(241) Dirección espiritual o acompañamiento espiritual -2



–Ay, Señor… Yo pensaba que ya con este segundo terminaba.


–Yo también. Pero «el hombre propone y Dios dispone». Paciencia.



Ya vimos las cualidades principales que debe tener un padre espiritual. Hemos de considerar ahora las actitudes más importantes de quien se confía a su dirección.


—Actitudes principales del dirigido


1. Voluntad firme de alcanzar la santidad. Debe pretenderla por amor a Dios, para unirse a Él por el amor perfectamente. Es decir, debe procurar la santidad «con todo el corazón, con toda el alma, con todas sus fuerzas, con toda su mente» (cf. Lc 10,27; Dt 6,5), sobre todas las cosas. Si el cristiano no va a la dirección con esta actitud ¿qué es lo que en ella busca? ¿Qué otras cosas pueden buscarse en la dirección espiritual?




Si esa voluntad de santidad falta en el cristiano, el director deberá dedicarse antes que nada a suscitarla; pero si no lo consigue en un tiempo prudencial, le convendrá normalmente renunciar a esa dirección. «Si no os reciben o no escuchan vuestras palabras, salid de aquella casa o de aquella ciudad» (Mt 10,14). «La mies es mucha, los operarios pocos» (Mt 9,37), y por eso mismo éstos deben mirar bien cómo invierten sus limitadídisimas fuerzas pastorales, no deteniéndose largamente «a saludar por el camino» (Lc 10,4)… ¿Qué se hace en las reiteradas entrevistas de dirección, cuando el cristiano no busca en ellas realmente la santidad? Conversaciones vanas, «palabras ociosas», de las que «habrá que dar cuenta el día del juicio» (Mt 12,36).



2. Espíritu de fe para ver a Cristo en el director. El cristiano que es atendido solícitamente por un director espiritual ha de ser consciente en la fe de que en la dirección está recibiendo una manifestación conmovedora del amor que Cristo le tiene, y de su firme interés en procurar la perfección de su vida temporal y eterna.



San Juan de Ávila: «Este cuidado tan perseverante es una particular dádiva de Dios y una expresa imagen del paternal y cuidadoso amor que nos tiene. De arte que yo no sé libro, ni palabra, ni pintura, ni semejanza que así lleve al conocimiento del amor de Dios con los hombres como este cuidadoso y fuerte amor que Él pone en un hijo suyo con otros hombres» (Cta. 1,75). Y San Juan de la Cruz aplica a la dirección espiritual aquellas palabras de Cristo, «“donde estuvieren dos o tres juntos para mirar lo que es más honra y gloria de mi nombre, yo estoy allí en medio de ellos” [cf.Mt 18,20]; es a saber, aclarando y confirmando en sus corazones las verdades de Dios» (2Subida 22,11).



Por eso el encuentro de dirección espiritual, aun conservando el ambiente amistoso de los encuentros evangélicos de Cristo –junto al pozo de Jacob, en el camino, etc.–, debe tener al mismo tiempo una tonalidad profundamente religiosa, que puede acentuarse, por ejemplo, mediante el agua bendita y una breve oración al comienzo, y una bendición al final. Es propio del sacerdote bendecir a la persona humana en el nombre de la santísima Trinidad.


3. Sinceridad. La humilde sinceridad de corazón, para manifestarlo todo al director –pensamientos frecuentes, inclinaciones, tentaciones y ansiedades, los cambios habidos, así como las gracias recibidas, las victorias y las derrotas– es otra de las condiciones primeras que siempre han puesto los grandes maestros espirituales.



Casiano (+435): «A los que empiezan se les enseña a no esconder, por falsa vergüenza, ninguno de los pensamientos que les dan vueltas en el corazón, sino a manifestarlos al anciano espiritual desde su mismo nacimiento, y para juzgarlos, se les enseña igualmente a no fiarse de su opinión personal, sino creer malo o bueno lo que el anciano, después de examinarlo, declarare como tal. De este modo el astuto enemigo ya no puede embaucar al joven aprovechándose de su inexperiencia e ignorancia» (Instituta 4,9). Grandes males sobrevienen a los que ocultan algo que debieran manifestar. Así Juan Colobós: «Nadie regocija tanto al enemigo como los que no manifiestan sus pensamientos» (Apoteg­mas, Pimén 10).



Pero sobre todo no ha de ocultarse al director nada importante, nada especialmente significativo en la situación actual de la persona: aquellos pensamientos, temores y deseos que en un momento dado son más persistentes –los logismoi, que decían los monjes antiguos–. Al padre espiritual «fiadle con mucha seguridad vuestro corazón, y no escondáis cosa de él, buena ni mala» (S. Juan de Ávila, AF 55,5672). «Es muy necesario, aunque al alma le parezca que no hay para qué, decirlo todo» (S. Juan de la Cruz, 2Subida 22,16).


