“Juan vio a Jesús que se acercaba a él y exclamó: “Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. A El me refería yo cuando dije: “Detrás de mí viene uno que es superior a mí, porque existe antes que yo”. “Y yo lo he visto, y ha dado testimonio de que él es el Hijo de Dios”. (Jn 1,29-34)
Juan tiene una mira especial.
Descubre inmediatamente a Jesús.
Y tiene una inspiración particular.
Descubre la misión de Jesús.
Y tiene la virtud de anunciar al mundo lo que él ve y reconoce.
Juan es el primero en señalar a Jesús como “el que quita el pecado del mundo.
Juan reconoce la superioridad de Jesús.
Confiesa que lo ha visto y por eso da testimonio.
Es el primero anunciar a Jesús:
como el “que quita el pecado del mundo”.
“que es el Hijo de Dios”.
No dice que Jesús viene a perdonar los pecados.
Ni dice que viene a limpiarnos de los pecados.
Juan intuye algo mucho más profundo:
Jesús viene a “quitar” el pecado del mundo.
Jesús viene a “suprimir” el pecado el pecado mismo.
Se pueden perdonar los pecados, pero el pecado sigue rondándonos.
Se puede limpiarnos de los pecados, pero ahí sigue para ensuciarnos de nuevo.
Jesús tiene una misión mucho más radical.
Jesús viene a “quitar”, suprimir el pecado en sí mismo.
Jesús quiere un mundo sin pecado.
Un mundo en el que Dios y el hombre vuelvan a pasear juntos en el jardín de la vida.
Sí, eso de un Dios que viene a “quitar el pecado del mundo”, nos suena con frecuencia, a un Dios que “viene a aguarnos la fiesta”
Un Dios que viene a prohibirnos todo aquello que nos gusta. De todos es conocida aquella frase de que para los cristianos todo lo que nos gusta “o es pecado o engorda”.
Y Juan no dice “He ahí el Cordero de Dios que viene a privarnos de nuestra felicidad y de nuestra alegría”. Al contrario, nos dice: “He ahí el Cordero de Dios que viene a quitar de nuestras vidas todo aquello que nos impide ser verdaderos y felices”.
“He ahí el Cordero de Dios que viene a quitar”
La oscuridad para iluminarnos con nueva luz.
La mentira para regalarnos la verdad.
El engaño para que vivamos en la sinceridad.
El egoísmo para que vivamos en el amor.
El orgullo para que vivamos lo que realmente somos.
La división para que vivamos la comunión de hermanos.
La muerte para que vivamos la vida.
¿Acaso el pecado nos hace más felices que la gracia?
¿Acaso la infidelidad nos hace más felices que la fidelidad?
¿Acaso la división nos hace más felices que la unión y comunión?
¿Acaso el odio nos hace más felices que el amor?
¿Acaso la guerra nos hace más felices que la paz?
¿Acaso el robar nos hace más felices que el respetar lo ajeno?
¿Acaso el no perdonar nos hace más felices que el perdón generoso?
El pecado es lo que nos destruye como personas.
El pecado es lo que nos desune como hermanos.
El pecado es lo que nos priva de vivir nuestra verdad.
El pecado es lo que nos destruye por dentro.
El pecado es lo que nos hace vivir en la mentira y el engaño.
El pecado es lo que nos priva de la alegría interior.
Lo que realmente nos impide ver la importancia de un Dios que “viene a quitar el pecado del mundo” está en el hecho de que aún no hemos tomado conciencia de la importancia del pecado en nuestras vidas y de todo lo que destruye en nosotros.
Y no hemos descubierto la verdad del pecado porque no hemos descubierto antes la verdad y el valor de la gracia de Dios.
Recién cuando reconocemos la belleza de la gracia, entonces nos damos cuenta de la fealdad del pecado.
¡Qué feo es un mundo dominado por el pecado!
¡Qué bello es un mundo dominado por el amor y la gracia!
Si desaparece el pecado, ya no habrá pecados.
Y ese es el mundo que yo quisiera.
Clemente Sobrado C. P.
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