Pablo VI, hace 50 años (y II)


EL CAMINO HACIA EL PONTIFICADO


RODOLFO VARGAS RUBIO


Eugenio Pacelli, había recibido el rojo capelo y el título de los Santos Juan Pablo en el monte Celio, de manos de Pío XI en la capilla Sixtina, el 19 de diciembre de 1929. Se sabía ya que el Papa lo había llamado a Roma para hacerlo su nuevo secretario de Estado, aunque el anuncio aún no se había hecho público. Fue en el curso de un banquete ofrecido por la Academia de Nobles Eclesiásticos en honor del nuevo purpurado cuando Montini tuvo su primer contacto con el hombre que tanta importancia iba a tener en su vida y carrera eclesiástica. En una carta a sus padres, fechada el 27 de enero de 1930, escribe: “Es una persona que suscita verdadera admiración”. El joven monseñor seguramente vio en Pacelli rasgos comunes con él, que le hacían presagiar que podía seguir sus pasos.


La llegada de Pacelli a la Secretaría de Estado había sido precedida por un ascenso de Montini en el escalafón, convirtiéndose en primer minutante, puesto hasta entonces ocupado por monseñor Domenico Tardini, promovido a sub-secretario de los Asuntos Ecclesiásticos Extraordinarios, mientras monseñor Pizzardo había pasado a ser el secretario. Al mismo tiempo, monseñor Alfredo Ottaviani había sido nombrado substituto de la Secretaría de Estado. El cardenal impuso su propio estilo y ritmo de trabajo (los cuales continuó observando siendo papa): era ordenado meticuloso hasta en los detalles y se mostraba tan exigente con sus subordinados como lo era con él mismo, aunque siempre usó con ellos de una exquisita cortesía, sin jamás levantar la voz. Para los que temblaban ante el formidable Pío XI (de quien Montini llegaría a decir que le inspiraba las palabras “Rex tremendae maiestatis” del Dies irae), Pacelli era auténtico alivio.


El trabajo de Montini en la Curia se multiplicó y lo mismo sus actividades en la FUCI. Frecuentemente se ausentaba de Roma para visitar las secciones locales de la organización. Estos viajes y los que realizaba a su tierra natal y al extranjero le compensaban de la rutina de sus responsabilidades en la Secretaría de Estado. Asimismo, su apostolado con los jóvenes universitarios constituía para él un continuo reto. Su visión de la formación que debían recibir era la de un continuo diálogo entre la fe y la cultura. Sólo mentes ilustradas, cultivadas y abiertas eran verdaderamente capaces de hacer progresar la religión en un mundo cada vez más ajeno a ella. Creía en el “gran potencial de conquista” de la actividad cultural y huía de los esquemas tradicionales de formación católica de los estudiantes, piadosos sí, pero poco anclados en la realidad, una realidad que planteaba nuevos retos que sólo una sólida preparación podía asumir.



Esta concepción de monseñor Montini le acarreó no pocos sinsabores. No sólo chocaba contra los sectores más conservadores del ambiente eclesiástico, sino también contra la educación promovida por el fascismo, dirigida toda ella a crear al “hombre nuevo”, que no otra cosa era que un simple engranaje del Estado totalitario, sin capacidad crítica y proclive al fanatismo. En 1931 vería confirmado su pensamiento cuando se produjo la gran crisis entre la Santa Sede y el gobierno de Mussolini, que puso en grave peligro el concordato de 1929. La causa estuvo justamente en las organizaciones juveniles. El presidente de la Juventud Católica Italiana (JCI) propuso en una circular del 19 de marzo de aquel año la creación de un secretariado obrero con el fin de promover obras de asistencia social, lo cual fue interpretado como intolerable injerencia católica en un campo de la exclusiva competencia de las corporaciones fascistas. Mussolini hizo cerrar todas las sedes de la JCI.


