La vocación es una llamada gratuita del Señor; gratuita porque no corresponde a nuestros méritos y deméritos, sino a un Don del Señor que pensó en cada uno de nosotros y nos llamó.
Una llamada común, para todos, desde siempre, es la vocación a la santidad. Todos, sin exclusión, a ella estamos llamados.
Pero luego, a cada uno, una llamada particular, una vocación específica para un estado de vida cristiano que conforma todo lo que somos y nos sitúa ante el mundo y en el mismo seno de la Iglesia de una forma peculiar y única: vida sacerdotal, vida religiosa, vida laical y vida matrimonial.
Con el Papa, meditemos -retomemos- este sentido de la vocación, sabiéndonos llamados y amados por el Señor para algo concreto y dando gracias permanentemente.
"Ahora entramos en el centro de nuestra meditación, encontramos una palabra que nos afecta de modo particular: la palabra “llamada”, “vocación”. San Pablo escribe: “comportaos de una manera digna de la vocación, de la klesis, que habéis recibido” (Ef 4,13). Y la repetirá poco después, afirmando que "…una misma esperanza a la que habéis sido llamados, de acuerdo con la vocación recibida" (v. 4). Aquí, en este caso, se trata de la vocación común a todos los cristianos, es decir, de la vocación bautismal: la llamada a ser de Cristo y a vivir en Él, en su cuerpo. Dentro de esta palabra está inscrita una experiencia, resuena el eco de la experiencia de los primeros discípulos, la que conocemos por los Evangelios: cuando Jesús pasó por la orilla del lago de Galilea, y llamó a Simón y Andrés, y después Santiago y Juan (cfr Mc 1,16-20). Y antes aún, junto al río Jordán, después del bautismo, cuando dándose cuenta de que Andrés y el otro discípulo lo seguían, les dijo: “Venid y veréis” (Jn 1,39). La vida cristiana comienza con una llamada y queda siempre una respuesta, hasta el final. Y esto tanto en la dimensión del creer como en la del actuar: tanto la fe como el comportamiento del cristiano son correspondencia a la gracia de la vocación.
He hablado de la llamada de los primeros apóstoles, pero pensamos con la palabra “llamada” sobre todo el la Madre de toda llamada, en María Santísima, la elegida, la Llamada por excelencia. El icono de la Anunciación a María representa mucho más que ese particular episodio evangélico, por otro lado fundamental: contiene todo el misterio de María, toda su historia, su ser, y al mismo tiempo habla de la Iglesia, de su esencia para siempre; como también de cada creyente en Cristo, de cada alma cristiana llamada.
En este punto debemos tener presente que no hablamos de personas del pasado. Dios, el Señor, nos ha llamado a cada uno de nosotros, cada uno es llamado por su nombre. Dios es tan grande que tiene tiempo para cada uno de nosotros, me conoce, nos conoce a cada uno por el nombre, personalmente. Es una llamada personal a cada uno de nosotros. Pienso que debemos meditar varias veces este misterio: Dios, el Señor, me ha llamado a mí, me llama, me conoce, espera mi respuesta como esperaba la respuesta de María, esperaba la respuesta de los Apóstoles. Dios me llama: este hecho debería hacernos estar atentos a la voz de Dios, atentos a su Palabra, a su llamada hacia mí, para responder, para realizar esta parte de la historia de la salvación para la que me ha llamado. En este texto, además, san Pablo nos indica algún elemento concreto de esta respuesta con cuatro palabras: “humildad”, “dulzura”, “magnanimidad”, “soportándoos mutuamente por amor”. Quizás podamos meditar brevemente estas palabras en las que se expresa el camino cristiano" (Benedicto XVI, Lectio divina con los seminaristas de Roma, 4-marzo-2011).
Un segundo paso que da el Papa en esta Lectio: la eclesialidad. La vocación nace, surge y se orienta en función de la comunidad eclesial, como un don para todos, vivida en el seno de la Iglesia. ¡¡Bendita eclesialidad!!
"Y ahora demos un paso adelante. Después de esta palabra de la llamada, sigue la dimensión eclesial. Hemos hablado ahora de la vocación como de una llamada muy personal: Dios me llama, me conoce, espera mi respuesta personal. Pero, al mismo tiempo, la llamada de Dios es una llamada en comunidad, es una llamada eclesial, Dios nos llama en una comunidad. Es verdad que en este pasaje que estamos meditando no está la palabra ekklesia, la palabra “Iglesia”, pero aparece mucho más la realidad. San Pablo habla de un Espíritu y de un cuerpo. El Espíritu se crea el cuerpo y nos une como un único cuerpo. Y después habla de la unidad, habla de la cadena del ser, del vínculo de la paz. Y con esta palabra nos indica la palabra “prisionero” del principio: es siempre la misma palabra, “yo estoy encadenado”, “cadenas te retendrán”, pero detrás está la gran cadena invisible, liberadora del amor. Nosotros estamos en este vínculo de la paz que es la Iglesia, el vínculo más grande que nos une con Cristo. Quizás debemos también meditar personalmente sobre este punto: somos llamados personalmente, pero somos llamados en un cuerpo. Y esto no es algo abstracto, sino muy real.
