LA ANUNCIACIÓN DEL SEÑOR
¿Cómo fue María? ¿Cómo fue Gabriel? ¿Cómo fue aquella aurora resplandeciente para los hombres? ¿Cómo vino el sol tan callandito y se hizo de día sin que los hombres lo supieran? ¿Cómo fue Gabriel?
¿Imagináis? Es verdad que en los pintores del Renacimiento, como en el veneciano Pennacchi, vemos a María reclinada sobre silla de oro, vestida de seda y de brocado, en estancia lujosa a cuyo fondo se desvanece una perspectiva urbana de pináculo y perros fugitivos. Gabriel, en estos cuadros, despliega la gloria de sus alas, llenando la estancia mientras están frescas las azucenas del búcaro, que —como en casi todas las catedrales españolas—, son el símbolo de la pureza de María y el recuerdo cristiano de este momento. Gabriel abre su mensaje, sobre la filacteria, donde caracteres aún góticos dejan ante nuestros ojos las palabras mágicas: “Ave María, gratia plena…”.
Pero ¿fue así de veras? Lástima que la ley mosaica prohibiese pintar y esculpir imágenes, lo que ha hecho imposible la existencia de una iconografía contemporánea de nuestra Madre. ¡Si ni siquiera tenemos el rostro de María! En las catacumbas de Priscila, de principios del siglo II, está la más antigua imagen de María. Pero en tal estado que apenas si se advierte la figura de María sentada, con el Niño en brazos, morena la piel, las líneas suaves y las cejas pobladas.
En las mismas catacumbas está también la primitiva representación del gran momento. Y censurada por San Juan Crisóstomo, a quien no gustaba que el ángel fuese sustituido por un joven, porque tal restaba sobrenaturalidad a la escena. Un curioso libro del padre Interiam de Ayala, publicado en 1730, señala otros errores, como el herético de Valentino, en el que un cuerpecillo baja al seno de María en el raudal de luz celeste, y critica los fondos de palacios suntuosos, las vestiduras sacerdotales o la avanzada edad del ángel, así como la falta de equilibrio religioso o de dignidades en la escena.
Buscad, si queréis, en la historia de la pintura, de la escultura, de la miniatura… En los museos de antiguas ropas sacras y en las colecciones de miniaturas. En todo tiempo, y sobre todo durante el gótico y el románico, la Anunciación es el tema más querido de los artistas. Desde las grutas de Brudisi, del siglo XII, hasta hoy. Llenando el cántaro en la fuente, como en el díptico de Bugatti, o con anteojos y rezando el rosario, que pone a la Señora un pintor andaluz. En las planas y devotas pinturas del Giotto y Fra Angélico, de fray Lippi, de Cosa, de Ferrer Bassa, de Van Eyck…
Pero más nos gustan esas devotas y simples Anunciaciones que en los retablos levantinos anónimos, en los pórticos de las catedrales, en los remates de las columnas de los claustros, reviven la gran escena con la simplicidad admirable de una devoción fervorosa.
Pero… ¿cómo fue María? ¿Cómo fue Gabriel?
Bien sabemos que no había reclinatorios de oro, sino esterillas para el suelo, el suelo de tierra apisonada, endurecida, si acaso con algunas losas de piedra. Bien sabemos que no había estancias lujosas, sino una habitación interna, sin luz, o acaso el patio interior de la casa de Moría, con un brocal para el pozo, una parra para el sol y un poyo de piedra para el cansancio. Bien sabemos que no había perspectiva de pináculos y torres, ni senderos floridos de setos, sino, en todo caso, la sencilla visión de una callecita aldeana, con gallinas picoteando al sol, balidos lejanos, niños jugando en la tierra, el paso alegre de unas muchachas o el cansino y lento caminar de unos bueyes camino de la fuente comunal.
“El ángel entró a donde ella estaba…”.
Sí. María estaba en su estancia, seguramente ese cuartito escaso de luz donde resplandecería misteriosamente la figura de Gabriel, correo de Dios. Como varón, igual que se presentó a Daniel en Babilonia. Su luz, sin duda, hizo ver a María, junto a las palabras, que aquél era un enviado de lo Alto.
María tenía su corazón lleno de la esperanza del Mesías. Había decidido consagrarse a la oración. Dar a Dios su virginidad total a cambio de que Yahveh apresurase el envío del que habría de redimir a los hombres. ¡Los hombres! ¡Qué triste y larga historia de caídas, de cobardías, de suciedad, de blasfemias, de idolatría, de pecado, de lodo, de pobre miseria humana! Desde el día triste en que Adán y Eva pierden el favor del Creador, los hombres esperan que una mujer quebrante la cabeza de la serpiente. Los profetas han ido trayendo retazos de esperanza. Han indicado dónde nacerá y de quién, de qué familia, y cómo ha de morir, y cómo han de jugarse los hombres sus vestidos. La esperanza del mundo ha ido haciéndose más intensa, más dolorosa, a medida que los hombres mismos han ido cayendo cada vez más abajo por el camino abrupto de las cobardías y las traiciones a la Ley.
