Una voz rebelde en la Alemania nazi


RUPERT MAYER, EL DEFENSOR DE LOS DERECHOS DE LOS CRISTIANOS


Desde la aparición en la escena pública del partido nacionalsocialista alemán, a la jerarquía católica alemana no le pasó inadvertida la verdadera naturaleza e ideas de los nazis, máxime cuando el Papa Pío XI, a la vista de las convulsiones sociales con que empezaba la década de los 30, ya había advertido públicamente de las consecuencias que traería la prevalencia de “un duro nacionalismo, es decir, el odio y la envidia en lugar del mutuo deseo del bien” (discurso de Navidad de 1930). Poco después del triunfo nazi de 1933, los obispos alemanes vieron claros dos peligros que, por desgracia, no tardaron en hacerse realidad. Por una parte, que el nuevo Estado totalitario acabase con las organizaciones católicas, especialmente las educativas; por otra, que el nuevo régimen tratara de crear una especie de iglesia nacional y quisiera englobar en ella a todos, también a los católicos. Y, si los nazis ya habían dado pasos en la primera dirección, también había indicios de que el segundo temor era real, pues en algunos círculos protestantes, sobre todo prusianos, ya se hablaba de un cristianismo nacional para arios.


En enero de 1937 se desplazaron a Roma, con la mayor discreción posible, los principales representantes del episcopado alemán (los cardenales Bertram, Faulhaber y Schulte, y los obispos Preysing y von Galen), para solicitar una nueva intervención pontificia que condenara formalmente el nazismo. De ahí nacería la encíclica Mit brennender sorge (“Con ardiente preocupación”), que hubo de ser introducida en el país de modo clandestino y fue leída el domingo 21 de marzo de 1937 en los 11.000 templos católicos alemanes. Fue un aldabonazo enorme. La denuncia de la ideología y la conducta nazis era clarísima: racismo, divinización del sistema, etc. Al día siguiente, el órgano oficial nazi, Volskischer Beobachter, publicó una primera réplica a la encíclica que, sorprendentemente, fue también la última, pues el ministro alemán de propaganda, Joseph Goebbels, advirtió enseguida la fuerza que había tenido esa declaración y, con el control total de prensa y radio que ya tenía por esas fechas, decidió que lo mejor era ignorarla completamente, pero la encíclica produjo un gran revuelo en Alemania y en la opinión pública mundial.


Poco después Hitler visitó Roma, devolviendo la visita oficial efectuada meses antes por Mussolini, y, en contra de toda costumbre y protocolo, no pidió ser recibido por el Papa. Pío XI, ostentosamente, se retiró a Castelgandolfo durante los días de la visita y ordenó que se cerraran los Museos Vaticanos. En una alocución a un grupo de peregrinos dijo que no era oportuno desplegar en Roma, en el día de la Santa Cruz, el emblema de “otra cruz que no es la Cruz de Cristo”. Es decir, la tensión entre la Iglesia y el Estado alemán alcanzó a lo largo de los años treinta proporciones desacostumbradas. Hitler encontró en la Iglesia tal vez el único adversario interno que no pudo destruir ni asimilar. Después de los intentos de compromiso que culminaron en la firma del Concordato en junio de 1933, buena parte del catolicismo opuso, a partir de 1934, una resistencia compacta a la ideología nacionalsocialista. Los momentos culminantes de esta oposición fueron la encíclica de 1937 y las polémicas homilías de Von Gallen, obispo de Westfalia.



En realidad, Hitler no tuvo nunca intención de respetar el Concordato, pues a excepción de las funciones estrictamente litúrgicas o paralitúrgicas, el resto de las actividades de la Iglesia fueron sistemáticamente obstaculizadas y, después, poco a poco suprimidas. Los periódicos, las revistas y los libros publicados por parte católica fueron enseguida severamente censurados y después eliminados. Los colegios confesionales fueron obstaculizados con métodos fraudulentos en su actividad y después cerrados. Las numerosas asociaciones católicas fueron obligadas a agregarse a las asociaciones nazis, o bien directamente prohibidas y disueltas. Los funcionarios estatales de cualquier nivel eran despedidos si existía la simple duda de que no aprobaban la ideología nazi. Con todo tipo de pretextos, los conventos y las casas religiosas fueron confiscados. Sacerdotes y religiosos fueron sistemáticamente espiados incluso en las mismas iglesias, y denunciados a la Gestapo si habían expuesto la doctrina católica de un modo que no fuera del gusto de los nazis. Cerca de un tercio del clero diocesano y regular sufrió persecuciones por parte de la policía política y un buen número de ellos terminó en las prisiones o en los campos de concentración, donde varios murieron.