La polémica se extendió a todas las ramas de la Acción Católica, entre ellas la FUCI, cuyas actividades fueron saboteadas por militantes fascistas espoleados por la prensa del partido y apoyados por la tácita complacencia del gobierno, que pretendía la desaparición de la organización o, por lo menos, su neutralización. Pío XI –a quien con ello tocaban “la niña de los ojos”– protestó mediante el nuncio Borgongini-Duca ante el ministro italiano de Relaciones Exteriores y puso a la Acción Católica bajo la inmediata protección de los obispos. Ante el nulo caso del gobierno, el Papa publicó –en italiano– la encíclica Non abbiamo bisogno del 29 de junio de 1931, en la que denunciaba el acoso de la Acción Católica por parte de aquél y las continuas violaciones del concordato. El fascismo reaccionó virulentamente al documento y prohibió a los afiliados al partido la pertenencia a la Acción Católica. La ruptura de relaciones entre los signatarios de los Pactos Lateranenses parecía inminente.


El papa Ratti, no obstante, no deseaba ver a Italia sumida en la persecución religiosa que afectaba a Méjico y comenzaba en España por parte de gobiernos hostiles a la Iglesia. Veía en el concordato, a pesar de sus violaciones, una última garantía contra una situación semejante. En septiembre el jesuita P. Pietro Tacchi-Venturi, en nombre del Papa, llegaba a un arreglo con el Duce: ningún miembro de Acción Católica se mezclaría en política ni pertenecería al Partido Popular Italiano y los círculos de la FUCI pasaban a llamarse “Asociaciones universitarias”, dependientes más estrechamente de la dirección general de Acción Católica. Monseñor Montini había sido mantenido al margen de las negociaciones y, por supuesto, experimentó un gran malestar con su resultado.


La crisis de 1931 puso de manifiesto la hostilidad de ciertos sectores de la Curia Romana hacia él y sus métodos. Los problemas vinieron por parte del vicariato de Roma y de los jesuitas. Por un lado, el cardenal-vicario Francesco Marchetti-Selvaggiani nombró capellán el círculo de la Asociación Universitaria romana a monseñor Roberto Ronca, cuya concepción del apostolado estudiantil era opuesta a la del capellán nacional. Por otro lado, la Compañía tenía su propia organización juvenil: la de las congregaciones marianas, con los métodos apostólicos que Montini consideraba superados y que constituía la competidora de la FUCI. Las tensiones creadas y alimentadas por malentendidos e intrigas curiales llevaron en marzo de 1933 a su destitución de su encargo en las Asociaciones Universitarias en forma de relevo de funciones por acumulación de responsabilidades en la Secretaría de Estado.


No era del todo incierto. Monseñor Montini tomó parte –aunque subalternamente– en las negociaciones que llevaron a la firma del Concordato con Alemania (Reichskonkordat) el 20 de julio de 1933 por el cardenal-secretario Pacelli por parte de la Santa Sede y Franz von Papen en nombre del Tercer Reich. En la foto oficial tomada en la ocasión aparece Montini entre los asistentes. El concordato, subscrito cuando aún Hitler no había desplegado la malicia del nazismo en todos sus horrendos alcances, era visto por Pío XI y el cardenal Pacelli como un instrumento válido para no dejar a los católicos alemanes en la total indefensión jurídica (como los hechos demostraron). Por otra parte, Montini comenzó a interesarse por esta época en los asuntos internacionales, gracias al antiguo miembro de la FUCI Guido Guanella, comentarista de política extranjera de L’Osservatore Romano a través de los Acta diurna, recomendado por él al director Giuseppe Della Torre. Guanella manejaba información privilegiada y de primera mano, que fue útil al primer minutante para hacerse una idea práctica de los complicados recovecos de la diplomacia, cuya historia enseñaba desde 1930 en la Pontificia Universidad Lateranense.