Sobre este mundo corrupto, en cada generación un puñado de hombres buenos montan la guardia de la esperanza. Muchos morirán sin ver el gran día. Pocos podrán tener la suerte de Simeón, a quien el Espíritu ha revelado que no morirá antes de haber visto al Ungido del Señor. Pero la esperanza se ha conservado intacta, de corazón en corazón, como en relevos, hasta llegar a este día. La Doncella piensa en los libros, medita los salmos de su antecesor, el profeta y rey David, madura su corazón en lenta espera. María no espera al Salvador como a caudillo político, a cabeza de rebelión contra Roma. No ve en él, simplemente, un mejorador de la existencia humana del pueblo elegido. Sabe que esta salvación ha de ser total, definitiva, eterna. Zacarías, Ana la profetisa, Simeón, han tenido indicaciones de que el tiempo está ya cercano. Y María, que nace limpia de pecado, elegida ya desde siempre por la voluntad del Padre, está siendo cultivada por Dios mismo en esta ansia de ser mediadora, de ser holocausto, de ser tierra madre donde la semilla de Dios ha de germinar, para que crezca Jesús-Arbol, a cuya sombra el mundo tendrá sentido y la Redención pesará sobre sus secas ramas en forma de cruz. Dios mismo es quien hace nacer en el corazón de María la decisión de consagrarse. De ser santa, tabernáculo, primera custodia que mostrará a los hombres la redondez blanca de Cristo.
¿Imagináis, pues, con qué mesurada ansiedad estaría María dispuesta para algún desconocido signo que le mostrase, al fin, la voluntad de Yahveh? ¡Cómo sería remanso, para que en aguas plácidas se reflejase complacido el rostro del Padre! ¡Cómo sería silencio, para que la voz esperada resonase claramente! ¡Cómo sería “sí” para ayudar al Padre en la gran redención de los hombres!
María, llena de suspiros.
Pero un rosal necesita apoyo. Necesita muro que le guarde de los vientos, de la cellisca y de la nieve. Hacía falta el muro. Hacía falta José. María y José se desposan. José será la sombra ancha y fuerte que necesitarán María y Jesús. Ambos, José y María, han decidido vivir juntos su vida de virginidad. Dice Williams que “la vida oculta de Jesús influía ya de antemano en María y José”. Y así, tras la apariencia ordinaria de unos desposorios vulgares, se escondía nada menos que la preparación del hogar de Jesús,
Es en este momento —sexto mes tras la noticia de la concepción de Isabel— cuando Gabriel es enviado por el Señor “a una ciudad de Galilea, llamada Nazareth, a una Virgen que estaba desposada con un varón llamado José, de la casa de David”. Es ahora cuando María está en su cuarto, recogida en silencio y soledad, como un álamo suspirante de pájaros. Y Gabriel, hecho ascua de luz, delante de la doncella, da sus palabras de fuego y de sonrisa.
¿Cómo fue, María? ¿Cómo fue, Gabriel?
Vendría el ángel vestido de impaciencia. Traía, como flechas en aljaba, las palabras de Dios que disparar al corazón esperante de María. Vendría vestido de prisa y con el vestido rojo del amor. Con la sonrisa misma del Padre: “ve a Ella y sonríele de esta manera.” ¿Verdad que podemos pensar, enamoradamente, en cómo el Padre instruiría a Gabriel, en cómo le enseñaría a decir las tremendas palabras del saludo, de la felicitación, de la promesa y de la responsabilidad?
“¡Salve, llena de gracia, el Señor está contigo!”
Tú ya sabes, María, que eres llena de gracia. Es el tuyo, Señora, un conocimiento exacto, rotundo, sin pizca de vanidad humana, con plena conciencia de lo que eres. Tú ya sabes que el Señor está contigo, porque seguro que has venido sintiendo estos años su presencia, porque de algún modo Él tiene que haber estado en contacto contigo, aunque sólo sea convirtiendo tu oración en misterioso diálogo. Tú ya sabes que eres la única criatura a quien Dios pueda saludar así, porque, desde Adán, ningún ser humano ha estado lleno de gracia y ha poseído al Señor comoTú.
