EL PADRE RUBIO, APÓSTOL INCANSABLE Y SABIO DIRECTOR DE ALMAS
El calendario nos traerá en este año 2014, dentro de unos meses, el 150 aniversario del nacimiento del popularísimo san José María Rubio Peralta sacerdote diocesano y después jesuita, de origen almeriense, pero que dedicó gran parte de su vida al apostolado en la ciudad de Madrid -lo que le valió el apelativo de “el apóstol de Madrid- y murió en la villa de Aranjuez, hoy perteneciente a nuestra diócesis de Getafe. Había nacido en Dalías (Almería) el día 22 de julio de 1864, hijo de don Francisco y doña Mercedes, campesinos, y el mayor de doce hermanos, de los cuales sobrevivieron cinco. Sus padres y abuelos eran buenos cristianos y como agricultores tenían una de las mejores fincas de la zona.
En su pueblo natal acudió a la escuela y, después de las clases, le gustaba leer las vidas de santos y con frecuencia acudía a la iglesia parroquial a visitar al Santísimo. Con diez años, un tío suyo canónigo de Almería, don José Maria Rubio Cuenca, le hizo estudiar en un instituto de bachillerato en la capital, pero, viendo las buenas inclinaciones del muchacho lo invitó a ingresar en el Seminario de Almería. Intervino también en esta invitación otro tío, el párroco de Marías, don Serafín Rubio Maldonado. Allí José María terminó los estudios secundarios en 1879, a los quince años de edad.
En 1879, por obra de sus protectores, fue enviado al seminario de San Cecilio, en Granada, donde terminó los estudios filosóficos, los cuatro de Teología y dos de derecho canónico, siendo alumno aventajado de otro canónigo, don Joaquín Torres, chantre de la catedral de Granada, que se constituyó en especial protector suyo. Incluso lo llevó a su casa con ocasión de una enfermedad. Don Joaquín tenía un carácter impetuoso e incluso tuvo roces con el nuevo arzobispo de Granada. Pero José María nunca hizo el menor comentario menos favorable sobre la persona de su protector. Por las diferencias con el arzobispo, don Joaquín dejó sus cargos en Granada y ganó por oposición una canonjía en Madrid, la de lectoral, en 1886, y se llevó consigo a José María, a quien hizo matricularse en el Seminario de la Inmaculada y de San Dámaso.
El 24 de septiembre de ese mismo año fue ordenado sacerdote, incardinado en esa diócesis y celebró su primera misa el 12 de octubre -por decisión de don Joaquín quien escogió la festividad de la Virgen del Pilar- en la entonces catedral de San Isidro, en la capilla de la Virgen del Buen Consejo, el mismo donde a san Luis Gonzaga, siendo paje del rey Felipe II, le pareció escuchar que la Virgen María le pedía que entrara en la Compañía de su Hijo.
El 1 de noviembre de 1887 fue nombrado coadjutor de la parroquia de Chichón (Madrid) adonde se dirigió éste dos semanas después de su primera misa. Chinchón era entonces una villa de unos 5.000 habitantes y estaba muy cerca de Madrid. Durante su permanencia en aquella parroquia fue capellán de las Clarisas a las que dio sus primeros Ejercicios dirigidos a las monjas, las cuales siempre guardaron un buen recuerdo, de la claridad y sinceridad con que les habló. En tan solo nueve meses en Chinchón empezó a tener fama de santo, mientras continuaba haciendo dos cursos facultativos de Teología en el seminario, para obtener la licenciatura en derecho canónico.
El 24 de septiembre de 1889 una nueva intervención de don Joaquín, lo hizo cambiar en 1889 a Estremera, otra parroquia de Madrid donde será Ecónomo parroquial. Para los arreglos de la iglesia, bastante deteriorada, hubo de venir en su ayuda el todopoderoso y eficaz don Joaquín. En Estremera estuvo algo más de un año. En su apostolado parroquial se caracterizo por compaginar su vida de oración con la atención a los pobres y enfermos, dando cuanto tenía a los demás. Se dejó convencer para presentarse a unas oposiciones de canónigo en Madrid, que perdió, y a consecuencia de eso fue nombrado profesor de latín, filosofía y Teología pastoral en el seminario madrileño; por ellos tuvo que dejar su parroquia y trasladarse a la capital. Don Joaquín con su ahijado alquilaron un piso en una calle cercana al seminario de San Dámaso, entonces situado en el piso alto del palacio episcopal.
