía el Papa en sus espectadores era poderoso: incluso personas ajenas a la Iglesia no podían substraerse a su fascinación y caían de hinojos ante él. Existe todo un anecdotario al respecto sacado de las audiencias. A pesar de su halo de majestad, no había nada de ausente o lejano en su actitud: su mirada era penetrante y directa, su sonrisa expresaba una gran bondad interior, su compasión se hacía patente en gestos de tristeza que llegaban al alma porque convencían de que el Papa sufría con uno.


Se le ha reprochado a Pío XII el haber dejado sin proveer muchos cargos importantes en la Curia Romana por su cada vez mayor alejamiento de los negocios cotidianos de la Iglesia. Empezando por el de Secretario de Estado, que no proveyó desde la muerte del cardenal Maglione en 1944, contentándose con la ayuda de dos substitutos: monseñor Domenico Tardini y monseñor Giovanni Battista Montini. Pero la fecha es muy temprana como para que tan importante vacante tenga esa explicación. Quizás hay que fijarse más bien en la noción monárquica que de su suprema investidura tenía Eugenio Pacelli y que había asimilado de Pío XI (como el futuro Pablo VI la asimilaría de él). También es verdad que el tiempo se encargó de hacer desconfiado a Pío XII, que tuvo ante sus ojos más de un ejemplo de abuso de confianza o confianza traicionada. Sospechaba, no sin fundamento, que se estaba preparando un golpe contra la Iglesia desde su propio seno y así lo manifestó en cierta ocasión al obispo de Campos Dom Antonio de Castro Mayer. Después de todo, ya había ocurrido algo parecido en la Iglesia, cuando el modernismo se infiltró en los seminarios y conventos. Aunque atajado por san Pío X, era evidente que había rebrotado bajo nuevas y más perniciosas formas.


Hallaba su consuelo en la tranquilidad doméstica creada para él por la Madre Pascualina y sus dos hermanas de congregación (sor Maria Corrada y sor Erwaldiss), que se encargaban de las tareas diarias, lo que no es poco si se considera la cantidad de horas que pasaba ocupándose personalmente del gobierno de la Iglesia y recibiendo en audiencia a su público, hacia el que sentía el deber de mostrarse. Su círculo íntimo era muy restringido: a sus sobrinos los príncipes Pacelli, al conde Enrico Galeazzi y el medio hermano de éste, el arquíatra pontificio Riccardo Galeazzi-Lisi, a su hermana Elisabetta Pacelli-Rossignani y al cardenal Francis Spellman. La fiel y diligente gobernanta mantenía a raya a todos los demás, que la llamaban maliciosamente la Virgo potens, por el ascendiente que le atribuían ante el pontífice. Muchas antipatías se granjeó sor Pascualina, pero nadie pudo reprocharle nunca la mínima indiscreción o vanidad. Era la celosa guardiana del santuario privado de su amado y reverenciado papa, de quien estaba convencida que era un santo.


Muerte y memoria ultrajada


Se hallaba Pío XII en la residencia veraniega de Castelgandolfo –habiendo prolongado su estancia por consejo de los médicos– cuando a principios de octubre comenzó a sentirse mal de repente. El día 5 dio una última audiencia al Congreso de Notarios Latinos y ya no se le volvió a ver en público. A partir de ahí ya todo fue una carrera hacia la muerte, con breves intervalos de aparente pero ilusorio mejoramiento. En uno de ellos pidió el Papa escuchar la Primera sinfonía de Beethoven. Su agonía mantuvo en vilo a todo el mundo y dio lugar a un indigno tráfico periodístico protagonizado por el propio Dr. Galeazzi-Lisi, que vendió al semanario Paris-Match unas fotografías tomadas furtivamente al moribundo y que lo mostraban en toda la crudeza de la agonía. El jueves 9 de octubre, a las 3.52 horas de la madrugada, entregaba a Dios su noble alma Pío XII. Horas más tarde, el formidable cardenal lorenés Eugène Tisserant, en su calidad de decano del Sacro Colegio (a falta de camarlengo), llamaba tres veces por su nombre de pila a Eugenio Pacelli sin obtener respuesta, certificando así la defunción y retirando de su dedo yerto el anillo del Pescador para destruirlo (impidiendo así que nadie pudiera falsificar un documento de la Santa Sede bajo el augusto nombre de Pío.


