El anuncio de la pasión muestra que el Señor acepta cumplir hasta el final el plan salvador de Dios; un designio que se orienta a la vida, a la resurrección, pero que incluye también el padecimiento y la cruz (cf Mt 16,21). La palabra de Dios encuentra en el mundo rechazo y, en ocasiones, se convierte para quien la proclama en motivo de burla, de oprobio, de desprecio (cf Is 20.7-9). Jesús, que es la Palabra hecha carne, ha de asumir este rechazo que se plasma en su muerte en la cruz.
La reacción de Pedro: “¡No lo permita Dios, Señor! Eso no puede pasarte” (Mt 16,22) expresa el desconcierto no solo del apóstol, sino de cada creyente cuando ha de confrontarse con el misterio de la cruz. ¿Por qué la cruz?, ¿por qué Dios permite el sufrimiento y la muerte del Inocente? En definitiva, ¿por qué los planes de Dios no son los nuestros ni sus caminos nuestros caminos?
A la luz de la Resurrección se comprende mejor que “si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto” (Jn 12,24). El amor de Dios, que no se deja vencer por el odio, por el pecado y por la muerte, sino que en cierto modo los asume para vencerlos, es un amor fecundo que da frutos de regeneración y de vida.
Jesús nos propone a cada uno de nosotros recorrer, detrás de Él, el itinerario que Él mismo abre: “El que quiera venirse conmigo que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga” (Mt 16,24). Posponer las propias expectativas humanas es necesario para ser discípulo de Cristo. Como explica Benedicto XVI: “La cruz forma parte de la subida hacia la altura de Jesucristo, de la subida hasta la altura de Dios mismo”.
Nada que sea importante se puede alcanzar sin renuncia; tampoco el camino hacia la vida verdadera y la realización de la propia humanidad. La fuente de la alegría es el amor, pero el amor, si es auténtico, resulta costoso: “En último término, la cruz es expresión de lo que el amor significa: solo se encuentra quien se pierde a sí mismo”, comenta también el papa.
La tentación para nosotros puede ser la de seguir solo un poco a Jesús, acompañándolo en alguna de las estaciones del Via Crucis; acaso durante un tramo, pero sin que ese recorrido nos comprometa más de la cuenta. No es esto lo que el Señor pide. Él nos llama a un seguirle totalmente y por completo, yendo hasta el fondo en la lucha contra el pecado y el mal.
San Pablo, en la Carta a los Romanos, nos exhorta a tributar a Dios un “culto razonable” que implica el asentimiento de la mente al Dios revelado en Cristo y que se concreta en la obediencia a su voluntad. Para un cristiano no hay separación entre la alabanza a Dios y la vida moral, sino que nuestras acciones mismas se convierten, por la gracia, en culto tributado al Padre.
De la identificación con Cristo en el camino de la cruz brota asimismo un criterio de discernimiento. Para nosotros no todo vale igual, sino que debemos buscar “lo que es la voluntad de Dios, lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto” (Rom 12,2).
Guillermo Juan Morado.
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