Pero don José María se encontraba débil y se fatigaba con su trabajo de cátedra. Don Joaquín lo llevó entonces a la huerta que poseía en Segovia, muy cerca del Viaducto, pero el joven sacerdote no mejoró y don Joaquín lo llevó a Cercedilla, lugar para enfermos en recuperación. Tampoco sirvió y entonces se fueron a Modariz, a las termas de Gándara y Troncoso, pero había demasiada humedad. Se fueron a las playas de Portugal, que quedaban cerca, después visitaron Lourdes, buscando tal vez un remedio.
A la vuelta de estos viajes, don José maría fue nombrado notario del obispado y más tarde encargado del registro. Se le designo también capellán de las monjas Bernardas de la calle Sacramento -que hoy están en Boadilla del Monte- y como tal permaneció durante trece años; este cargo le facilitaba entregarse a un intenso apostolado, que sería la característica principal de toda su vida: atendía a muchísimas personas en el sacramento de la penitencia como excelente confesor, daba catequesis a niños pobres en las llamadas “escuelas dominicales” y, a la vez, dirigía continuamente tandas de ejercicios espirituales. Pasaba muchas noches en oración y quienes le veían celebrar la Misa decían: “Parece que habla con alguien”. En la casa del capellán de las Bernardas vivieron los dos, Don Joaquín y el P. Rubio. En ese tiempo estuvieron también en Madrid algunas hermanas de don José María quienes vinieron como asistentes en el servicio de la casa.
Sobre su vida espiritual de aquellos años, tenemos el testimonio del sacristán del convento. “El se levantaba habitualmente a las cinco de la mañana y a aquella hora daba la comunión a una monja enferma. Después de haber dado la comunión, subía a su casa, porque don Joaquín no quería que se enfriase, y volvía a bajar a la hora de la misa con mucho respeto y devoción. Después de la misa daba gracias y, apenas terminado, se venía al confesionario donde a veces permanecía hasta las nueve o diez de la mañana. Había muchas personas que se confesaban con él y algunas veces don Joaquín bajaba sobre las diez de la mañana, para hacerlo subir a desayunar. Por la casa desfilaban muchos, y ninguno se iba sin su limosna. Todos los que lo conocían y trataban, decían que era bueno y virtuoso, un santo.”
Hacia el final de esta época en Madrid hay que insertar la peregrinación que hizo a Tierra Santa, de la cual escribió un minucioso diario. Éste, después de su muerte, fue publicado por La Semana Católica en 34 capítulos con el nombre de “Notas de un peregrino en Tierra Santa”. La peregrinación tuvo lugar durante la Semana Santa del año 1904, y los peregrinos españoles eran 250 y entre ellos 70 sacerdotes, don Joaquín y él. Esa peregrinación terminó en Roma con una visita al Vaticano y al Papa Pío X.
Siendo sacerdote diocesano, don José María tenía una gran admiración por la Compañía de Jesús y se llamaba a si mismo “jesuita de afición”, pero no se decidía a entrar en la Compañía por no contristar a sus padres. Según los testimonios de su proceso de canonización, esta vocación fue muy temprana. Los comienzos parece que hay colocarlos en los inicios de sus estudios sacerdotales. Un testigo cuenta que “le oyó contar al mismo P. Rubio que cuando era seminarista en Granada, con ocasión de una visita que hizo a Cartuja (el noviciado de los Jesuitas) había sentido la llamada de Dios para una vida más perfecta”.
Pero don Joaquín se oponía a su vocación a la Compañía. La muerte de don Joaquín en enero de 1906 fue para José María una liberación dolorosa: no en vano habían transcurrido veinticinco años de convivencia. Don Joaquín, como último gesto, constituyó a don José María heredero de todos sus bienes. Pero éste se apresuró a renunciar toda la herencia en favor del Seminario de Teruel al que dotó de becas para seminaristas, ya que aquélla era la ciudad natal de don Joaquín.
Don José María dijo su última misa en la Catedral de Madrid, ante el altar de la Virgen del Buen Consejo, donde había dicho la primera, y se encaminó al Noviciado de Granada, donde fue aceptado como novicio el 12 de octubre de 1906. Su compañero, el P. Luis Maestre recuerda: “Durante el Noviciado se comportó espléndidamente, como nadie. Recuerdo que hicimos un viaje a Alhama donde dio Ejercicios a las Clarisas con un gran fruto. Y otro viaje a Berja donde predicó una novena dejando fama de santidad. Fuimos dos o tres días a Dalías, donde predicó, acudiendo el pueblo entero. Y también en Montefrío”.
