―Papá, ¿a qué huele la tormenta?
Sofía, Elena, Gonzalo y Javier llegan al Soto a media tarde acompañados de su madre y se cuelan en el oratorio durante la última meditación del retiro. Las niñas son mayores; lo menos suman 14 años entre las dos. Javier y Gonzalo tendrán 4 y 3 años respectivamente y se sienten un poco cohibidos entre tantos hombres mayores.
―La tormenta huele a tormenta. Así que corriendo al coche que va a llover.
Yo tampoco lo tengo claro: ¿a qué huele la tormenta? Unos dicen que a ozono, otros que a tierra mojada. Yo digo que huele a limpio, a ropa blanca tendida en el campo, a nube espumosa de jabón mágico. La tormenta lava la bruma polvorienta del verano y deja el aire transparente, listo para ser respirado.
Empieza a llover: una gota, dos, cuatro… Ahí se queda todo. Los timbales del trueno dan su último acorde. Mucho ruido y pocas nueces.
Hemos terminado el retiro. Mis chicos ―dos coroneles, un general, algunos juristas, varios informáticos, un catedrático…― se dispersan por la Sierra con un bocata en la cartera y un trina de limón. Como en los viejos tiempos.
Yo me quedo en casa para escribir estas líneas y preparar la meditación y las tres clases de mañana.
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