“Dijo Jesús a sus discípulos esta parábola: “El reino de los cielos se paree a un propietario que al amanecer salió a contratar trabajadores para su viña. Después de contratar a los trabajadores por un denario al día, los mandó a su viña. Salió otra vez a media mañana… salió de nuevo al medio día y a media tarde. Salió al caer de la tarde. Vinieron los del atardecer y recibieron un denario cada uno. Quiero darle a este último igual que a ti. ¿Es que vas tener envidia porque yo soy bueno? Así lo últimos serán los primeros y los primeros los últimos”. (Mt 20,1-16)
Estoy seguro que muchos pondrán el acento en “en esas justicias del amor”.
Pagar al de última hora como al que ha aguantado todo el día el bochorno de el calor, no parece, en nuestros esquemas economicistas, muy justo.
Claro, no es lo mismo leer las cosas desde el corazón del Padre que desde el nuestro.
Pero yo me voy a quedar con las distintas invitaciones.
No todos somos llamados a la misma hora.
No todos sentimos convertido nuestro corazón a la misma hora.
No todos somos creyentes desde niños.
También hay invitado de mediodía y media tarde y del atardecer.
Recuerdo que en mi Promoción se dio algo curioso:
Unos ingresaron al seminario tan jovencitos que luego necesitaron dispensa para poder ordenarse.
Otros ingresamos jóvenes, pero con edad suficiente para no necesitar dispensa.
En cambio, mientras unos teníamos trece, catorce años, uno ingresó a los veinticinco, terminada su carrera de violinista. Y se vino con su violín al seminario.
La vida de la gracia de la llamada de Dios es misteriosa:
Unos somos tocados de la gracia de niños.
Otros de jóvenes.
Otros ya de adultos.
Y algunos casi cogidos por los pelos a última hora.
Aún recuerdo aquel abogado que se sintió tocado por la gracia en el Santuario de Fátima a los setenta años y quien confesé entre lágrimas en la Capillita de la Virgen a las cinco de la mañana.
Son muchos los que están sentados en la plaza de la vida:
Porque nadie les anunció el Evangelio.
Porque nadie les llevó la Buena Noticia de la salvación.
Algunos están desde la madrugada esperando.
Otros siguen sentados jugando a las cartas ya casi envejecidos.
Y cada uno es llamado a la “hora de Dios” en sus corazones.
¿No recuerdan el cuento aquel de un sacerdote?
Entró jovencito a la vida consagrada.
Toda una vida de exigencias y fidelidades.
Y tenía un amigo a quien quiso convertir y no lo logró.
Lo llamaba “piel del diablo”.
Se murió “piel del diablo” ya muy entrado en años.
Y al poco murió el sacerdote.
Y ¡vaya sorpresa, casi quiso darse la vuelta y no quedarse en el cielo!
No era posible. Al primero que encuentra es precisamente “a piel del diablo”.
¿Tú aquí?
Y en esto escuchó la voz del Padre que le dice: “sí, tú no pudiste, pero logré convertirlo a última hora”.
Cuentan que, el buen Sacerdote exclamó: ¡vaya, toda una vida de austeridad para que ahora tenga que estar con este “piel del diablo” que vivió como le dio la gana! No te entiendo, Señor.
Nunca me has entendido, porque siempre has creído que mi corazón era como el tuyo. Mi corazón es así, sigo tocando a la puerta hasta que me abran, incluso si tengo que esperar al último suspiro.
Dios nunca tiene prisas. Por eso llama a cualquier hora.
Dios nunca tiene nuestras prisas que nos desalientan.
Dios sabe esperar sin desalentarse.
La gracia siempre es sorpresiva:
Padres, no os desalentéis porque vuestro hijo dice que ya no tiene fe. Esperen.
Sacerdotes, nunca os deis por vencidos.
A donde nosotros no podemos llegar, puede llegar Dios.
Si no nos encontramos en la misa dominical ahora, es posible que algún día nos encontremos en la misa pascual del cielo.
Clemente Sobrado C. P.
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