Frente a un Estado totalitario los católicos fieles a Cristo y a la Iglesia disponían sustancialmente sólo de las armas del espíritu, la fe, la esperanza y la caridad. En última instancia, sólo podían sufrir la persecución, permanecer firmes para no ceder y, si fuera el caso, estar dispuestos a sufrir el martirio, como de hecho sucedió en muchos casos. Entre los eclesiásticos, junto al citado Von Gallen, uno de los grandes opositores al régimen nazi fue, sin duda, el jesuita Rupert Mayer, al cual Benedicto XVI, en su primera audiencia pública, concedida a cinco mil compatriotas alemanes, el 25 de Abril, 2005, presentó como ejemplo de vida al Beato Rupert Mayer, sacerdote que con su vida desafío al nazismo y fue internado en un campo de concentración.

El llamado “apóstol de Munich” había nacido en Stuttgart, el 23 de enero 1876, en el seno de una familia acomodada que tuvo seis hijos. Su padre era empresario. Educado finamente, en su juventud destacó por su inteligencia, su gusto por la música y su habilidad en el montar a caballo y tocar el violín. Al concluir los estudios secundarios, comunicó a su padre su deseo de ser jesuita, a lo que el padre respondió aconsejándole que se ordenase sacerdote primero y después ingresara en la Compañía si seguía con el deseo de ser jesuita. Estudió por tanto filosofía y Teología en Friburgo, en Munich y en Tubinga y fue ordenado el 2 de mayo de 1899. Tras un año de ministerio pastoral como sacerdote diocesano, que desempeñó como vicario en una parroquia, ingresó el 1 de octubre de 1900 a la Compañía de Jesús en el noviciado de Feldkirch, Austria, el mismo en que años después ingresarán también, entre otros, Martin Heidegger, Karl Rahner y Han Urs Von Balthasar.

A partir de 1906 y hasta el 1911, el P. Mayer fue destinado a predicar en diferentes lugares de Alemania, Austria y los países bajos. En 1912 fue destinado a Munich, ciudad en la que se dedicaría al trabajo pastoral hasta el final de su vida a un fecundo apostolado sacerdotal, especialmente entre los más desfavorecidos. Todavía hoy los habitantes de la hermosa ciudad bávara le recuerdan en su afán de responder a las necesidades de la gente, moviéndose en la ciudad en búsqueda de empleos para los cesantes, reuniendo alimento y ropa, y buscando trabajos y casas.

Pero su campo de acción cambió al entrar Alemania en la Primera Guerra Mundial, la “gran guerra” que tanto terror y desesperación provocó entre los europeos: En 1914 el P. Mayer ingresó al ejército como voluntario. Primero fue capellán en un hospital y después acompañó a los soldados en las campañas de Francia, Polonia y Rumanía, distinguiéndose por su valor al animar a los soldados que estaban en las primeras líneas de batalla y siendo condecorado, por su valentía, con la Cruz de Hierro en diciembre de 1915. Su permanencia en el ejército terminó abruptamente cuando fue herido en la pierna izquierda el 20 de diciembre de 1916 y tuvo que ser amputada.

Regresó a Munich, donde la gente sufría las consecuencias de la guerra y la pobreza era mucho más terrible que cuando él dejó la ciudad para asistir al ejército. No olvidemos que Alemania fue una de las economías más afectadas por la depresión de los años treinta. La retirada de los créditos bancarios que percibía de Estados Unidos, que habían contribuido a la reconstrucción de su tejido económico, se saldó con la quiebra de innumerables empresas. Los bancos alemanes cerraron sus puertas durante varias jornadas en julio de 1931 ante el temor de una avalancha de clientes desesperados por disponer de sus ahorros. Ante la imposibilidad de hacer frente a las indemnizaciones de guerra impuestas por los vencedores, el presidente americano Hoover, en un intento por evitar el colapso de la economía germana, concedió en 1931 una moratoria de un año en los pagos. La iniciativa resultó totalmente inútil, pues el sistema bancario alemán no pudo evitar el desplome.

La República de Weimar se enfrentó al problema del desempleo (6 millones de parados en 1936) y a una creciente tensión social expresada en virulentas protestas, alentadas tanto desde la izquierda como desde la derecha. La carencia de un imperio colonial propio (Alemania había sido despojada de sus dominios a raíz de la guerra) impidió la creación de un espacio comercial integrado que hubiese paliado en parte los efectos de la recesión. El desempleo creó una situación de pobreza que en las ciudades se hizo todavía más dramática.

Y una vez más, el infatigable jesuita se movió entre la población de Munich tratando de ayudar a todo el que tuviera necesidad. Como Asesor de la Congregación Mariana de hombres debió multiplicar su trabajo al aumentar extraordinariamente el número de congregantes y tener que predicar meditaciones y pláticas hasta 70 veces en el mes. Introdujo las Misas dominicales en los terminales ferroviarios para conveniencia de los viajeros. Se ha dicho del P. Mayer en aquellos años que si Munich hubiera sido una única parroquia, él, sin duda, habría sido el párroco de todos.

