“Dijo Jesús a sus discípulos: Cuando oréis no uséis muchas palabras, como los gentiles, que se imaginan que por hablar mucho les harán caso. No seáis como ellos, pues vuestro Padre sabe lo que os hace falta antes de que lo pidáis. Vosotros rezad así: “Padre nuestro del cielo, santificado sea tu nombre, venga tu reino, hágase tu voluntad, danos el pan nuestro de cada día, perdónanos nuestras ofensas, pues nosotros hemos perdonado, no nos dejes caer en la tentación, sino líbranos del mal”. (Mt 6,7-15)
Un examen de conciencia que, a todos nos puede venir muy bien.
¿Cómo oramos a Dios?
¿Cómo tendríamos que orar?
¿Cómo quiere Dios que oremos?
Orar no es decir palabras para que Dios escuche.
Orar no es decir un mar de palabras, por si Dios no ha escuchado.
Orar no es decirle a Dios lo que él ya sabe de memoria.
¿Acaso Dios no sabe las necesidades de sus hijos?
¿Acaso a Dios hay que recordarle las cosas porque padece de amnesia?
No dudo de que la oración sea hablar con El.
No dudo de que la oración sea abrirle a nuestras necesidades, porque es una manera de verlas de otra manera.
No dudo de que la oración sea charlar amistosamente con Dios.
Sin embargo la oración tiene mucho de silencio.
Porque es hablar, pero no un monólogo, sino un saber escucharle a él.
Una oración monólogo se queda de donde sale, en nuestros labios.
La oración necesita mucho de escucha.
Porque, al fin y al cabo, somos nosotros los que “sí tenemos que escuchar lo que El quiere de nosotros”.
¿No creen que nuestra oración peca demasiado de hacerle ver a Dios lo que “nosotros queremos de él”, más que lo que él quiere de nosotros?
Jesús nos propone un estilo de oración que llamamos “el Padre nuestro” y que otros llaman la “oración del cristiano”.
Si me permiten quisiera destacar algo en lo que posiblemente paremos poco nuestra atención.
Todas las peticiones son importantes.
Todas las peticiones son los deseos de Dios.
Pero yo quisiera llamar a mí mismo la atención en dos de sus peticiones:
“Perdónanos nuestras ofensas, pues nosotros hemos perdonado”.
No se puede pedir perdón, si nosotros no perdonamos.
No se puede pedir perdón, si nuestro corazón está envenenado.
¿Cómo voy a pedir perdón, si yo mismo me resisto a perdonar al hermano?
¿Cómo voy a pedir perdón, si yo mismo me niego a regalar mi perdón?
Y no se trata de que “vamos a perdonar”, sino que “ya hemos perdonado”.
Y otra de las peticiones que realmente me preocupan es:
“No nos dejes caer en tentación”
Claro que yo la modificaría un poco y diría:
“Que no me ponga en la tentación”.
“Que me resista a bajar ciertos programas” para no ser tentado.
“Que me resista a mirar o buscar ciertas circunstancias” que me ponen en el resbaladero.
¿Cómo pretender que no me deje quemar, si yo mismo meto la mano en el fuego?
¿Cómo pretender que no me deje mojar, si yo mismo me estoy poniendo bajo la lluvia?
¿Cómo pretender que no me deje tropezar, si yo mismo no miro a las piedras del camino?
Está bien que Dios nos haga milagritos, aunque sean pequeños.
Pero tampoco le pidamos imposibles.
Pedirle “no nos deje caer en la tentación” supone:
Que reconocemos nuestras debilidades.
Que reconocemos que no somos tan fuertes como creemos.
Que reconocemos que somos humanos y débiles.
Que hay muchas cosas que, con nuestras propias fuerzas, no podemos.
Que reconocemos que “su gracia nos basta”, pero si nosotros somos dóciles a ella.
Hoy sí quiero pedirte, Señor, me hagas tomar conciencia de lo que dice el salmista: “Si tu Palabra no hubiese sido mi delicia, ya habría yo perecido en mi desgracia”.
Clemente Sobrado C. P.
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