"Las puertas del infierno" (Auguste Rodin) |
La semana pasada, yendo de paseo con mi marido, nos encontramos con un matrimonio conocido, paseando con dos de sus nietos, hermanos entre sí. El mayor tendría unos cinco años y su hermana tres o cuatro. En un momento dado empezaron a pelearse y el chico le zurró con ganas a su hermana.
Nos contaba el abuelo que antes no era así, que la niña solía pegar e incordiar a su hermano mayor sin que éste hiciera nada por defenderse hasta que un día le dijo su padre que no tenía por qué dejarse tratar así, que si su hermana le pegaba, contestase. Y, a la vista de la escena que presenciamos, había acogido ese consejo con entusiasmo.
Habitualmente, cuando nuestros hijos empiezan a relacionarse con otros niños de edades similares, solemos aconsejarles que se comporten como personas bien educadas; les decimos que no insulten ni digan palabrotas, que pidan las cosas por favor y que den las gracias, que no se peleen, que procuren ponerse de acuerdo por las buenas... Pero es cierto que en ocasiones falta la reciprocidad y nuestros buenos consejos pueden hacer de nuestros hijos "el capazo de las tortas".
Siempre me ha resultado bastante dura la escena de la parábola de las diez vírgenes en la que el Sueño nos relata que las necias les dijeron a las prudentes: «Dadnos aceite del vuestro porque nuestras lámparas se apagan », y las prudentes les respondieron: «Mejor es que vayáis a quienes lo venden y compréis, no sea que no alcance para vosotras y nosotras».
¿No dijo San Agustín que "la medida del amor es amar sin medida"? ¿Por qué, entonces, el Señor alaba la actitud, aparentemente poco caritativa, de las vírgenes prudentes?
Creo que el quid de la cuestión está en la jerarquía de la caridad. Cuando el amor al prójimo entra en conflicto con el amor a Dios, no es verdadero amor. Podemos ir, para tratar de "rescatar" a los demás, hasta las mismísimas puertas del infierno, pero no más, no podemos traspasar ese umbral. Si las vírgenes prudentes hubieran compartido su aceite con las necias, habrían puesto en peligro su propia salvación, ya no serían prudentes sino imprudentes. Precisamente el Catecismo de la Iglesia Católica enseña, en su punto 1806, que la prudencia es la virtud que dispone la razón práctica a discernir en toda circunstancia nuestro verdadero bien y a elegir los medios rectos para realizarlo.
Así pues, además de enseñar a nuestros hijos a ser buenos con todo el mundo, debemos tratar de entrenarles en el recto uso de la virtud de la prudencia. Esto les ayudará, más adelante, a saber decir que no a muchas de las cosas y compañías que no les convengan y a saber elegir aquellas que les ayuden a crecer como personas.
Ujué
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