El cortejo que se formó para acompañar los despojos del difunto pontífice de Castelgandolfo a la Ciudad Eterna fue una apoteosis digna de los antiguos césares y un plebiscito a favor de Pío XII. Todo el mundo se unió al luto de los católicos. El presidente Eisenhower, de confesión metodista, afirmó que el mundo había perdido una luz que lo iluminaba. Golda Meir, ministro de Relaciones Exteriores de Israel definió al Papa como “un gran servidor de la paz”. Los principales rabinos y la gran mayoría de asociaciones judías de todo el mundo expresaron su pesar por su muerte. Ante su catafalco erigido en la Basílica Vaticana desfilaron millares de personas de toda condición, que lo lloraban sinceramente. Cuando por fin descendió la piedra sepulcral sobre su tumba –ubicada, según su voluntad lo más cerca posible de la de San Pedro– se difundió un general sentimiento de orfandad. Tras diecinueve años de pontificado, todo el mundo se había acostumbrado a Pío XII y no imaginaban quién podría ser capaz de sucederlo.


Sólo cinco años más tarde, en 1963, una pieza teatral titulada Der Stellvertreter (El Vicario), escrita por un joven autor alemán llamado Rolf Hochhuth, se presentaba en Berlín y causaba una gran polvareda al presentar a Pío XII como cómplice por omisión del holocausto judío durante la Segunda Guerra Mundial. Se le presentaba como un papa cobarde, convenenciero y contemporizador con los alemanes por una real afinidad con el nazismo a la que le inclinaba su anticomunismo visceral y el ser germanófilo. No se ofrecía, por supuesto ninguna prueba; sólo se lanzaba el baldón en el convencimiento que de lo que se trata es de mentir y mentir, que al final algo queda. La obra de Hochhuth conoció una gran difusión y arruinó la buena fama del difunto papa: la literatura tiene ese poder de convencimiento acrítico ante un público en su mayor parte poco ilustrado, pero ávido de las sensaciones que una ficción es capaz de transmitir (un ejemplo reciente y clarísimo lo tenemos en el Código Da Vinci). Es difícil luchar contra una mentira bien contada por mucho que uno se esfuerce por aportar documentos reales que la refuten. Para apoyar El Vicario se publicaron algunas obras supuestamente científicas que pretendían demostrar la culpabilidad de Pío XII manipulando, omitiendo e incluso falseando documentos. Hasta el día de hoy han venido publicándose, siendo un ejemplo relativamente ciente el libro de John Cornwell bajo el tendencioso título de El Papa de Hitler, cuya misma portada original era ya una inepta maniobra de descrédito.


Del lado de los defensores de Pío XII, la reacción más importante fue la del cardenal-arzobispo Montini de Milán, que dirigió una carta de protesta a un periódico inglés justo antes de entrar en el cónclave del que saldría elegido papa como Pablo VI. En ella ofrece el valioso alegato personal de alguien que pasó un cuarto de siglo al lado de un hombre extraordinario como fue Pío XII, de cuya sensibilidad hacia los perseguidos fue testigo directo. También se publicaron libros que buscaban refutar los infundios difundidos por los partidarios de las tesis de El Vicario, pero, aunque aportaban datos muy interesantes y argumentos más o menos correctos, no fue hasta la publicación –por orden del mismo Pablo VI– de los doce volúmenes de las Actas y Documentos de la Santa Sede relativos a la Segunda Guerra Mundial cuando se dispuso de un arsenal realmente incontestable a favor del Papa Pacelli. La publicación corrió a cargo de los jesuitas Pierre Blet, Angelo Martini, Robert A. Graham y Burkhart Schneider. Pablo VI quiso demostrar al mundo en varias ocasiones el aprecio que sentía hacia quien le había enseñado a ser Papa: en 1965 mandó incoar el proceso de beatificación; el 9 de octubre de 1968 ofició una solemne capilla papal en ocasión del décimo aniversario de su muerte; en fin, el 7 de marzo de 1976, recordó el primer centenario del nacimiento de Eugenio Pacelli y le dedicó la homilía, repasando piadosamente su biografía.


