Aquella hija primogénita de la Iglesia


CON OCASIÓN DEL 1200º ANIVERSARIO DE CARLOMAGNO (I)


RODOLFO VARGAS RUBIO


El 28 de enero se han cumplido 1.200 años de la muerte de Carlomagno, emperador de Occidente y rey de los Francos y los Lombardos. Después de Constantino el Grande es, sin duda, el hombre que más ha influido en la evolución de nuestra civilización y, desde luego, puede considerársele a justo título como el padre de Europa, a la que él contribuyó decisivamente a formar. Su obra fue continuación de la de su abuelo y la de su padre, pero su fama fue tan legendaria que de su nombre tomo el suyo no solamente la segunda dinastía franca, sino toda una época, que constituyó un auténtico renacimiento, antecedente de aquel más nombrado y conocido de los siglos XV y XVI. El término “carolingio” ha dejado una profunda huella en la Historia de nuestra civilización.


El que podemos llamar inicialmente Carlos de Austrasia nació en 742, sólo diez años después de la batalla de Poitiers, librada victoriosamente por su abuelo Carlos Martel contra los sarracenos y que libró a la Cristiandad de la conquista islámica (que ya había engullido a la España visigótica, después de sojuzgar al antiguo imperio sasánida de los persas, a todo el norte de África y a parte del Medio Oriente bizantino), haciéndolos retroceder al sur de los Pirineos. En una Europa en pañales, dicha gesta debe considerarse fundamental; ella había de marcar, además, el destino del niño que se convertiría con el tiempo en el forjador de esa misma Europa y protector de la Iglesia.


Carlos descendía de dos importantes familias de la nobleza franca: la de los pipínidas y la de los arnúlfidas. La primera traía su origen de Pipino de Landen y la segunda de san Arnulfo, obispo de Metz, ambos importantes personajes de la corte de Austrasia, cuyos hijos respectivos Begga y Ansegiso se casaron y tuvieron un hijo: Pipino de Heristal, padre de Carlos Martel, pertenecientes ambos a la línea de mayordomos de palacio de Austrasia. En este punto conviene hacer algunas precisiones sobre la monarquía franca, que no hay que confundir con Francia, la cual aún no existía como tal.


La monarquía franca


La Galia, conquistada por César, fue invadida por el norte (Bélgica) en el curso de los siglos IV y V, por tres tribus germánicas: los francos salios (originarios de Frisia), los francos renanos o ripuarios (procedentes del curso medio del Rin) y los alamanes (provenientes de los valles del Elba y del Meno). Otra tribu, la de los Burgundios (oriunda de Escandivia), ocupó pacíficamente el valle del Ródano como pueblo federado al Imperio Romano. A fines del siglo V, bajo Clodoveo I, los francos salios derrotaron a los alamanes en Tolbiac (496) y, a continuación, se expandieron rápidamente hacia el oeste, conquistando todas las tierras gálicas hasta Armórica (nombre romano de la Bretaña) y hacia el suroeste, arrebatando la Aquitania a los visigodos. La Galia quedó de este modo repartida entre el reino franco y el reino borgoñón. Los francos, gracias al bautizo de Clodoveo, se habían constituido en el primer reino de fe católica en una Europa mitad arriana y mitad pagana (éste es el origen del apelativo de Francia como “hija primogénita de la Iglesia”).


La costumbre germánica de dividir las heredades entre todos los hijos sin preferencia del primogénito determinó las sucesivas fracciones del reino franco bajo los merovingios (nombre de la primera dinastía franca, tomado de Meroveo, abuelo de Clodoveo). Los dos reinos más importantes surgidos de tales particiones fueron Neustria y Austrasia. El primero acabó ocupando el noroeste de la actual Francia, Aquitania y Borgoña; el segundo, el noreste, las cuencas del Mosa y del Mosela y la cuenca media e inferior del Rin. En ciertos períodos Neustria y Austrasia se unieron bajo la denominación de “regnum Francorum”, pero no fue hasta los carolingios cuando se unieron definitivamente.



Los reyes merovingios sucesores del gran Dagoberto I (632-639) –las más de las veces muy jóvenes y con una esperanza de vida muy corta– hicieron dejación del poder (por lo cual fueron llamados por Eginardo “reyes holgazanes”), poder que pasó a sus mayordomos de palacio. Éstos, en un principio, eran los intendentes reales, encargados –como su nombre lo indica– de la administración de palacio, pero fueron poco a poco adquiriendo una gran preponderancia, nombrando a obispos y oficiales del reino y decidiendo en los asuntos más diversos, hasta acabar ejerciendo de hecho las funciones regias. Finalmente, Pipino el Breve, mayordomo de palacio de Neustria, hijo del héroe franco Carlos Martel, se convirtió en rey en 751 con la anuencia del papa Zacarías. Este pontífice, a una pregunta del astuto Pipino, había declarado que merecía llevar la corona quien ya tenía el poder efectivo más que quien sólo tenía de rey el título. Con este parecer a su favor, Pipino depuso a Childerico III, el último merovingio, que reinaba en Neustria y Austrasia, y lo encerró en un convento, haciéndose a continuación elegir por una asamblea de nobles reunida en Soissons. Poco después, apartó del poder a su sobrino Drogón (hijo de su hermano mayor san Carlomán), mayordomo de palacio de Austrasia, concentrando en su persona todo el dominio sobre el “regnum Francorum”.


