Ni la Iglesia, como institución, ni los católicos, como tales, podemos imponer nada a nadie. Y menos al Estado. Las leyes se elaboran en el Parlamento y obedecen a la “lógica” de las mayorías. Lo que hoy está prohibido, mañana, si hay una mayoría favorable, estará permitido. O viceversa. Y lo prohibido o permitido puede ser cualquier cosa: el aborto, la pena de muerte, la discriminación racial… La historia da pruebas de ello.
Pero el Estado no es Dios. Y es conveniente recordarlo. Ni el Estado es, tampoco, la razón humana. Es decir, el Estado puede legislar bien, mal o muy mal. Y esta gradación, de lo mejor a lo peor, puede contar, o no, con respaldo mayoritario.
Si todo dependiese de mayorías o minorías, apenas habría un punto de encuentro que todos pudiésemos compartir. Y hay aspectos que todos, en principio, compartimos. Todos somos seres humanos. Y todos estamos dotados de la luz de la razón. Y la razón no sería tal si resultase completamente ciega ante la moral, ante la ética.
Una racionalidad puramente científico-técnica sería una racionalidad parcial, escasa, poco humana. No es razonable pensar que los hombres no puedan llegar a ver que es preciso “hacer el bien y evitar el mal”. De este principio, muy general, brotan los demás principios más particulares.
Si uno admite que su razón le impele a “hacer el bien y evitar el mal”, parece que no se puede negar que el respeto a la vida humana, desde su concepción hasta su término natural, se imponga como una obligación básica. ¿Cómo se puede justificar como justo, como razonable, eliminar la vida de otro ser humano inocente? ¿Qué clase de civilización se podría construir desde esas bases?
Frente a la arbitrariedad del poder, frente a los engaños de la manipulación ideológica, se levanta como un baluarte la conciencia moral, que puede descubrir la ley moral natural, los fundamentos de una ética universal.
Sin este fundamento se haría prácticamente imposible el diálogo, el consenso, el acuerdo. No ayuda suscribirse al positivismo jurídico, que convierte a la mayoría en fuente última de la ley. Ni tampoco al relativismo ético, porque nada asegura que la mayoría no pueda equivocarse.
Como ha enseñado Benedicto XVI, “es preciso remontarse a la norma moral natural como base de la norma jurídica, de lo contrario ésta queda a merced de consensos frágiles y provisionales”.
Para vencer el secularismo, y no olvidemos que los obispos españoles han identificado que “la cuestión principal a la que ha de hacer frente la Iglesia en España es su secularización interna” (“Teología y secularización en España”, 5), es preciso reafirmar la relación intrínseca que existe entre el Evangelio y la ley moral natural, entre creación y salvación, entre naturaleza y gracia.
Como ha dicho Benedicto XVI, en un discurso a la Conferencia Episcopal de Inglaterra y Gales:
“La fidelidad al Evangelio no limita de ningún modo la libertad de los demás; al contrario, está al servicio de su libertad porque les ofrece la verdad. Seguid insistiendo en vuestro derecho a participar en el debate nacional mediante un diálogo respetuoso con otros miembros de la sociedad. Al actuar así, no sólo mantenéis las antiguas tradiciones británicas de libertad de expresión y de un honrado intercambio de opiniones, sino que también dais voz a las convicciones de numerosas personas que no cuentan con los medios para expresarlas: si un número tan alto de la población se declara cristiano, ¿cómo se puede discutir el derecho del Evangelio a ser escuchado?” (1-2-2010).
Guillermo Juan Morado.
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