Tras su salida de la dirección eclesiástica de las Asociaciones Universitarias, Giovanni Battista Montini se dedicó a publicar algunos textos propios y traducciones y a su pasión por los viajes, que lo llevó nuevamente a Francia y por la Gran Bretaña. Gran parte de 1935 la pasó fuera de Roma por motivos de salud, aprovechando para pasar una temporada en el Bresciano, gozando de las visitas de familiares y amigos. Esta larga ausencia perjudicó, al parecer, su carrera, ya que cuando monseñor Ottaviani fue promovido en diciembre a asesor de la Suprema Sagrada Congregación del Santo Oficio, su puesto como substituto de Asuntos Extraordinarios fue dado a monseñor Tardini y no a él. Dos años más tarde, sin embargo, obtuvo el ascenso que lo colocó en las alturas del poder eclesiástico: el 16 de diciembre de 1937 era nombrado substituto de la Secretaría de Estado para los Asuntos Ordinarios y secretario de la Cifra (es decir responsable del servicio encargado de cifrar y descifrar despachos confidenciales). Tardini lo había recomendado para su puesto al ir a ocupar el de monseñor Pizzardo –creado cardenal por Pío XI– como substituto de Asuntos Extraordinarios.


La jornada del substituto Montini –cuya competencia consistía en las relaciones de la Santa Sede con los grandes organismos de la Iglesia– comenzaba temprano por la lectura de los expedientes que llegaban a su mesa; seguía la audiencia con el cardenal secretario de Estado (que podía durar una o dos horas, según los asuntos a tratar); más tarde tocaba la revisión de los documentos preparados por sus subordinados para corregirlos, firmarlos y elevarlos a la instancia superior; hacia las 11 horas, en fin, era el turno de las audiencias, en las que recibía a cardenales, obispos, diplomáticos, políticos, personalidades y dirigentes de la antigua FUCI. A las 2 de la tarde sonaba la hora de la comida y finalizaba su trabajo en la Secretaría de Estado. Esta rutina iba a cambiar bien poco en los años sucesivos.


Sólo fue rota por algunos acontecimientos importantes, como el XXXIV Congreso Eucarístico Internacional de Budapest, que tuvo lugar en mayo de 1938 y al que asistió acompañando al cardenal-secretario de Estado, que acudía como legado a látere de Pío XI. Pacelli tuvo un discurso inaugural en el que denunció a los perseguidores de la Iglesia, refiriéndose claramente a la Unión Soviética y a la Alemania nazi (que acababa de anexionarse Austria mediante el Anschluss). El substituto escribió entusiasmado: “Nuestro cardenal ha dado una magnífica impresión”, lo que traslucía su personal admiración, la que no se desmintiría jamás, ni siquiera en los momentos de prueba.


El 10 de febrero de 1939 se produjo la muerte de Pío XI, a la que asistieron su cardenal-secretario de Estado y los dos substitutos. En el cónclave que siguió resultó elegido –como era previsible y como deseaba el difunto Achille Ratti– Eugenio Pacelli, que tomó el nombre de Pío XII. El contacto entre el nuevo papa y Montini se hizo más estrecho, aun cuando entre uno y otro se interpuso un nuevo secretario de Estado en la persona del antiguo prefecto de la congregación del Concilio, el cardenal Luigi Maglione, que iba a dirigir la diplomacia y política pontificias durante la mayor parte de la Segunda Guerra Mundial hasta su muerte en agosto de 1944.


A pesar de las solemnes advertencias de Pío XII y de su admonición de que “nada se pierde con la paz; todo puede perderse con la guerra”, estalló ésta en septiembre de 1939. Si el Papa no pudo evitarla, sí quiso paliar de algún modo sus horribles consecuencias para muchas de sus víctimas, creando al efecto el Servicio Vaticano de Informaciones, que tenía como objeto poner en contacto a los prisioneros de guerra e internados civiles con sus familiares. Esta importante oficina fue puesta bajo la dirección de monseñor Montini, el cual también colaboró activamente con la red de ayuda material consistente en víveres y dinero, confiada a la gobernanta del Papa, sor Pascualina Lehnert.


