Restos de maniqueísmo, de dualismo, siguen persistiendo en la Iglesia. Un desmedido afán espiritualista continúa despreciando o rechazando la corporalidad, mirándola con sospecha. Pareciera que todo lo material, lo corporal, es de por sí pecaminoso, fuente de pecado. Más aún, en nuestro lenguaje, apenas se presta atención a la resurrección de la carne, sino que nos limitamos a hablar del "alma" para la vida eterna, mutilando la escatología; bueno, mutilando la escatología, la antropología, la cristología y la redención.
El cuerpo forma parte de uno mismo, ya que la persona tiene dos co-principios para ser tal persona: el cuerpo y su alma. La visión cristiana sobre el cuerpo es muy rica, serena y equilibrada. Hay que dominarlo para que la concupiscencia de la carne no nos arrastre, pero no porque el cuerpo mismo sea fuente de pecado, sino porque nuestra alma herida por la concupiscencia se desorienta. Recordemos la belleza y la inocencia original de Adán y Eva y cómo, por el pecado, el cuerpo del otro era ya mirado con pasión y deseo, a la vez con vergüenza, y debe ser cubierto, vestido.
Veamos una perspectiva teológica del cuerpo y de la corporalidad, ofrecida por Benedicto XVI con sublime maestría:
"Conjugar la teología del cuerpo con la del amor para encontrar la unidad del camino del hombre: este es el tema que quisiera indicaros para vuestro trabajo.
Poco después de la muerte de Miguel Ángel, Paolo Veronese fue llamado ante la Inquisición, con la acusación de haber pintado figuras inapropiadas alrededor de la Última Cena. El pintor respondió que también en la Capilla Sixtina los cuerpos estaban representados desnudos, con poca reverencia. Fue el mismo inquisidor el que defendió a Miguel Ángel con una respuesta que se hizo famosa: “¿No sabes que en estas figuras no hay nada que no sea espíritu?”. En la actualidad nos cuesta entender estas palabras, porque el cuerpo aparece como materia inerte, pesada, opuesta al conocimiento y a la libertad propias del espíritu. Pero los cuerpos pintados por Miguel Ángel están llenos de luz, vida, esplendor.
Quería mostrar, de esta manera, que nuestros cuerpos esconden un misterio. En ellos el espíritu se manifiesta y actúa. Están llamados a ser cuerpos espirituales, como dice San Pablo (cfr 1Cor 15,44). Podemos ahora preguntarnos: ¿Puede este destino del cuerpo, iluminar las etapas de su camino? Si nuestro cuerpo está llamado a ser espiritual, ¿no deberá ser su historia la de la alianza entre el cuerpo y el espíritu? De hecho, lejos de oponerse al espíritu, el cuerpo es el lugar donde el espíritu habita. A la luz de esto, es posible entender que nuestros cuerpos no son materia inerte, pesada, sino que hablan, si sabemos escuchar, con el lenguaje del amor verdadero.
Es cierto que el cuerpo contiene también un lenguaje negativo: nos habla de la opresión del otro, del deseo de poseer y disfrutar. Sin embargo, sabemos que este lenguaje no pertenece al diseño original de Dios, sino que es fruto del pecado. Cuando se lo separa de su sentido filial, de su conexión con el Creador, el cuerpo se rebela contra el hombre, pierde su capacidad de hacer brillar la comunión y se convierte en terreno del que se apropia el otro. ¿No es quizás, este el drama de la sexualidad, que hoy permanece encerrada en el círculo estrecho del propio cuerpo y en la emotividad, pero que en realidad puede realizarse sólo en la llamada a algo más grande? Respecto a esto, Juan Pablo II hablaba de la humildad del cuerpo. Un personaje de Claudel dice a su amado: “la promesa que mi cuerpo te hizo, yo soy incapaz de llevarla a cabo”; a la que sigue la respuesta: “el cuerpo se rompe, pero no la promesa..." (Le soulier de satin, Día III, Escena XIII). La fuerza de esta promesa explica como la Caída no fue la última palabra sobre el cuerpo en la historia de la salvación. Dios ofrece al hombre también, un camino de redención del cuerpo, cuyo lenguaje viene preservado en la familia. Después de la Caída, Eva recibe el nombre de Madre de los Vivientes, es decir testifica que la fuerza del pecado no consigue cancelar el lenguaje original del cuerpo, la bendición de vida que Dios continúa ofreciendo cuando el hombre y la mujer se unen en una sola carne. La familia, es decir el lugar donde la teología del cuerpo y la teología del amor se unen. Aquí se aprende la bondad del cuerpo, el testimonio bueno de su origen, en la experiencia del amor que recibimos de los padres. Aquí se vive el don de sí en una sola carne, en la caridad conyugal que une a los esposos. Aquí se experimenta la fecundidad del amor, y la vida se entrelaza a la de las otras generaciones. Y en la familia donde el hombre descubre su relación, no como individuo autónomo que se autorrealiza, sino como hijo, esposo, padre, cuya identidad se funda la llamada al amor, a recibir y a darse a los demás.
Este camino de la creación encuentra su plenitud con la Encarnación, con la venida de Cristo. Dios asumió el cuerpo, se reveló en él. El movimiento del cuerpo hacia lo alto está integrado aquí en otro movimiento más original, el movimiento humilde de Dios que se abaja hacia el cuerpo, para después elevarlo hacia sí. Como Hijo, recibió el cuerpo filial en la gratitud y en la escucha del Padre y ha dado este cuerpo por nosotros, para generar así el cuerpo nuevo de la Iglesia. La liturgia de la Ascensión canta esta historia de la carne, pecadora en Adán, asunta ya redimida por Cristo. Es una carne que está cada vez más llena de luz y de Espíritu, llena de Dios. Aparece así la profundidad de la teología del cuerpo. Esta, cuando es leída junto a la tradición, evita el riesgo de la superficialidad y consiente acoger la grandeza de la vocación al amor, que es una llamada a la comunión de las personas en la doble forma de vida, de la virginidad y del matrimonio" (Benedicto XVI, Discurso al Instituto Pontificio Juan Pablo II, 13-mayo-2011).
Éstas son las perspectivas con las que hemos de mirar el cuerpo y valorarlo. ¿Verdad que hay una belleza original puesta por el Creador?
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