¿Pero será siempre posible y conveniente «decirlo todo»?… En la aplicación concreta de ese principio espiritual verdadero conviene tener en cuenta que no siempre la persona es capaz de expresar ciertos temas más íntimos o complejos: unas veces porque no se conoce a sí misma suficientemente; otras porque, tratándose de cuestiones muy complicadas, no sabe cómo expresarlas sin desfigurarlas, y por eso prefiere callar. Y en otras ocasiones todavía, porque adolece de una timidez o inhibición tan absoluta, que por el momento le es insuperable. No hay, pues, en casos como éstos voluntad de ocultar, sino más bien incapacidad de manifestar. Lo primero impediría seriamente la dirección, pero lo segundo no la dificulta en absoluto. Son limitaciones personales que, si Dios quiere y cuando Él quiera –que no necesariamente lo querrá siempre y en todo–, irán superándose.


Por el contrario, otras veces –muchas veces– la apertura total al director se ve voluntariamente reducida, porque la persona estima que no hace falta someter a su consejo ciertos asuntos: «En realidad, yo sé perfectamente lo que me conviene en tal cuestión, cómo hacerla o cómo evitarla. Lo que a veces me falla en esto es simplemente la voluntad. Ahí está la dificultad. Pero la voluntad únicamente yo puedo ponerla, y el director no me la puede suplir. Así que ¿para qué andar contándole y consultándole esas cosas?»


Pues bien, es éste un grueso error, es un engaño del Maligno. Con frecuencia, la misma persona que ve la paja en el ojo ajeno, no alcanza a ver la viga en el propio (Lc 6,41): no sabe en realidad qué le pasa, ni cuál es su problema; no conoce cuál es la mala raíz que produce su hábito malo; ignora lo que le conviene, no capta toda la importancia y significación de una deficiencia, y tampoco conoce bien los medios más idóneos para superarla.


En fin, de muchos modos sutiles se sirve el Tentador para sujetar a la persona en un silencio y ocultamiento perjudiciales. Cuántos pensamientos que parecen inocuos, o incluso meritorios, son sin embargo como negros moscardones introducidos por el diablo en la conciencia del cristiano para desanimarlo, para quitarle la paz, y sobre todo para distraer su atención de lo central: la presencia de la Santísima Trinidad en el alma, el abandono atento y confiado a la amorosa moción continua de su gracia. Cuántos pensamientos vanos y nocivos se dan entonces, quizá durante años, en torno a verdaderas o supuestas limitaciones personales, «yo soy incapaz para tal cosa»…; a aparentes solicitudes apostólicas, «habría que hacer esa obra ¿pero cómo, cuándo, con quién?», o a otras cavilaciones igualmente inútiles.



San Benito enseña que el hombre justo, el que vive en la Tienda del Señor y descansa en su Monte Santo, es «aquél que, cuando el Malo, que es el diablo, le sugiere alguna cosa, inmediatamente rechaza lejos de su corazón a él y a su sugerencia, los reduce a la nada y, agarrando sus pensamientos, los estrella contra Cristo» (Prólogo Regla 28). Pues bien, muchas veces, manifestar con humildad el propio corazón al superior o al director es precisamente eso: agarrar nuestros pensamientos y estrellarlos contra Cristo. Basta con eso frecuentemente para que la tentación sea vencida, para que se suelten los nudos de la angustia o de la tentación, para que se disipen los logismoi obsesivos. Y sólo entonces se hace en el alma ese silencio interior necesario para que en ella resuene con poderosa dulzura la voz del Verbo encarnado.



4. Obediencia. Cristo «decía a todos [no sólo a un grupito de ascetas y de vírgenes consagradas]: el que quiere venir detrás de mí, niéguese a sí mismo… pues quien perdiere su vida por mi causa, la salvará» (Lc 9,23-24; Mt 16,24-25; Mc 8,34-35). El cristiano, pues, fiel al Evangelio, el que de verdad procura la plena santidad sabe que la obediencia es la vía más eficaz para matar al hombre viejo y renacer en Cristo al nuevo. Sabe que ha de salir de la cárcel de su propia voluntad –que está queriendo siempre por su cuenta: quiere y quiere y quiere, y que así se está perdiendo, así se está matando– no hay medio más eficaz que la obediencia. Sabe que sujetar su voluntad a un director espiritual, si Dios se lo da, es uno de los medios más seguros y eficaces para unir su voluntad a la voluntad del Señor. En esta unión consiste la santidad perfecta.



