(424) La muerte cristiana, 9. –en San Esteban

San Esteban -José de Churriguera 1707

–¿Tan peligroso es decir en el mundo la verdad de Dios?

–Pruebe a hacerlo y podrá comprobarlo.

–La muerte de Cristo en la cruz es evidentemente el modelo supremo de la muerte cristiana, como ya lo expuse en el artículo anterior (423). Pero también la muerte de los santos, al ser imágenes de Cristo muy perfectas, son para nosotros revelación y estímulo para conocer y vivir la muerte cristiana. Contemplaremos, pues, la muerte en algunos discípulos de nuestro Señor Jesucristo, comenzando por los primeros mártires.

* * *

San Esteban, diácono

El día de Pentecostés comenzó la predicación apostólica del Evangelio. La inicia San Pedro en Jerusalén. Y en ella dice algunas verdades que para el Sanedrín resultan sumamente inquietantes.

«“Tenga por cierto toda la casa de Israel que Dios ha hecho a Jesús Señor y Cristo, a quien vosotros habéis crucificado… Arrepentíos y bautizaos en el nombre de Jesucristo para remisión de vuestros pecados, y recibiréis el don del Espíritu Santo”… Aquel día se convirtieron unas tres mil almas» (Hch 2,36-41). Días después, habiendo subido al Templo Pedro y Juan, curaron «en el nombre de Jesucristo Nazareno» a un hombre que era tullido desde su nacimiento (3,1-11). Y Pedro predicó de nuevo: «Pedisteis [a los romanos] la muerte para el Autor de la vida, a quien Dios resucitó de entre los muertos» (3,15)… «Muchos de los que habían oído la palabra creyeron, hasta el número de unos cinco mil» (4,4). «Los apóstoles atestiguaban con gran poder la resurrección del Señor Jesús, y todos los fieles gozaban de gran estima» (4,33).

El Sanedrín estaba espantado, viendo que «crecían más y más los creyentes, en gran muchedumbre de hombres y mujeres» (5,14). Decide, pues, encarcelar a los apóstoles, inútilmente, pues aunque les prohíben continuar predicando, en cuanto quedan libres, «no cesaban todo el día de enseñar y anunciar a Cristo Jesús» (5,17-42).

Siete diáconos, ordenados por los apóstoles mediante la imposición de manos, colaboran en la atención de la comunidad cristiana y participan en la misión evangelizadora de los apóstoles, sobresaliendo entre ellos Esteban, que «lleno de gracia y de virtud, hacía prodigios y señales grandes en el pueblo» (6,1-8). Los judíos de cierta Sinagoga entraron en discusión con él, pero «no podían resistir la sabiduría y el espíritu con que hablaba». Sobornaron entonces a testigos falsos, y lo llevaron al Sanedrín, acusándolo de blasfemar contra Moisés, el Templo y la Ley.

«Fijando los ojos en él todos los que estaban sentados en el Sanedrín, vieron su rostro como el rostro de un ángel» (6,9-15). Y el sumo sacerdote lo instó a hablar: «¿Es como éstos dicen?» (7,1).

 

Discurso de Esteban

El discurso del diácono Esteban en el Sanedrín es largo y solemne, pues hace un recuerdo detallado de la historia de la salvación obrada por Dios en Israel, su pueblo elegido:  «Hermanos y padres, escuchad» (7,1-50). Y culmina con las palabras evangelizadoras que le acarrearán la muerte.

«¡Duros de cerviz e incircuncisos de corazón y de oídos: vosotros siempre habéis resistido al Espíritu Santo! Como vuestros padres, así también vosotros. ¿Hubo algún profeta a quien ellos no persiguieran? Mataron a los que anunciaban la venida del Justo, a quien vosotros ahora habéis traicionado y crucificado; vosotros, que recibisteis la Ley por ministerio de los ángeles y no la guardasteis» (7,51-53).

Lapidación de Esteban

«Al oír esto, se enfurecieron y rechinaban los dientes contra él. Esteban, lleno del Espíritu Santo y con los ojos fijos en el cielo, vio la gloria de Dios, y a Jesús, que estaba de pie a la derecha de Dios. Entonces exclamó: “Veo el cielo abierto y al Hijo del hombre de pie a la derecha de Dios”. Ellos comenzaron a vociferar y, tapándose los oídos, se precipitaron sobre él como un solo hombre. Y arrastrándolo fuera de la ciudad, lo apedrearon. Los testigos se quitaron los mantos, confiándolos a un joven llamado Saulo. Mientras lo apedreaban, Esteban oraba, diciendo: Señor Jesús, recibe mi espíritu”. Después, poniéndose de rodillas, exclamó en alta voz: “Señor, no les tengas en cuenta este pecado”. Y al decir esto, se durmió. Saulo aprobaba su muerte» (7,54-60).

