Después de preparar un par de meditaciones para los cursos de retiro que predicaré a partir de octubre y de escribir a los apóstoles Santiago y San Juan un correo electrónico de 3.200 caracteres para Mundo Cristiano, me pregunto qué más puedo hacer esta mañana.
Sigo en Arona, al sur de Tenerife, y aquí estaré hasta el 6 de septiembre, encerrado en un despacho del que apenas me muevo. Dentro de media hora, Pilar, Santiago y sus hijos vendrán a secuestrarme como el año pasado. Almorzaré en su casa y pasaré revista a la tropa; a los chicos y la pequeña granja de animales más o menos exóticos que se mueven por su chalet. Tendré que ponerme las gafas de sol y el sombrero Panamá para que no me riña la dermatóloga.
Luce el sol como todos los días, y la luz deslumbradora de esta isla se cuela por los rincones más inaccesibles.
He salido a dar un paseo y a escuchar a los paisanos. Me encanta la música y la letra de los que conversan en la plaza de la iglesia.
Una chiquilla de unos diez años se queja a su madre:
—Es que no puedo más de calor. ¿Me dejas ir a la piscina?
—No es calor. Es "sensación térmica" —responde la interpelada marcando mucho cada sílaba y pronunciando la ce al estilo peninsular—.
La televisión hace estragos, amigos. Regreso a mi cueva.
Publicar un comentario