“Ella se turbó por tal lenguaje y consideraba qué podía significar aquel saludo…”
No era, no, un susto de los sentidos. Era ya el presentimiento del gran momento. María se sabe de Dios, pero ¿qué es lo que habrá de exigirla? ¿Cuál será su voluntad? Ni aun María, criatura del Padre desde su concepción sin pecado, es capaz de imaginar los planes de Dios. Por esto se turba María; esta es la dirección del “consideraba”. Pensar en qué manera, Señora, vas a ser utilizada para la Redención, es algo, sin duda, esperado y, sin embargo, capaz de turbar incluso esta alma tuya, que no ha de sentir nunca las oleadas de los hombres. Pero he aquí que ya está el Padre previniendo con exquisito, con delicado amor, el pasmo de María:
“No temas, porque has hallado gracia delante de Dios.”
No temas, Señora. ¿Recuerdas ahora las palabras de Isaías?
“El pueblo que andaba entre tinieblas y sombras de muerte ve una luz potente. A los que moraban en el país de oscuridades de muerte les brilla una luz. Tú multiplicas el pueblo y aumentas su alegría… Porque nos ha nacido un niño y se nos ha dado un hijo; sobre sus hombros descansa el señorío…”
María, absorta, tiene ya su corazón en calma. Sabe que es Yahveh mismo quien habla por boca del ángel, y que sus palabras están anunciando su destino, están diciéndole lo que se espera de Ella. Aún antes de que el ángel termine de hablar, María está diciendo que “si” con los ritmos de su corazón. Pero Gabriel sigue:
“Mira, vas a concebir y dar a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. Será grande y será llamado Hijo del Altísimo. Dios, el Señor, le dará el trono de su padre David; reinará en la casa de Jacob eternamente y su reino no tendrá fin.”
Este es el momento, el gran momento por el que han suspirado los siglos. Las profecías ya tienen sentido y las Palabras empiezan a encajar en sus sitios como ladrillos de un muro. La esperanza misma tiene nombre. Se llama Jesús y viene por los caminos de María, doncella de Nazareth.
Fuera de esta estancia, ya comprendéis, todo sigue igual. Las gallinas siguen picoteando al sol, jugando los niños en los charquitos de la calle, lejanos los hombres negados al misterio, encerrados, bobos ellos, en su prisa, su olvido, su risa y su ignorancia. No ha pasado nada fuera de esta estancia. No ha habido lluvia de estrellas, ni se ha incendiado una zarza, ni el sol ha girado en sí mismo, ni se ha eclipsado la luz. Los hombres, bobos ellos, no saben que la Luz ha venido a este mundo. Que la Luz está ya en este mundo, aunque este mundo no la conocerá sino demasiado tarde para advertirla en sí misma.
Pero aún María querrá allanar los caminos. Y pregunta a Yahveh mismo, a través de Gabriel, con la sencilla admiración de su pureza:
—¿Cómo se efectuará esto, pues yo no conozco varón?”
—”El Espíritu Santo descenderá sobre ti —dice el ángel, explicando lección de teología, aunque casi no hace falta— y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por eso lo santo que nacerá de ti será llamado Hijo de Dios. Y mira, también Isabel, tu pariente, ha concebido un hijo en edad avanzada, y éste es ya el mes sexto para ella, que es considerada como estéril. Porque para Dios no hay imposibles.”
María quiere saber. Saber cómo vendrá a Ella este Hijo misterioso. No es duda del poder omnímodo de Yahveh. Es el deseo, como dice algún comentarista, “de instrucción más precisa”.
Y entonces María dice su palabra. Para los tiempos de los tiempos, esta será “la palabra” de María. Esta será la palabra que simbolice la aceptación gozosa de la voluntad de Dios: “Hágase.” Es el “sí” de la Señora, el “sí” que el mundo espera anhelosamente en medio de su desconocimiento. Los justos que esperan resurrección al paraíso, los hombres de las generaciones precedentes, contienen un momento el aliento para escuchar la voz sencilla y cálida de María, la voz que va a allanar de veras los caminos de Dios:
—”¡He aquí la esclava del Señor! ¡Hágase en mí según tu palabra”
A la gozosa hora del mediodía, cuando huele a pan caliente y horneado, cuando los niños gritan a la salida de los colegios; cuando los bronces de los relojes dan la letanía de las horas; cuando el sol está más arriba, millones de hombres, a lo largo de los siglos, van a repetir en la emocionante plegaria del Angelus las palabras de María. Dios mismo no ha querido forzar las cosas. ¿No ven los fatalistas, los deterministas, los que pretenden negar la libertad humana, que Dios mismo necesita el “sí” del hombre para hacer su obra sin violentarle? ¿No ve el gran respeto del Padre por sus criaturas, cuando hasta su enviado espera la aceptación de esa muchacha de Nazareth para redimir al mundo? En aquel momento, María, con su “hágase”, se abre como camino para que las cosas tengan sentido. Para que el hombre pueda reconciliarse con la herencia perdida y la historia se parta en dos.
“Hágase”. La misteriosa palabra de María en la Anunciación.
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