San Bernardo dice que, como la discreción de espíritus «es una rara ave sobre la tierra, supla en nosotros el lugar de la discreción la virtud de la obediencia; de modo que no hagáis nada más, nada menos, ni nada diferente de lo que os está mandado» (Sermón 3 Circuncisión 11). Lo dice a monjes, pero sin duda es norma aplicable, mutatis mutandis, a la dirección espiritual de sacerdotes y de laicos. El P. Royo Marín, OP, escribe que «el director, aunque desprovisto de autoridad en el sentido estricto de la palabra [la suya es una autoridad moral, la del maestro sobre el discípulo], debe exigir la obediencia omnímoda en las cosas pertenecientes a la dirección, bajo pena de negarse en absoluto a continuarla» (Teología de la perfeccion cristiana, n.696).



¡Cuántos buenas obras espirituales bienintencionados no dan fruto o no se realizan porque parten de la voluntad propia del cristiano y no de la voluntad de Dios! Los que así caminan en su vida espiritual –ateniéndose ante todo, y casi exclusivamente, a su juicio y voluntad, queriendo a veces los mismos bienes espirituales con una voluntad carnal– «corren como a la aventura» y luchan «como quien azota el aire» (1Cor 9,26).



Santa Teresa de Jesús, por ejemplo, veía incluso con reticencia algo tan santo como la comunión frecuente, cuando se practicaba por mera voluntad propia, sin consulta –necesaria en aquella época–. Y así, de una señora que era de comunión diaria, pero que no quería sujetarse a confesor fijo –léase, director–, decía: «quisiera más verla obedecer a una persona que no tanta comunión» (Fundaciones 6,18).



Estas cuatro son las actitudes espirituales más importantes por parte del que recibe una dirección espiritual. Amplío un poco más lo que se refiere a la obediencia.


–La obediencia tiene una primacía indudable en la vida de perfección evangélica. En un capítulo de la Síntesis de espiritualidad católica que escribimos Dn. José Rivera (+1991) y yo puede verse esta cuestión más ampliamente(( …… )). Los maestros de la espiritualidad, como San Pablo, han sabido siempre que si los hombres se perdieron por la desobediencia, han de lograr ahora la perfecta santidad participando en la obediencia de Cristo (Rm 5,19).



-El humilde se abaja por la obediencia con Cristo, obediente hasta la muerte, y muerte de Cruz (Flp 2,7). No se fía de sí mismo, teme hacer su propia voluntad («no hagáis lo que queréis», Gál 5,17), procura con todo empeño no verse «abandonado a los deseos de su corazón» (Rm 1,24; Ef 2,3). Quiere salir de sí mismo, de su propia voluntad, para poder hacer siempre en todo la voluntad de Cristo: para dejarle vivir al Señor en la propia mente y voluntad, sin resistir en nada a su gracia. Pero el hombre viejo se resiste, dando una guerra continua, a este salir de la propia voluntad, de tal modo que no es tan fácil lograrlo sin la ayuda de la obediencia a voluntad ajena.


-Obediencia y caridad se exigen y posibilitan mutuamente. No tiene sentido alguno hablar de una «espiritualidad de obediencia» contrapuesta a una «espiritualidad de caridad». Continuamente la Escritura nos habla de «los que aman al Señor son los que cumplen sus mandatos» (cf. Ex 20,6; Dt 10,12-13). Si amamos al Señor, obedecemos fácilmente sus mandatos; y obedeciendo sus mandatos, permanecemos y crecemos en su amor (Jn 14,15; 15,10.14; 1Jn 5,2). Es el amor el que hace posible la entrega personal de la obediencia. No se logra obedecer, aunque se intente, si no hay amor. Y no hay amor sin obediencia. Como Cristo ama hasta el extremo al Padre, por eso le obedece hasta el extremo de la cruz. En la última Cena dice a sus discípulos: «conviene que el mundo conozca que yo amo al Padre, y que, según el mandato que me dió el Padre, así hago» (Jn 14,31). Él quiere que su absoluta obediencia sea manifestación patente de su absoluto amor. Y dicho esto, se fueron al Huerto de los Olivos, camino de la Cruz.



Santo Tomás: «igualmente ha de decirse que Cristo padeció por caridad o por obediencia, pues los preceptos de la caridad los cumplió por obediencia, o fue obediente por amor al Padre, que le daba esos preceptos» (STh III,47,2 ad 3m).