Montini fue testigo de excepción del celo pastoral de Pío XII cuando el 19 de julio de 1943, poco después del bombardeo del barrio romano de San Lorenzo, le indicó que sacara todo el dinero de la caja fuerte del despacho papal y lo acompañara en coche hasta el epicentro del desastre. Allí se mezcló el obispo de Roma con sus diocesanos golpeados por el cruel infortunio, repartiendo entre ellos sentidas palabras de consuelo, bendiciones y la ayuda material que pudo acopiar. La imagen del Papa con la blanca sotana rota y manchada de sangre y una expresión de hondo dolor y compasión en su rostro quedó grabada en quien por ese tiempo empezaba a ser considerado como un eventual digno sucesor. En efecto, el trato frecuente de Montini con los embajadores de las potencias aliadas refugiados en el Vaticano le ganó el aprecio de éstos, en especial del representante británico D’Arcy Osborne.


El período de guerra fue implacable con todos y también se cebó en Giovanni Battista Montini, que perdió en 1943 a sus padres y vio deportar en 1944 a tres de sus amigos a Alemania, donde uno de ellos –Andrea Trebeschi– murió internado en el campo de concentración de Gusen. A la muerte del cardenal-secretario Maglione, decidió Pío XII no nombrar un sucesor. Los dos substitutos volvieron así a depender directamente de Pacelli. Se abría así un decenio de especial colaboración, durante el que Montini, en virtud de sus funciones, se convirtió en el intérprete oficial del pensamiento del Papa, que, concentrándose mayormente en los asuntos exteriores, le dejó en buena medida los asuntos internos italianos. En materia política y sindical, por ejemplo, Montini se mostró partidario de organizaciones oficialmente independientes de la Iglesia, en nombre de la autonomía del laicado, pero dirigidas por católicos de solvencia intelectual y moral (sobre los cuales se pudiera eventualmente influir).


Esta relativa libertad de acción llevó a Montini a cometer ciertas imprudencias, una de las cuales fue una especie de preludio de la Östpolitik vaticana que, como papa, habría de poner en práctica. Mantuvo, en efecto, contactos con autoridades del otro lado del telón de acero con el objeto de tantearlas acerca de un suavizamiento de la penosa condición de los creyentes, perseguidos por razón de su fe en los países comunistas. Hasta dónde llegaron estos contactos, no se sabe a ciencia cierta, pero un escándalo de proporciones le salpicó cuando un monseñor jesuita de la Secretaría de Estado –Alighiero Tondi– fue descubierto como agente secreto del espionaje comunista.


Es improbable que en esa traición tuviera que ver Montini, pero parece que afectó su carrera. Algunos atribuyen a este asunto el que no fuera creado cardenal en el consistorio de 1953, pero el proprio Pío XII en una alocución del 12 de enero de ese año anunció que sus dos más inmediatos colaboradores habían declinado la púrpura (cosa corroborada más tarde por monseñor Tardini). En lugar del capelo, el Papa les concedió el título de pro-secretario de Estado a cada uno de los substitutos en su respectiva esfera. Aun así, dos años más tarde, Giovanni Battista Montini partía del Vaticano para regir la arquidiócesis de Milán, en lo que muchos vieron un exilio, según el axioma promoveatur ut amoveatur (“que se le ascienda para quitarlo de en medio”). Pío XII lo había preconizado para la sede ambrosiana el 1º de noviembre de 1952, como sucesor del fallecido cardenal Ildefonso Schuster, OSB. El 12 de diciembre siguiente recibió la consagración episcopal no por el Papa (que se encontraba seriamente enfermo), sino por el cardenal decano Eugenio Tisserant, asistido por monseñor giacinto Tredici, obispo de Brescia, y monseñor Domenico Bernareggi, vicario capitular de Milán. Pacelli quiso, no obstante, homenajear a Montini, dirigiendo a la concurrencia una alocución que fue transmitida por radio y en el curso de la cual dijo que el nuevo arzobispo era su “regalo personal a Milán”.