Hizo sus primeros votos el 12 de Octubre de 1908 y permaneció en Granada para profundizar en sus estudios teológicos, mientras a la vez predicaba misiones populares y daba tandas de ejercicios espirituales. Seguidamente trabajó en obras apostólicas en la residencia jesuítica de Sevilla, en el otoño de 1909, dirigiendo la Congregación Mariana de jóvenes, la comunión reparadora de los militares, el apostolado de la oración, las conferencias de San Vicente de Paúl y una escuela vespertina para obreros. Atendía también el confesionario de la Iglesia y la predicación a los miembros de la Adoración nocturna.
El P. Rubio dejó la Residencia de Sevilla porque insistió ante los Superiores en que le permitieran hacer la Tercera Probación, o sea esa especie de tercer año de noviciado, dedicado a los Ejercicios Espirituales, estudio del Instituto y otras prácticas pastorales que los jesuitas hacen al final de los estudios. A él no le obligaba dicha Probación, pero él insistió que se la concediesen. Tras realizarla en Manresa, fue destinado a Madrid, donde años después, en 1917, emitió sus votos perpetuos. Desde entonces Madrid fue el campo de su intenso apostolado, vivía en la residencia jesuítica de la calle de la Flor y era buscado y requerido por mucha gente.
Con sotana y roquete, la cabeza ligeramente inclinada, irradiaba tal bondad que atraía sobrenaturalmente. Aunque no hablaba retóricamente como otros oradores, sin embargo sus sermones atraían a la gente y convencía por que vivía lo que predicaba. El éxito de los sermones del padre Rubio fue tal, que incluso logró asombrar a sacerdotes y jesuitas. Las multitudes se acercaban para oírlo. “Conseguía penetrar en los corazones como el filo de un cuchillo”, se dirá de él más tarde y, sin embargo, humanamente hablando, el padre Rubio era un predicador sin talento, y no había nada extraordinario en su doctrina, en su estilo o en su elocución. Se expresaba con una sencillez algo ingenua, como en una conversación privada, compartiendo con las almas su profunda vida interior.
El P. José María organizó, predicó y atendió personalmente distintas misiones populares en distintos pueblos de Madrid. Espiritualmente vivió una temporada de escrúpulos, pero eso no le impidió dedicarse a promover obras de apostolado que hicieran bien a cuanta más gente pudiera; por eso su fama de santidad era extraordinaria en todo el Madrid de su tiempo.
El Congreso Eucarístico Internacional de Madrid, en 1911, había suscitado una renovación de la práctica religiosa y de los actos de piedad hacia la Sagrada Eucaristía. Entre ellos, se le confió al P. Rubio la Guardia de honor del Sagrado Corazón que tenía por finalidad lanzar y propagar esa devoción. Dirigida por los jesuitas tenía tres sedes o centros: en la Casa Profesa de la Compañía, y en el primer y tercer monasterio de las Salesas Reales. Con su dirección muy pronto crecieron las cuatro ramas: caballeros, señoras, niveles populares y niños. Llegó a tener más de 300 celadoras, 550 celadores y un grupo infantil de unos 3.400, entre los cuales se encontraban los mismos Infantes de la Casa Real. La Guardia de Honor tenía celebraciones todos los Primeros Viernes y el Primer Domingo de cada mes. Y en la víspera del Primer Viernes se tenía una Hora Santa con predicación del P. Rubio, y además un Retiro mensual en la Casa de Ejercicios de Chamartín.
Hay que añadir a ello otra obra suya, la de las Marías de los sagrarios. Esta Asociación, que fue fundada en Huelva, en el año 1910, por su benemérito arcipreste, después obispo de Málaga y Palencia, el beato Mons. Manuel González García, tuvo por nombre Obra de las Tres Marías de los Sagrarios Calvarios. Siguiendo este ideal, en el año 1911 la fundó el P. Rubio en Madrid y la dirigió durante quince años, adaptando su apostolado a las circunstancias de la diócesis. Redactó los Estatutos por los cuales se ha venido gobernando, modificados y rectificados varias veces según las necesidades y experiencia, con las consecutivas aprobaciones del Ordinario de la diócesis de Madrid.