En tiempos más recientes se han desclasificado otras partes del archivo secreto vaticano (como se hizo para publicar lo concerniente a la Segunda Guerra Mundial), sin que hasta el momento haya surgido ni un solo documento que incrimine a Pío XII. El relator de su causa de beatificación, el jesuita austríaco Peter Gumpel, ha demostrado en varias ocasiones la mala fe y las prevenciones con las que actúan los adversarios de su memoria, los cuales no se toman la molestia de investigar en las fuentes porque pronto se cansan de no hallar nada que dé pábulo a sus opiniones preconcebidas. Entonces vuelven a la carga con argumentos ya gastados y desautorizados por la documentación. Una cosa que hay que precisar, siguiendo al mencionado Padre Gumpel, es que no todos los judíos, sean rabinos, fieles o asociaciones, están de acuerdo con la infame campaña antipacelliana. Existe, incluso, literatura escrita por autores judíos, que son un valiente y desinteresado alegato a favor de Pío XII, de quien, por cierto debe recordarse que fue la causa ocasional de la conversión de Israel Zolli, rabino de Roma durante los años trágicos de la guerra, a quien el Papa ayudó cuando fue a pedirle auxilio para reunir el rescate en oro exigido por las autoridades nazis para salvar la vida de decenas de judíos a punto de ser deportados. En agradecimiento por su gesto de caridad, Zolli adoptó en el bautismo el nombre de pila de aquél –Eugenio– y lo propio hizo su esposa, que también se convirtió y se quiso llamar Eugenia.


Han pasado ya más de cincuenta años sin Pío XII, pero su figura es cada vez más un punto de referencia obligado para comprender el pasado inmediato, el presente y -¿por qué no? – el futuro de la Iglesia. Se ha dicho, y con verdad, que es al autor más citado por el Concilio Vaticano II después de la Sagrada Escritura. Y, de hecho, los Padres de esta magna asamblea ecuménica eran en su mayoría obispos promovidos bajo su pontificado. Sin embargo, no atribuyamos las desviaciones promovidas por la hermenéutica de la ruptura que presidió un cierto espíritu postconciliar al magisterio luminoso del Pastor Angelicus. Es en la recuperación de la otra hermenéutica, la de la continuidad, obrada abiertamente por Benedicto XVI, hoy papa emérito, sobre los pasos prudentes pero firmes del beato Juan Pablo II en la que debemos reconocer la inconfundible impronta del Papa Pacelli. Y fue precisamente Joseph Ratzinger el papa que desbloqueó la causa de beatificación de su augusto predecesor, de inmortal memoria, al firmar el 19 de diciembre de 2009 el decreto de heroicidad de sus virtudes (Acta Apostolicae Sedis, año y volumen CII, nº 9 del 3 de septiembre de 2010, pp. 566-570), aprestándolo así a la gloria de los altares con el título de “venerable”. Unámonos al sentir de todos aquellos que ven en Pío XII a un gran hombre de Dios y recemos por su pronta beatificación y canonización. Mientras tanto, empapémonos de la sabiduría y de la riqueza de su vasto magisterio y recemos para que su sucesor actual en la cátedra de Pedro, el papa Francisco, ilustre a la Iglesia durante muchos años con el mismo celo por las almas y amor a la Verdad que animó a Eugenio Pacelli.


Como colofón de estas modestas páginas, he aquí las emocionadas palabras que le dedicó Pablo VI: “Recordad, oh romanos, a este vuestro insigne y elegido pontífice; recuérdelo la Iglesia, recuérdelo el mundo, recuérdelo la Historia. Muy digno es de nuestra piadosa, agradecida y admirada evocación”.



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