-La primacía de la obediencia en la vida espiritual va unida a la primacía de la caridad y de la prudencia. Cada una tiene primacía en su campo propio. De hecho, la reina indiscutible de las virtudes, la caridad, no es virtud si se ejercita contra la prudencia o contra la obediencia: debe sujetarse a ellas en su ejercicio concreto.



Santo Tomás: «Todas las obras de las virtudes no son meritorias ante Dios sino cuando son hechas para obedecerle.Pues si uno padeciera hasta el martirio, o diera a los pobres todos sus bienes, si no lo ordenara al cumplimiento de la voluntad divina, lo cual pertenece directamente a la obediencia, no tendría ningún mérito: sería como si todo eso lo hiciera sin caridad (1Cor 13,1-3). No puede haber caridad sin obediencia» (STh II-II, 104,3).



-Siempre la Iglesia ha considerado la obediencia, con la caridad, la clave de la perfección cristiana. Es la obediencia la que hace espacio a Cristo en el cristiano por la abnegación, por la negación de sí mismo, como antes he recordado, perdiendo por ella su propia vida autónoma. También he recordado cómo, al comienzo de la vida monástica, cuando se va formulando más la doctrina espiritual, el monje, después de haberlo dejado todo, ponía todo su empeño en dejarse también a sí mismo, y para sujetar su voluntad en todo a la voluntad de Dios, se ayudaba por la obediencia a un guía y a una regla de vida.



Santo Tomás: de los tres votos tradicionales, «el voto de obedecer es el principal, porque por el voto de obediencia el hombre ofrece a Dios lo mayor que posee, su misma voluntad, que es más que su propio cuerpo, ofrecido a Dios por la continencia, y que es más que los bienes exteriores, ofrecidos a Dios por la pobreza» (STh II-II,186,8; Papa Juan XXII, bula Quorundam exigit 7-X-1317).



-Todos los grandes maestros de la espiritualidad cristiana, y concretamente los Fundadores de órdenes y congregaciones religiosas, conocieron y reconocieron esta primacía de la obediencia en los caminos de perfección.



San Benito escribe en su Regla: los monjes, tomando la vía de la obediencia, entran en el camino estrecho que lleva a la vida (Mt 7,14); «no viven ya a su antojo, ni obedecen a sus deseos y apetencias, sino que, dejándose llevar por el juicio y la voluntad de otro, pasan su vida en los cenobios y desean que los gobierne un abad» (cp. V). Lo mismo enseña San Basilio, San Bernardo, San Francisco de Asís, Santo Domingo, Santo Tomás, San Ignacio de Loyola en su Compañía de Jesús.Es lo mismo que enseñan los reformadores del Carmelo:


Santa Teresa: «no hay camino que más pronto lleve a la suma perfección que el de la obediencia» (Fundaciones 5,10). «La obediencia da fuerzas» (ib. pról.). «Yendo con limpia conciencia y en obediencia, nunca el Señor permite que el demonio nos engañe» (4,2). Y San Juan de la Cruz, al indicar cómo se llega a la oración mística transfigurante, dice: «negando su voluntad y haciendo la de Dios; porque éxtasis no es otra cosa que un salir el alma de sí y arrebatarse en Dios; y esto hace el que obedece, que es salir de sí y de su propio querer, y aligerado se anega en Dios» (Dichos 158).



La obediencia es, pues, tanto en la vida religiosa como en la dirección espiritual, el «medio» principal para la perfección evangélica, que consiste, como sabemos, en la perfecta caridad con Dios y con el prójimo. Por eso es lógico que mientras en la Iglesia se apreció sumamente la obediencia, hayan sido abundantes la vocaciones religiosas. Aquellos cristianos que buscaban salir de sí por el camino recto y seguro de la obediencia, la encontraban viva en conventos y monasterios. Y por eso, los institutos religiosos que suprimieron en la práctica la obediencia –y a veces hasta en la teoría–, eliminaron el valor principal de su condición religiosa, y ya les queda poco para extinguirse totalmente.


También en la dirección espiritual la obediencia es medio principal para el crecimiento en la caridad y santidad. Ella implica, por supuesto, no solamente la obediencia, sino todos los elementos propios de un «acompañamiento espiritual»: instrucción, animación, catequesis individualizada, asesoría en lecturas, en la oración, en todos los aspectos importantes de la vida personal, consultas, amistad espiritual, confortación, etc. Por eso el acompañamiento se diferencia de la dirección espiritual únicamente –que no es poco– en que no implica el ejercicio espiritual de la autoridad y de la obediencia. Pero dejo el análisis de esta cuestión para el próximo artículo. Y dedico este aviso especialmente a los comentaristas.


José María Iraburu, sacerdote





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