En las películas la muerte es rápida, con unos pocos dolores teatrales en medio de una especie de indolora calma de fondo. La realidad es distinta. La muerte suele ser larga. Hay excepciones, pero suele ser larga. Incluso cuando los estertores de la respiración son fuertes, y la misma respiración sufre pausas interminables en que parece que ya todo ha acabado, ese proceso se prolonga durante horas.
El moribundo no sufre, ya no está consciente, los calmantes, la sedación, la morfina, hace que esté como dormido. Eso lo veo bien. No hay ninguna necesidad de añadir más sufrimiento al mundo.
Lo más incómodo es tener que estar conectado, día y noche, durante semanas, en esa etapa final, a tubos con goteros. Ésa es una visión que me resulta muy desagradable. Cuando me operaron, recuerdo la sensación de liberación cuando, por fin, me quitaron la vía de la muñeca. Me imagino que cada persona es distinta. Pero la idea de no poderme mover con libertad, me era psicológicamente muy opresiva.
Yo intento alegrar a las personas que visito. Les cuento chascarrillos, bromas, trato de que mi presencia sea para ellos un momento de descanso de la monotonía. Pero reconozco que cuando uno ya está un mes en el hospital, en la misma cama, en la misma silla, la paciencia se agota. Siempre soy comprensivo.
Pobrecillos. De verdad que soy comprensivo. A veces, uno se pregunta por qué la vida tiene que ser tan dura al final. El purgatorio, para muchos, no es otra cosa que el final de la vida. Debemos tener fe en la Palabra. La Palabra viva nos habla, debemos creer en ese sentido final de todo.
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