La súplica de la mujer cananea


“Mi casa es casa de oración y así la llamarán todos los pueblos”, dice el Señor por medio del profeta Isaías (cf Is 56,1.6-7). El pueblo elegido aparece como centro de reunión de todas las naciones, llamadas también a la salvación. Sin menoscabo de la elección de Israel, la voluntad salvífica de Dios es universal, ya que Él “quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tim 2,4).


Jesucristo es la Luz, la Salvación y la Gracia. Su presencia es la presencia misma de Dios en medio de su pueblo para sanar, resucitar y dar vida a los hombres. La petición de la mujer pagana, que se dirige a Jesús para implorar misericordia: “Ten compasión de mí, Señor Hijo de David”, “Señor, socórreme”, es escuchada finalmente por Jesús, que reconoce la gran fe de la mujer y le promete el cumplimiento de su deseo (cf Mt 15,21-28).


Con su actitud insistente la mujer cananea expresa que Dios no es avaro en su salvación, sino que la regala en abundancia. Nada se le quita a los hijos de Israel, a quienes en primer lugar se dirige Jesús, si los bienes de la salvación se reparten también a otros. La misión del Señor no puede entenderse de manera exclusiva, sino universalmente. Él ha venido para que todos tengan vida y la tengan en abundancia (cf Jn 10,10).


La presencia salvadora de Cristo continúa en la historia por medio de la Iglesia, fundada por Él y animada por el Espíritu Santo. La Iglesia, constituida por pueblos de toda raza y cultura, es, en Cristo, el sacramento universal de la salvación, el signo y el instrumento de la unión de los hombres con Dios y de la unidad del género humano (cf Lumen gentium, 1).


De aquí proviene, como recuerda Benedicto XVI, “la gran responsabilidad de la comunidad eclesial, llamada a ser casa hospitalaria para todos” (17-8-2008). Como enseña el Concilio Vaticano II: “Todos los hombres son llamados a esta unidad católica del Pueblo de Dios, que simboliza y promueve paz universal, y a ella pertenecen o se ordenan de diversos modos, sea los fieles católicos, sea los demás creyentes en Cristo, sea también todos los hombres en general, por la gracia de Dios llamados a la salvación” (Lumen gentium, 13).



La súplica de la mujer cananea a favor de su hija es vista por San Agustín como una figura de la Iglesia, que no deja de interceder por sus hijos “porque se la llama madre de todos los hombres que la componen y estos llevan, por lo mismo, el nombre de hijos”. Cada uno de nosotros debe unirse a esta intercesión de la Iglesia para que todos, conociendo a Cristo, encuentren el camino, la verdad y la plenitud de la vida.


Guillermo Juan Morado.




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