Ayer acosté yo a Rodrigo. Estaba inquieto. Pero a pesar de sus cinco mesecitos, rezamos a la Virgen un avemaría para darle gracias por el día y pedirle que nos ayudase a pasar buena noche.
Después tocaba silencio, chupar con ganas la chupeta y taparse la carita con el paño naranja del conejito mientras cerraba ya los ojitos. Esta es la rutina habitual. Pero ayer no se dormía. Estaba inquieto.
Imaginé que podría ser hambre, últimamente no come bien, pero rechazó el biberón reiteradamente. "Será calor", pensé. Y puse el ventilador para que le llegase un chorrito de aire. Nada. Le canté, le acuné, le puse cerca la abeja de peluche que canta nanas... Todo inútil. Así que terminé por cogerlo en brazos. Al instante, eructó. Con fuerza. Jugué un ratín con él, y lo devolví a la cuna.
Se durmió.
Había acudido ya a Javi, su ángel de la guarda, para que me echase un cable. De modo que le di las gracias por sugerirme que le cogiera. Y me quedé acostado a su lado.
Durante media hora, o más, no sé bien, estuve contemplándole. Sin pensar en nada. Sólo mirándole. Vi fragilidad. Y me supe impotente, incapaz. Al cabo de un rato yo dormiría. Y sería el primer momento de toda la larga jornada en que nadie permanecería en vela por él. Estaba a punto de quedarse solo, abandonado de los suyos; aunque me tuviera físicamente a escasos centímetros. Y me crujió el alma de rabia.
Llorará, sin duda, pidiendo mi auxilio. Y me hallará. Pero tendré que venir a la carrera desde no sé dónde. Probablemente tarde. Notará mi ausencia, que no estaba ahí. Porque a lo largo del día, aunque se queda a veces solo en la habitación y yo tardo en oír su reclamo, él sabe que mi demora no es negligencia ni abandono; que se debe al ruido que se interpone entre ambos: sabe que estoy a la escucha.
No me acuerdo cuándo fue la última vez. En un cajón, junto a la cabecera de mi cama, tengo un frasco con agua bendita. Ya rancia por los años que lleva almacenada y postergada. Mojé los dedos y santigüé a mi niño. E imploré a Dios que me lo cuidase con suma diligencia, pues yo no podía hacer más. Y, ya iba a guardar el bote, cuando sentí que yo también debía marcar mi cuerpo con la señal de la Cruz. Y es que, repentinamente, me hallé yo también inerme y expuesto. ¿Por qué, si pedía a Dios su vigilia para con mi hijo, no pedirla también para mí? Recordé aquellos años en que le utilizaba con frecuencia. Y rociaba la cama también mientras pedía: "que este agua bendita sea para nosotros salud y vida".
Supe que había sido mi ángel custodio el que azuzaba mis recuerdos para que regresara a esa consciencia íntima y cierta de que yo no era más que el niño pequeñito de Dios. Sí, es necesario saberse y sentirse muy niño para ser plenamente papá.
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