El rey de un país lejano anunció una visita a una de sus regiones. La misma era muy conocida tanto por sus viñedos como por la calidad de sus caldos.
Las autoridades de la zona, pensando en obsequiar al monarca con un magnífico regalo, rápidamente convocaron a todos los bodegueros. Había que proveer a su majestad de una barrica del mejor vino. Y, ¿cuál era este, si todos eran excelentes?
Aquí empezaron las discrepancias entre los afectados. Se inició un tira y afloja (con más tiras que aflojas, a decir verdad) y un fuerte debate que corría el riesgo de avinagrarse. Porque, ¿cuál era el mejor vino?
Todos querían que el tonel elegido fuera el de su bodega.
¿Destilaban generosidad, afán de protagonismo, pura estrategia de mercado?
Las autoridades (que no querían que la decisión les salpicara: las manchas de vino son difíciles de quitar) optaron por una solución salomónica: el barril para su majestad se rellenaría con una jarra de vino de cada bodeguero.
Dicho y hecho: una hermosa barrica de roble, acompañada de un bello jarro de cerámica artesanal, fue transportada, en una carreta tirada por un caballo, por todas las localidades de la región.
En cada una de ellas, cada bodeguero vertía su correspondiente aportación.
Llegó, al fin, el día de la visita real.
El sol brillaba radiante, que dirían los cronistas. O hacía un calor de espanto, que diríamos tú y yo: se caían los pájaros.
Todos los bodegueros estaban presentes, próximos a la tribuna principal, junto a las autoridades de la región. En cuanto llegase el rey y tras los saludos de rigor, se procedería al acto de entrega de la barrica y el artesanal jarro.
Y así fueron las cosas, yendo a lo que nos ocupa:
El monarca se mostró conmovido ante un obsequio tan compartido y colectivo. ¡Su pueblo le amaba! Y él amaba a su pueblo.
El rey, tras mostrar su gratitud con hermosas palabras, rompiendo todo protocolo, solicitó probarlo allí mismo; brindaría y bebería un poco de tan generoso caldo, que pidió se vertiera en la artesanal jarra cerámica.
El monarca recibió el jarro y, entre aplausos, lo alzó en homenaje de gratitud y reconocimiento a tan generosos anfitriones.
Tras acercarlo a su boca… pasó un mal trago: ¡Aquello era agua!
¿Qué había ocurrido?
Simplemente que cada bodeguero de la región, cuando fueron a recoger su vino, pensó: ya que mi entidad no va a ser protagonista en el evento, no voy a ofrecer gratuitamente mi mejor caldo. Somos muchos los que hemos de llenar la barrica y ¡no pasa nada porque la parte que yo vierta sea agua pura y cristalina! Una jarra en nada afecta a todo un tonel.
El problema es que todos pensaron lo mismo… Y vaya que sí pasó.
No nos perdamos en el análisis. Simplemente te dejo formulada una pregunta, que yo también me hago:
Cuando llega la ocasión, ¿ofrezco siempre mi mejor vino o alguna vez escurro el bulto? “¡Por uno que eche agua que más da!” “¡No voy a ser ni agradecido ni pagado”!
Piénsalo y respóndete. Mójate.
Hablábamos de vino (y de agua) y mira por dónde me viene a la memoria lo que decía la Madre Teresa: “A veces sentimos que lo que hacemos es tan solo una gota en el mar, pero el mar sería menos si le faltara esa gota”.
José Iribas, en dametresminutos.wordpress.com.
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