Relaciones de los francos y la Sede Apostólica


Ya Carlos Martel había sido mirado por Roma como el señor incontestable de la Galia franca, el mejor aliado para llevar a cabo el ambicioso proyecto de evangelización de la pagana Germania del papa Gregorio II (715-731), pues el mayordomo de palacio soñaba con la conquista de Sajonia y año tras año emprendía expediciones militares a este fin. El pontífice quería aprovechar esta acción armada como apoyo necesario a la predicación del cristianismo confiada al monje Winfrido de Wessex y lanzar así una especie de cruzada de los francos para la conversión de la Germania. En 723, Carlos, que había experimentado una transformación mística tras curarse de una enfermedad mortal, se hizo amigo del monje, a quien Gregorio II envió consagrado obispo y con el nuevo nombre de Bonifacio, el cual, bajo su protección logró lo imposible: allegar a Cristo las poblaciones de Hesse y Turingia. El héroe de Poitiers le ayudó asimismo en la reforma de la iglesia franca, que emprendió por mandato del papa Gregorio III (731-741). El propio Bonifacio, en carta a su amigo Daniel de Winchester, definió el papel desempeñado por Carlos Martel: “sin su apoyo no hubiera podido administrar su iglesia, defender su clero ni extirpar la idolatría”.


Los hijos y sucesores de Carlos –Carlomán, mayordomo de palacio de Austrasia, y Pipino, mayorodmo de palacio de Neustria– colaboraron también estrechamente con la Iglesia. Carlomán, el primogénito, continuó protegiendo a Bonifacio, organizó para él el importante Concilio Germánico de 742 (del que emanaron las directrices que gobernarían las iglesias del este del reino franco) e intervino decisivamente en la fundación en 744 de la abadía de Fulda, el mayor foco de irradiación del cristianismo y la civilización en la Alemania central. Más interesado en la devoción religiosa que en el poder político, Carlomán acabó renunciando a su cargo de mayordomo de palacio y entró en la vida monástica, siendo tonsurado en 747 por el papa Zacarías (741-752). Ya se vio cómo Pipino, mayordomo de palacio de Neustria, apartó del poder a Drogón, el hijo y sucesor de su hermano Carlomán, quedando como único señor de todo el reino franco.


Pipino el Breve (751-768) se mostró agradecido al Pontificado Romano por su reconocimiento como rey de los Francos, aunque más debido a conveniencia política que a la devoción que movía a su hermano Carlomán. A pesar de haber apoyado a Bonifacio (convertido en primer arzobispo de Maguncia) y a su reforma eclesiástica adoptando para Neustria las decisiones del Concilio Germánico, tuvo con él algunos desencuentros. Bonifacio, en efecto, quería mantenerse independiente de la tutela regia, designando obispos entre sus propios seguidores y no entre los hombres de Pipino. Antes de que se produjera una ruptura, el arzobispo de Maguncia fue martirizado en el curso de su misión entre los frisones en 754. Su inmensa evangelizadora, su celo por la reforma de la Iglesia y la observancia del clero y su prestigio como apóstol de Germania le hicieron acreedor a la gloria de los altares (su fiesta se celebra el 5 de junio).


Entretanto, el papa Esteban II (752-757), amenazado por los Longobardos –cuyo rey Astolfo había invadido el Exarcado de Rávena y pretendía hacerse reconocer como señor de toda la Italia romana– y nombrado negociador en su nombre por el emperador de Oriente Constantino V (demasiado lejano y ocupado en la querella de las imágenes), recurrió al rey de los francos como al único príncipe capaz de hacerles frente. El pontífice, invitado por Pipino, cruzó los Alpes y se entrevistó con él en el palacio de Ponthion, en el sur de Champaña. El rey franco mostró la máxima deferencia al papa, que, en una hábil maniobra política para ganarse su alianza, le propuso ungirlo nuevamente y ratificar así el cambio dinástico. El acuerdo definitivo se subscribió en Quierzy, cerca de Noyon, el 14 de abril –domingo de Pascua– de 754. Por él, Esteban II otorgaba su reconocimiento y a poyo espiritual a Pipino y éste se comprometía a ofrecer a la Santa Sede un dominio temporal lo suficientemente grande como para ponerla al abrigo de cualquier agresión, consistente en el Exarcado de Rávena, Córcega, Cerdeña y Sicilia.


El 28 de julio sucesivo, en la abadía real de Saint-Denis, el Papa consagraba a Pipino concediéndole los títulos de rey de los francos y patricio de los romanos (Patricius Romanorum) y ungía, además, a sus dos hijos y herederos: Carlomán y Carlos. Mediante este acto, Esteban II tomó sus distancias del emperador de Oriente y en adelante confió la seguridad de la Santa Sede a Pipino y a sus sucesores. El rey hubo de hacer honor a su parte del acuerdo y, tras fracasar una embajada enviada a Pavía ante Astolfo, emprendió, entre 756 y 758, tres campañas victoriosas contra los longobardos, a los que obligó a abandonar el Exarcado, entregando a continuación al Papa los territorios conquistados consistentes en Rávena, Emilia y la Pentápolis: nacían así, con la llamada “Donación de Pipino” los Estados Pontificios, sustento del poder temporal del Romano Pontífice.



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