El pontificado del arzobispo Montini en Milán le dio una experiencia pastoral muy valiosa y parece haber sido éste el verdadero propósito de Pío XII, que siempre extrañó la labor de pastor. El nuevo prelado se preocupó igualmente por construir iglesias como por la promoción social de los más desfavorecidos. Impulsó nuevamente la Acción Católica según sus criterios renovadores y favoreció el diálogo con la cultura contemporánea. Las homilías y discursos del prelado tuvieron un amplio eco y sus viajes al extranjero contribuyeron a que se le conociera en los más importantes ámbitos eclesiásticos, de modo que, ya antes de morir Pío XII se le consideraba un deseable sucesor. Salvo que no era cardenal…


Pero el 28 de octubre de 1958 era elegido nuevo papa el cardenal Angelo Giuseppe Roncalli, patriarca de Venecia, el cual no tardó en hacer del arzobispo Montini un príncipe de la Iglesia, elector y elegible. En el consistorio del 15 de diciembre, menos de dos meses de su exaltación al Sumo Pontificado, Juan XXIII lo creó cardenal presbítero de los Santos Silvestre y Martín ai Monti.


El cardenal Montini supo jugar bien sus cartas durante la primera sesión del Concilio Ecuménico Vaticano II (11 de octubre-8 de diciembre de 1962). Apoyó al ala liberal de manera prudente y mantuvo una actitud discreta en el aula para no comprometerse. Al morir Juan XXIII el 3 de junio de 1963, la candidatura de Montini empezó a perfilarse como firme. Por de pronto, recibió la visita del cardenal Francis Spellman (amigo de larga data), quien le informó que podía contar con los votos de los cardenales norteamericanos (cinco estadounidenses y dos candienses). El 17 de junio, tuvo lugar una reunión en el convento de los Capuchinos de Frascati, en la que, además de Montini, estuvieron presentes los cardenales jefes de cinco episcopados: Achille Liénart (Francia), Joseph Frings (Alemania), Leo Suenens (Bélgica), Franz König (Austria) y Bernard Alfrink (Países Bajos). Al parecer estos cinco purpurados anunciaron su franco apoyo al cardenal de Milán. Su candidatura fue puesta a punto en una misteriosa reunión en Grottaferrata, en una villa de propiedad de Umberto Ortolani, gentilhombre de cámara del cardenal Giacomo Lercaro, arzobispo de Bolonia.


Durante el cónclave, que comenzó el 19 de junio, ochenta cardenales debían elegir al sucesor de Juan XXIII. Se necesitaban por lo menos cincuenta y cuatro votos para proclamar un nuevo papa. El nombre de Montini se repitió muchas veces, pero no llegaba a la mayoría necesaria. Los cardenales conservadores, a cuya cabeza se hallaba el proto-diácono Alfredo Ottaviani, le opusieron a su candidato el cardenal Ildebrando Antoniutti (ya que Giuseppe Siri de Génova no había querido entrar en liza, aunque recibió varios votos). Hicieron falta seis escrutinios para que, finalmente, fuera proclamado Giovanni Battista Montini el 21 de junio.


El historiador Yves Chiron, citando en su inestimable libro Paul VI, le pape écartelé un largo pero elocuente pasaje del periodista y profesor de Historia Philippe Levillain (“Le pontificat de Paul VI…” en Paul VI et la modernité dans l’Église, École française de Rome, 1984, p. XVIII), dice:


«La elección de Montini había estado en gran parte determinada por el “sentimiento latente de que la Iglesia se dirigía probablemente hacia una crisis que el concilio había creado y que era necesario, para intentar resolverla, un moderador, con quien cada cual pudiera identificarse. En esta perspectiva, la carrera de Giovanni Battista Montini desempeñó sin duda un papel capital: hombre de curia, pero no representante de la Curia Romana en el sentido estricto del término; próximo a Pío XII (que se había desprendido de él), y reconocido por Juan XXIII, que no escondía el ver en él a uno de sus sucesores, Giovanni Battista Montini encarnaba una síntesis entre pasados […]. El cónclave buscó probablemente un moderador que fuera también un alquimista”».


Sirvan estas palabras de colofón para esta breve semblanza del hombre que se convirtió en Papa hace cincuenta años.



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