“Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?” Pedro tomó la palabra y dijo: “El Mesías de Dios”. El les prohibió terminantemente decírselo a nadie. Y añadió: “El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, ser desechado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar al tercer día”. Y, dirigiéndose a todos, dijo: El que quiera seguirme, que se niegue a sí mismo, cargue con su cruz cada día y se venga conmigo”. (Lc 9,18-24)
Un tríptico de contrastes:
¿Quién decís vosotros que soy yo?
A mí me rechazarán todos hasta ejecutarme, aunque resucitaré.
El que quiera seguirme cargue con su cruz y venga conmigo.
Siempre nos resulta más fácil confesar la divinidad de Jesús.
Siempre nos resulta más fácil creer en la divinidad de Dios.
Pese a que Dios se empeña en hacerse visible en la encarnación, nosotros preferimos a Dios en su divinidad.
Siempre nos resulta más fácil y como el Cristo de nuestra fe, que el Jesús de Nazaret en su realidad humana.
Si pensamos un poco ¿no es verdad que hablamos más de Cristo que de Jesús?
A Pedro le fue muy fácil confesar en nombre de todos: “Tú eres el Mesías de Dios”.
Pero Jesús quiere ser visto en su dimensión de encarnación.
Jesús quiere una fe en el Jesús rechazado por todos.
Jesús quiere una fe en el Jesús desechado, que tiene que padecer y ser ejecutado.
Porque esa es la verdadera mesianidad de Jesús.
Porque esa es la verdad de Jesús.
Porque ese es el Jesús, manifestación y revelación del Padre.
Porque ese es el Jesús del seguimiento.
No el Jesús Mesías triunfalista, sino el derrotado humanamente.
No el Jesús aplaudido por todos, sino el repudiado por todos.
No el que triunfa, sino al que todos pueden y condenan.
Jesús comienza a revelarse a sí mismo en su verdad.
No en lo que los demás piensan, dicen o creen de El.
Pero también comienza a:
Poner de manifiesto la verdad del seguimiento.
Poner de manifiesto la verdad del que quiera aceptar el riesgo de ser de los suyos.
“El que quiera seguirme, niéguese a sí mismo, cargue con su cruz de cada día y se venga conmigo”.
Jesús se desvela a sí mismo.
Pero también desvela el camino del que quiera ser discípulo.
Jesús no ofrece triunfos, sino con frecuencia, fracasos.
Jesús no ofrece éxitos, sino derrotas.
Jesús no quiere seguidores porque esperan grandes triunfos.
Jesús es claro y quiere, desde un principio, que sepan que la suerte del que le sigue ha de ser como la suya.
Y no es que Jesús anuncie un dolorismo como condición para seguirle.
Lo que Jesús quiere dejar en claro es:
Que a El lo rechazarán no por ser malo sino por la verdad de su vida.
Que a El lo juzgarán no por ser malo, sino por la verdad de su palabra.
Que la Cruz no es consecuencia de ser malo, sino de ser fiel hasta el final.
Y que el discípulo está condenado a correr la misma suerte:
No es el sufrimiento de cada día lo que le hará discípulo.
Sino que será la cruz de cada día como consecuencia de su fidelidad al Evangelio.
Que el cristiano no se alimenta del sufrimiento y el dolor.
Que el cristiano no se valora por los rechazos que sufre.
Que lo que define el rechazo y la condena y la muerte del cristiano es su fidelidad a su fe en Jesús.
Que para el cristiano el valor supremo no es la vida.
Que el valor supremo es Jesús y la fidelidad al Evangelio.
Ser rechazados como El, por nuestra fidelidad a nuestro bautismo.
Ser juzgados como El, por nuestra fidelidad a nuestra fe.
Ser condenados como El, por nuestra fidelidad al Padre.
No podemos salvar nuestra vida negando nuestra verdad bautismal.
Pero sí podemos perderla afirmando nuestra fe en Jesús y en el Padre.
Esa fue la verdad de Jesús.
Esa es la verdad del seguimiento de Jesús.
Ese es el camino de salvar nuestras vidas en una vida de resurrección.
Clemente Sobrado C. P.
Archivado en: Ciclo C Tagged: cruz, discipulo, mesías, seguimiento, sinceridad, verdad
Publicar un comentario