“El Reino de los cielos es semejante a un grano de mostaza que tomó un hombre y sembró en su campo. Es ciertamente la más pequeña de las semillas, pero cuando crece es mayor que las hortalizas y se hace árbol, hasta el punto de que las aves del cielo vienen y anidan en sus ramas. El Reino de lo cielos es semejante a la levadura que tomó una mujer y la metió en tres medidas de harina”. (Mt 13,31-35)
En el Calendario Universal la memoria de Santa Rosa de Lima se celebra el 23 de agosto. En el Perú y en toda Latinoamérica la celebramos en el día de hoy, 30 de agosto. Me parece interesante no dejar pasar esta figura de santidad que marca los comienzos de la Evangelización.
Qué pronto la semilla del Reino echó raíces en el nuevo Continente.
Y comenzó como un grano de mostaza.
Comenzó por una mujer sencilla que sabe de las labores de casa.
Pero que luego echó ramas que se han ido extendiendo por todo el mundo.
Ramas en las que han anidado muchos creyentes del Reino de Dios comenzaba en este nuevo mundo.
Resulta maravilloso cómo la semilla del Evangelio prendió tan pronto en este continente.
Porque junto a Rosa de Lima, está el negrito San Martincito, el del “perro, gato y pericote”, como símbolo de la unidad de la Iglesia en sus múltiples diferencias.
Y estaba San Juan Macías.
Y estaba San Francisco Solano proclamando el Evangelio con su violín por toda Latinoamérica.
Y estaba el Arzobispo Santo Torio, el gran misionero que murió con las sandalias puestas, no el palacio arzobispal sino misionando el norte del Perú y que confirmó a Santa Rosa.
Y algo que llama la atención y resulta de suma actualidad.
Santa Rosa no era religiosa. Pertenecía a la Tercera Orden dominicana, pero era un mujer que vivió en su casa e hizo de su hogar su propio convento y su propio desierto de oración y encuentro con Dios.
Enamorada de Jesús, encuentro en él el tesoro de su vida.
No comenzó por esas devociones populares.
Rosa descubrió las raíces de la fe.
Roda descubrió que el centro era Jesús.
Por eso aparece siempre con Jesús en sus brazos.
Su gran mensaje fue precisadamente ese:
La Iglesia como “Pueblo de Dios”.
La santidad como don de Dios a los seglares.
Es posible que la tradición la haya deformado poniéndole hábito religioso.
A mí me gustaría verla vestida como una mujercita de pueblo.
Me gustaría verla entre las ollas de su casa.
Me gustaría verla trabajando en el huerto de la familia.
Alguna vez dije que me gustaría verla vestida a la moda, y alguno se me escandalizó.
Es que tenemos la idea de que los Santos son una raza distinta.
Tenemos la idea de que los Santos tienen una cara diferente.
Y los santos:
Son también esos que andan a pie.
Son también esos que cocinan, lavan la ropa y cosen y remiendan los vestidos.
Son como el resto de la gente.
No es lo externo lo que los define, sino esa fuerza del fermento de Cristo en sus corazones.
Rosa fue una pequeña semilla de mostaza, que pronto creció y se extendió por el mundo.
Rosa fue esa medida de levadura capaz de cambiar el nuevo mundo.
Rosa fue esa medida de levadura que a lo largo de los siglos ha ido fermentando de santidad este nuevo Continente.
Yo desearía que rosa fuese:
Esa levadura capaz de crear vocaciones de santidad en el Pueblo de Dios.
Es levadura capaz de despertar la vocación a la santidad en los seglares.
En las madres de familia.
En los padres de familia.
En esos bautizados de corbata que hoy van a la oficina en coche.
En esos bautizados que hoy van a la playa en el verano.
En esos bautizados que hoy se van a tomar un café a media tarde.
Clemente Sobrado C. P.
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