La autoridad de la Iglesia


Un problema de diccionario



—Hay católicos que se preguntan qué autoridad tiene la Iglesia para definir qué exige exactamente la moral católica. Dicen que ellos tienen una forma propia de entender lo que significa ser católico, y que no tiene por qué coincidir con lo que digan en Roma.

Si alguien dice que la Iglesia católica no puede definir en qué consiste la fe o la moral católicas, lo siento, pero no podríamos llamar católico a quien mantenga eso. Quizá una especie de nostalgia personal esté llevando a esa persona a querer mantener tal título de católico, pero –como decía Christopher Derrick– se lo hemos de quitar con la mayor gentileza y caridad, y no porque lo diga el Papa, sino porque lo dice el diccionario.






La religión católica es algo bastante concreto. Se distingue básicamente de los luteranos, ortodoxos o anglicanos, entre otras cosas, en que sigue las enseñanzas de la sede apostólica romana. Por eso, si se considera importante la precisión terminológica, conviene aclarar que esas personas quieren llamarse católicos sin serlo realmente.



—Me temo que, ante ese planteamiento, muchos responderán que entonces no son católicos, porque ellos interpretan la Sagrada Escritura de otra manera y consideran que la Iglesia es un invento de hombres.

Es quizá la única salida que les queda, pero conduce a algunas contradicciones. Por ejemplo, ya que hablan de remitirse a la Sagrada Escritura, habría que decirles que allí se lee bastante claro, y en pasajes diversos, que Jesucristo “instituyó la Iglesia”, que puso a Pedro como cabeza, y que le dio “las llaves del Reino de los Cielos”. Y consta también que confió a los apóstoles una misión de enseñanza y tutela de la doctrina: “Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes (...) enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado”. Al tiempo que les aseguraba que no les dejaría solos –”He aquí que yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”–, sino que garantizaría el acierto de sus enseñanzas: “Todo lo que atares en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desatares quedará desatado en los cielos”. Y les dio también poder para perdonar los pecados: “A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos”. Etcétera.



Como ves, los textos son abundantes y, por otra parte, su autenticidad está notablemente contrastada. Si esas personas dicen aceptar el Evangelio como de Dios, les resultará francamente difícil negar que Jesucristo instituyó la Iglesia, le dio poder para enseñar con autoridad su doctrina, aseguró que estaría siempre a su lado, y que todo lo que atara en la tierra quedaría atado en el cielo. Lo menos que puede deducirse de tales frases es que Jesucristo preservaría a su Iglesia del error en las cuestiones en que, comprometiendo su autoridad, se pronunciara de forma solemne.



Peligrosas simplificaciones



—Pues me temo que entonces dirán que no hay que tomarse los Evangelios en un sentido tan literal. Que se trata simplemente de entender su mensaje de amor y de paz...

Así es como muchos llegan a reducir los Evangelios a unos simples libros moralizantes de gran interés, a una especie de “Iniciación a la vida dichosa”. Lo cual me parece muy respetable, lógicamente, porque cada cual es libre de pensar lo que quiera, pero sería reducir la figura de Jesucristo a un simple pensador antiguo con una filosofía más o menos atractiva y que lanzó unos mensajes muy interesantes. Pero eso no sería ya propiamente una religión, sino mostrar una cierta predilección por un pensador de la antigüedad.



La Sagrada Escritura –explica Joseph Ratzinger– es portadora del pensamiento de Dios, pero viene mediada por una historia humana, encierra el pensar y el vivir de una comunidad histórica. La Escritura no está aislada, ni es solamente un libro. Sin la Iglesia, le faltaría la contemporaneidad con nosotros, quedaría reducida a simple literatura que es interpretada, como se puede interpretar cualquier obra literaria. El Magisterio de la Iglesia no añade una segunda autoridad a la de la Escritura, sino que pertenece desde dentro a ella misma. No reduce la autoridad de la Escritura, sino que vela para garantizar que la Escritura no sea manipulada.



—Pero esa autoridad eclesiástica podría también llegar a ser arbitraria.

Así podría suceder, si el Espíritu Santo no iluminase y guardase a la Iglesia. Pero ese velar del Espíritu Santo sobre la Iglesia es una realidad que el propio Jesucristo anuncia en la Escritura.



¿Intransigencia?



—Otras personas dicen que el dogma excluye el debate y el pluralismo de opiniones, indispensable para el sano crecimiento de cualquier pensamiento religioso. Piensan que la Iglesia debería ser menos intransigente y más liberal, para adaptarse a las diferentes culturas y a la evidente diversidad que hay en el mundo.

Además de los dogmas, hay dentro de la teología católica una multitud de puntos sometidos a debate, con una pluralidad de opiniones enormemente rica y diversa. Cualquiera que lo observe con un poco de perspectiva, podrá darse cuenta de que siempre ha habido, y continuará habiendo, una gran variedad en las cuestiones que requieren una adaptación a lo cambiante de los tiempos o lugares. Son cuestiones sometidas habitualmente a un amplio debate, tanto interno como externo, que la Iglesia no rehúye.



Por otra parte, los dogmas –como señala Frossard– no imponen a la inteligencia unos límites que le estaría prohibido franquear, sino que, más bien, esos dogmas empujan a la inteligencia más allá de las fronteras de lo visible. No son muros, sino más bien ventanas para nuestra limitación intelectual. Son ayudas divinas para poder llegar a verdades a las que la inteligencia, por su limitación (qué le vamos a hacer), no siempre tendría fácil acceso. La Iglesia presenta tan solo un pequeño conjunto de verdades de fe, pero difícilmente puede imaginarse una iglesia sin verdades de fe.



El católico –explica Christopher Derrick– tiene en su fe en los dogmas una piedra de toque de la verdad. Gracias a ella, puede comparar cualquier afirmación teológica con todo lo que ha venido diciendo sobre eso el Magisterio de la Iglesia durante dos mil años; y si hay un choque violento, su fe le dice que esa teoría será con el tiempo uno de los numerosos caminos cegados o calles sin salida que siembran la historia del pensamiento.



La postura de la Iglesia católica respecto a los dogmas es sencilla y coherente:

§ Las verdades de fe nos adentran en un orden de realidades al que nunca habríamos llegado con nuestras solas fuerzas intelectuales.

§ Esas verdades de fe no quedan cerradas al pensamiento ni a la racionalidad, ni pretenden agotar las posibilidades de conocimiento que tiene el hombre.

§ La Iglesia se limita a custodiar esas verdades, porque asegura que las ha revelado el mismo Dios.

§ El hombre es libre de prestar o no su asentimiento a esos dogmas, pero debe hacerlo si quiere llamarse católico legítimamente.



A eso se reduce la intransigencia que algunos achacan a la Iglesia católica, y que no es otra cosa que una serena y prudente defensa del depósito de la fe, bien alejada de cualquier intemperancia o fanatismo. Lo único que reclama la Iglesia es libertad para expresar pública y libremente a los hombres la luz que su mensaje arroja sobre la realidad y sobre la vida.



Alfonso Aguiló, Es razonable ser creyente, Palabra



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