Eran años de mucha agitación social y política, que favorecieron el crecimiento de los extremismos. Cuando los movimientos comunista y socialista crecieron, el P. Rupert Mayer asistió a sus encuentros e incluso participó con sus sermones contradiciendo a los oradores, sosteniendo los principios católicos y mostrando lo que él veía de equivocado en lo que los otros decían. De una manera especial se opuso a los esfuerzos que hacían los partidarios de Hitler para llevarlo al poder, y siempre sostuvo que un católico no podía dar su nombre al Nacional Socialismo. Pero sus intervenciones no eran políticas, sino una denuncia de males morales que poco a poco se querían imponer en la sociedad, desde uno y otro extremo.

Como ya se ha dicho, con la designación de Hitler como Canciller del Reich, en enero de 1933, comenzó en casi toda Alemania el movimiento contra las iglesias y las escuelas católicas, y el P. Mayer usó el púlpito de la iglesia jesuita de San Miguel, en el mismo centro de Munich, para denunciar la persecución, y en algunas ocasiones también lo hizo en lugares públicos, incluso delante del Sondergericht, uno de los tribunales especiales de Hitler, lo que en modo especial hizo enfadar a los nazis. El 16 de mayo de 1937 la Gestapo le ordenó terminar con sus predicaciones en público, porque no podía seguir tolerando su influencia cada día mayor entre el pueblo. Para ello, echaron mano a unas leyes alemanas del siglo XIX que prohibían a los clérigos hablar de política en público. Él obedeció, excepto en lo que se refería al interior del templo, donde continuó predicando. Fue arrestado el 5 de junio y puesto en prisión, la primera de tres veces. Estuvo en la Prisión de Stadelheim hasta que el tribunal, seis semanas después, le suspendió la sentencia.

Los superiores eclesiásticos le pidieron entonces cautela, pero él continuó defendiendo con valentía en el púlpito a la Iglesia de los ataques de los nazis. Y de nuevo fue arrestado y la sentencia le fue diferida por varios meses, hasta que una amnistía general lo dejó libre y pudo regresar a Munich, donde con discreción continuó su trabajo.

Una tercera vez lo arrestaron los nazis el 3 de noviembre de 1939, a pesar de que tenía ya 63 años de edad, y lo enviaron al campo de concentración de Oranienburg-Sachsenhausen, cercano a Berlín. Después de siete meses en ese campo, su salud empezó a deteriorarse, tanto que hasta los oficiales a cargo del campo temieron por su vida. Y como lo último que querían era hacer un mártir de ese popular sacerdote, lo trasladaron a la Abadía benedictina de Ettal, en los Alpes bávaros, donde quedó confinado hasta que los soldados americanos lo liberaron en mayo de 1945. Fueron años de sufrimiento por no poder realizar ningún tipo de apostolado, pero a la vez fueron años de profundización en la vida interior y de conformación con Cristo crucificado. En aquel tiempo escribió a su madre: “Intento rezar y ofrecer todo en sacrificio… Dios no quiere ahora otra cosa de mí, sino habría dispuesto las cosas en modo diferente”

Incansable a pesar de la salud, una vez liberado el P. Mayer volvió de inmediato a Munich y retomó su ministerio sacerdotal en la iglesia de San Miguel. Pero los años pasados en prisión lo habían debilitado en gran manera y el 1 de noviembre de 1945, en la fiesta de Todos los Santos, sufrió un fuerte ataque cardíaco mientras celebraba la Misa. Perdió el conocimiento y murió poco después, a la edad de 69 años. El gran predicador, padre de los pobres y defensor de los derechos de los católicos ante el absolutismo hitleriano, fue enterrado en el cementerio de la Compañía en Pullach, a las afueras de Munich, pero a causa del gran número de peregrinos que acudían cada día a visitar su tumba, años más tarde los padres de la Compañía decidieron trasladar sus restos a la cripta de su querida iglesia de San Miguel, donde Juan Pablo II veneró sus reliquias y lo beatificó el 3 de noviembre de 1987, aunque el proceso de beatificación lo había comenzado ya Pío XII, que lo había conocido y tratado personalmente cuando era nuncio en Munich.

Como se puede ver, el P. Mayer no fue un mártir sino, más bien, lo que en los primeros siglos se denominó “confesor de la fe”. Antes del siglo III eran los que sufrían por ella pero no llegaban a morir, a diferencia de los mártires, que sí morían; distinción que ya recogía Eusebio de Cesarea. Y en la “Tradición apostólica” se hablaba de dos tipos de confesores: los que han sufrido seriamente por la fe y aquellos cuyo castigo ha sido ligero o privado. Incluso algunos llegaron a atribuir funciones especiales en la Iglesia, a veces exageradas e incluso heréticas, a los que habían sobrevivido a la persecución. Sin embargo, cuando llegó la paz a la Iglesia, los confesores fueron ya en sentido genérico los que se distinguieron por su virtud y ascetismo. El caso de este heroico sacerdote, como el de muchos otros del siglo XX, nos conecta directamente con el concepto clásico de “confesor”.



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