El padre exigía de esas Marías que representasen a las santas mujeres que se hallaban en el Gólgota, cerca de la cruz, y que abandonasen toda vida mundana, ni novelas, ni modas, ni bailes. Bien pronto la asociación llegó a contar con 6.000 Marías que se dedicaban a ayudar espiritual y económicamente a los pueblos y aldeas. En cada uno de ellos las Marías se ocupaban de enseñar el catecismo y en casi todos se hacía la consagración del pueblo al Corazón de Jesús. Cuando el fundador murió, la información recogida para su proceso de canonización constató que había más de 230 pueblos que recibían esa ayuda.
Siguiendo la tradición de tantos jesuitas fundadores, el P. Rubio intentó fundar Los Discípulos de San Juan, con actividades paralelas a las Marías, e incluso fue sometido a un registro policial acusado de crear un nuevo instituto religioso. Cuando los superiores le prohibieron esta actividad, lo aceptó de buen grado. Igualmente cuando le removieron de su cargo de director de las Marías de los Sagrarios y de un boletín del Sagrado Corazón, manifestó: “Debo ser tonto, no me cuesta obedecer”. No fue esta trilogía de obras, la Guardia de Honor, las Marías de los Sagrarios y los Discípulos de San Juan, las únicas que crecieron bajo su dirección, también las Conferencias de San Vicente, las Damas Apostólicas del Sagrado Corazón, y las catequesis de los suburbios como Las Ventillas y Tetuán de las Victorias.
Mientras tanto, había que permanecer más de tres horas en la fila para confesarse con él. Atendía a todos por igual y por orden, lo mismo a marquesas que a pobres. El Señor le concedió algunos dones místicos, entre ellos el de bilocación, pues comprobaron que estuvo a la vez y a la misma hora en el confesionario y visitando a un enfermo. Escuchaba íntimamente llamadas de socorro a distancia y hasta el aviso de una madre fallecida, para ir a atender a su hijo incrédulo.
Ejerció su ministerio pastoral con una dimensión social en los suburbios más pobres de Madrid, singularmente en el de La Ventilla, donde los movimientos revolucionarios soliviantaban a la clase obrera. Fundó escuelas, predicó la palabra de Dios y fue formador de muchos cristianos que morirían mártires durante la persecución religiosa en España. Otros de sus dirigidos espirituales no sólo se consagraron a Dios, sino que también fundaron y dirigieron en la Iglesia Institutos de Perfección y vida religiosa que aún existen.
En relación a su última enfermedad, un testigo recuerda: “Estando yo a su lado, cooperando en sus Obras, observé que estaba mal, hasta el punto que los Superiores debieron ver algo grave, ya que decidieron enviarlo a Aranjuez, para que descansara y se repusiera. A mí me dijo: Voy a preparar todas mis cosas, porque me voy a Aranjuez y ya no vuelvo. Él presentía su muerte, y lo decía tranquilo, resignado y conforme.” Su testamento, en una charla a las Marías de los sagrarios, fue exhortar a realizar un grupo de personas que vivieran la perfección en medio del mundo, promoviendo así una forma de consagración que más tarde se concretaría en los institutos seculares.
A finales de Abril de 1929, viéndolo debilitado por su intenso trabajo y por su dolorosa enfermedad, los superiores lo trasladaron al noviciado de Aranjuez para que reposara. El Hermano Enfermero declaró dos veces en el Proceso de canonización y dio detalles de un ataque repetido al corazón, de cómo rezó largamente en la Capilla antes de ir a su pieza y morir. Recibió la Unción con pleno conocimiento. Allí, después de haber roto, por humildad, sus apuntes espirituales, tres días después de su llegada, el 2 de mayo de 1929, falleció de angina de pecho. En todo Madrid no se hablaba de otra cosa, miles de personas asistieron a su funeral en Aranjuez y él fue enterrado en el cementerio del mismo noviciado. Pero en 1953 fueron trasladados a la nueva Casa de Profesa de Madrid, en cuyo claustro hoy reposa visitado por mucha gente, junto a la Iglesia que contiene las reliquias del que fue Prepósito de la Compañía, san Francisco de Borja.
El P. José María Rubio fue beatificado en Roma por el Papa Juan Pablo II el 6 de Octubre de 1985 y canonizado por el mismo en Madrid en el último viaje que realizó a España, el 4 de mayo de 2003 en la plaza de Colón. En la homilía de la beatificación, el Papa dijo: “Su exquisito tacto de director de almas le hacía encontrar el consejo adecuado, la palabra justa, la penitencia, a veces exigente, que durante años de paciente y callada labor, fueron forjando apóstoles, hombres y mujeres de toda clase social, que vinieron a ser en muchos casos sus colaboradores en las obras asistenciales y de caridad inspiradas y dirigidas por él”.
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