Al día siguiente, llegué a León invitado por varios neocatecumentales. Cuando acabé la conferencia (que trató de las siete copas de la ira del Apocalipsis) y di paso a las preguntas, una señora a la que no se le pasó el micrófono, comenzó a gritar enfadada: Esta conferencia se podría haber dado en la Edad Media. Ha sido una conferencia medieval. Todo el rato repetía eso.
No me conocía, porque a un filomedievalista como yo tales comentarios no me ofendían para nada, más bien al revés.
Después, esa señora comenzó a decir que dónde estaba el Dios Amor del Evangelio y lugares comunes de ese tipo. Dejé que se desfogara.
Pero al cabo de un rato, le dije: Muy bien, ya ha manifestado su opinión. Ahora déjeme contestarle. Y eso que no había hecho ninguna pregunta, salvo que el enfado cuente como una pregunta. Al cabo de unos instantes más, me di cuenta de que esa señora estaba fuera de sí y que iba a estar interrumpiendo todo el rato. Así que le dije: Señora, si no me deja responderle, voy a pedir que le saquen fuera de la sala.
La señora siguió gritando sin ninguna intención de parar. Así que sin alterarme lo más mínimo, con frialdad, le indiqué al organizador que la sacaran fuera. Fue uno de esos momentos en que sentí un placer especial. Por un momento supe qué sentía Al Capone cuando ordenaba: Sacadlo de aquí, chicos. Ah, y manifestadle mi agradecimiento personal por haber venido.
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