En este momento, el Seminario es el cuerpo en el que se realiza concretamente el estar en un camino común. Después estará la parroquia: aceptar, soportar, animar a toda la parroquia, a las personas, las simpáticas y las no simpáticas, insertarse en este cuerpo. Cuerpo: la Iglesia es cuerpo, por tanto tiene estructuras, tiene realmente un derecho y a veces no es tan sencillo insertarse. Cierto, queremos la relación personal con Dios, pero a menudo el cuerpo no nos gusta. Pero precisamente así estamos en comunión con Cristo: aceptando esta corporeidad de su Iglesia, del Espíritu, que se encarna en el cuerpo.
Y por otra parte, a menudo quizás sintamos el problema, la dificultad de esta comunidad, comenzando por la comunidad concreta del Seminario hasta la gran comunidad de la Iglesia, con sus instituciones. Debemos también tener presente que es muy bonito estar en una compañía, caminar en una gran compañía de todos los siglos, tener amigos en el Cielo y en la tierra, y sentir la belleza de este cuerpo, ser felices de que el Señor nos haya llamado en un cuerpo y nos haya dado amigos en todos los lugares del mundo.
He dicho que no está aquí la palabra ekklesia, pero está la palabra “cuerpo”, la palabra “espíritu”, la palabra “vínculo” y siete veces, en este pequeño pasaje, vuelve la palabra “uno”. Así sentimos cómo el Apóstol lleva en el corazón la unidad de la Iglesia. Y acaba con una “escala de unidad” hasta la Unidad: Uno es Dios, el Dios de todos. Dios es Uno y la unicidad de Dios se expresa en nuestra comunión, porque Dios es el Padre, el Creador de todos nosotros y por ello todos somos hermanos, todos somos un cuerpo y la unidad de Dios es la condición, es la creación también de la fraternidad humana, de la paz. Por tanto meditemos también este misterio de la unidad y de la importancia de buscar siempre la unidad en la comunión del único Cristo, del único Dios" (ibíd.).
3) El tercer y último paso es el sentido profundo de la "llamada", a imagen y modelo de la vida trinitaria, naciendo de la vida trinitaria, desembocando en la Trinidad. Es un orden teológico a la vez que espiritual.
"Ahora podemos dar un nuevo paso adelante. Si nos preguntamos cuál es el sentido profundo de este uso de la palabra “llamada”, vemos que ésta es una de las puertas que se abren sobre el misterio trinitario. Hasta hora hemos hablado del misterio de la Iglesia, del único Dios, pero aparece también el misterio trinitario. Jesús es el mediador de la llamada del Padre que tiene lugar en el Espíritu Santo. La vocación cristiana no puede tener sino una forma trinitaria, tanto a nivel de cada persona, como al nivel de la comunidad eclesial. El misterio de la Iglesia está totalmente animado por el dinamismo del Espíritu Santo, que es un dinamismo vocacional en sentido amplio y perenne, a partir de Abraham, el primero que escuchó la llamada de Dios y respondió con la fe y con la acción (cfr Gen 12,1-3); hasta el “aquí estoy” de María, reflejo perfecto del del Hijo de Dios, en el momento en que acoge del Padre la llamada a venir al mundo (cfr Hb 10,5-7). Así, en el “corazón” de la Iglesia – como diría santa Teresita del Niño Jesús – la llamada de cada cristiano es un misterio trinitario: el misterio del encuentro con Jesús, con la Palabra hecha carne, mediante la cual Dios Padre nos llama a la comunión con Él y para ello nos quiere dar su Santo Espíritu, y es precisamente gracias al Espíritu como nosotros podemos responder a Jesús y al Padre de forma auténtica, dentro de una relación real, filial. Sin el soplo del Espíritu Santo, la vocación cristiana sencillamente no se explica, pierde su linfa vital" (ibíd.).
Estas palabras, dirigidas a seminaristas, no son en exclusiva ministeriales, sino que a todos nos conviene hacerlas nuestras en el sentido propio de nuestra vocación: laical, matrimonial, consagrada, religiosa, sacerdotal.
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