Nueva persecución contra la Iglesia

«Ese mismo día, se desencadenó una violenta persecución contra la Iglesia de Jerusalén. Todos, excepto los Apóstoles, se dispersaron por las regiones de Judea y Samaría. Unos hombres piadosos enterraron a Esteban y lo lloraron con gran pesar. Saulo, por su parte, perseguía a la Iglesia; iba de casa en casa y arrastraba a hombres y mujeres, llevándolos a la cárcel» (8,1-3).

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Destaco algunos aspectos principales de esta historia que tuvo –y tiene– una transcendencia tan grande para la Iglesia.

Esteban cree que la cruz salvadora, como afectó a Cristo, ha de ser también vivida por todos los cristianos. «Si el mundo os odia, sabed que me odió a mí primero que a vosotros… No es el siervo mayor  que su señor. Si me persiguieron a mí, también a vosotros os perseguirán» (Jn 15,18-20). La exégesis viva que, por obra del Espíritu Santo, hace Esteban de estas palabras de Cristo, expresa ya en el nacimiento mismo de la Iglesia la verdad martirial de la vida cristiana. Él es entre los discípulos del Salvador el protomártir, el primer mártir cuyo testimonio marca para siempre la doctrina de la Iglesia sobre la vida y la muerte de quien quiera vivir de Cristo. Su ejemplo será entendido en la historia por muchos millones de mártires cristianos como la auténtica exégesis de las palabras de Cristo: «Quien quiere salvar su vida, la perderá. Pero quien quiere perder su vida por mi causa, la salvará» (Lc 9,24).

Esteban da testimonio de la verdad de Dios, sabiendo que ocasionará su muerte. Él sabe que no hay en el mundo ninguna acción más peligrosa que decir la verdad. La razón es simple: «el mundo entero yace bajo el poder del Maligno» (1Jn 5,19), que «es mentiroso y padre de la mentira» (Jn 8,44), y por eso encender la luz del Evangelio en medio de las tinieblas del mundo es arriesgar gravemente la propia vida. Esteban lo sabe por la palabra y el ejemplo de Cristo: «yo he venido al mundo para dar testimonio de la verdad» (Jn 18,37). Padre, «santifícalos en la verdad, pues tu palabra es verdad» (17,17).

Por eso la verdad es frecuentemente silenciada por los cristianos, tanto por los laicos como por los Pastores, consagrados y enviados precisamente para predicar el Evangelio. Pero no hay otro modo que haga posible la glorificación de Dios y la salvación de los hombres. 

* * *

La muerte de Esteban es la misma de Cristo

Muere por decir la verdad: «habéis crucificado al Justo». En mi artículo (251-b), de (26-XII-2013), consideré la relación entre la verdad vivificante, y el mundo que mata a quien la afirma.

Muere por amor a Dios, para glorificar a Cristo, su Hijo enviado.

Muere por amor a los hombres: arriesga su vida a una muerte cierta y prevista, para decirles la verdad, la única que puede salvarlos de la cautividad del padre de la mentira y de la condenación eterna.

Muere entregando a Dios su espíritu. «Jesús, dando un fuerte grito, dijo: “Padre, en tus manos entrego mi espíritu”» (Lc 23,46). Y Esteban: «Señor Jesús, recibe mi espíritu».

Muere intercediendo por los pecadores. No siente hacia ellos rabia, sino pena, una inmensa compasión: «Señor, no les imputes este pecado. Y diciendo esto, murió».

* * *

La muerte de San Esteban, dolorosa por la lapidación, es un éxtasis de gozo inefable. «Lleno del Espíritu Santo y con los ojos fijos en el cielo, vio la gloria de Dios, y a Jesús, que estaba de pie a la derecha de Dios. Entonces exclamó: “Veo el cielo abierto y al Hijo del hombre de pie a la derecha de Dios”».

José María Iraburu, sacerdote

Índice de Reforma o apostasía

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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