Hace algunos años había salido a almorzar con mi mamá. En la comida intercambiábamos opiniones sobre las cosas típicas que pueden conversar una madre y su hijo: novedades de la familia, de los amigos, de la vida personal de cada uno. Algunas situaciones que se ponían sobre la mesa eran especialmente duras o difíciles. Tal vez por eso, por un momento mamá se quedó pensativa y de golpe me dijo:
- Qué complicado, ¿no?
- ¿Qué cosa?
- Vivir. Vivir es complicado. La vida no se pone menos complicada a medida que uno avanza.
Poco después, en la reunión mensual que tengo con unos amigos del colegio, hablamos exactamente sobre la misma cuestión: esa sensación que uno tiene (supongo que es parte del momento que uno atraviesa a los treinta y pico) de estar siempre a las corridas, no llegar nunca del todo… En todo caso, la frase me ha quedado siempre repicando, y nunca me ha abandonado del todo.
Tengo treinta y cuatro años. No es la edad de las certezas ni de la estabilidad. Tal vez por eso hoy este diálogo con mi madre se me hace especialmente presente. Probablemente se deba también a que, como sacerdote, la vida me ha puesto constantemente en esos lugares donde grita con más fuerza su desmesurada intensidad. O porque, para colmo de males, tengo encargo y vocación de estudioso, y eso siempre te hace buscar intríngulis y preguntas (a veces donde no hay o no hacen falta, es cierto).
En todo caso, y sin querer hacer de esta frase de mi vieja un apotegma, no deja de ser algo que se me presenta increíblemente certero para navegar este tramo de la vida. Sobre todo porque me libera de una tentación que parece cundir en el ambiente de la gente religiosa: la de la simplificación. Reducir las cosas a blanco o negro, a bueno o malo, y (lo que es peor) hacer lo mismo con las personas y con uno mismo.
No estoy haciendo una apología del relativismo. No estoy hablando de moral. Hablo simplemente de dar un paso para aceptar la simultáneamente encantadora y lacerante condición de la existencia. Animarse a bajar al llano, donde no todo es claro y distinto, y donde los días se suceden en una vertiginosa sucesión que sólo se vuelve nítida con el tiempo. Sólo entonces uno puede ver más claro. Pero mientras tanto, caminamos tanteando. Creo que cuando aceptamos que a la vida y su rumbo, más que saberla, la vamos auscultando en el día a día para pescarle el pulso, nos hacemos más humildes. Y lo que es aún más importante, más compasivos.
Hay un gozo en ese abrazar los grises y matices. La vida se vuelve más colorida. Más insegura. Pero más libre. En última instancia, más vida. Cada día un poco más complicada. Cada día un poco más fascinante.
- Qué complicado, ¿no?
- ¿Qué cosa?
- Vivir. Vivir es complicado. La vida no se pone menos complicada a medida que uno avanza.
Poco después, en la reunión mensual que tengo con unos amigos del colegio, hablamos exactamente sobre la misma cuestión: esa sensación que uno tiene (supongo que es parte del momento que uno atraviesa a los treinta y pico) de estar siempre a las corridas, no llegar nunca del todo… En todo caso, la frase me ha quedado siempre repicando, y nunca me ha abandonado del todo.
Tengo treinta y cuatro años. No es la edad de las certezas ni de la estabilidad. Tal vez por eso hoy este diálogo con mi madre se me hace especialmente presente. Probablemente se deba también a que, como sacerdote, la vida me ha puesto constantemente en esos lugares donde grita con más fuerza su desmesurada intensidad. O porque, para colmo de males, tengo encargo y vocación de estudioso, y eso siempre te hace buscar intríngulis y preguntas (a veces donde no hay o no hacen falta, es cierto).
En todo caso, y sin querer hacer de esta frase de mi vieja un apotegma, no deja de ser algo que se me presenta increíblemente certero para navegar este tramo de la vida. Sobre todo porque me libera de una tentación que parece cundir en el ambiente de la gente religiosa: la de la simplificación. Reducir las cosas a blanco o negro, a bueno o malo, y (lo que es peor) hacer lo mismo con las personas y con uno mismo.
No estoy haciendo una apología del relativismo. No estoy hablando de moral. Hablo simplemente de dar un paso para aceptar la simultáneamente encantadora y lacerante condición de la existencia. Animarse a bajar al llano, donde no todo es claro y distinto, y donde los días se suceden en una vertiginosa sucesión que sólo se vuelve nítida con el tiempo. Sólo entonces uno puede ver más claro. Pero mientras tanto, caminamos tanteando. Creo que cuando aceptamos que a la vida y su rumbo, más que saberla, la vamos auscultando en el día a día para pescarle el pulso, nos hacemos más humildes. Y lo que es aún más importante, más compasivos.
Hay un gozo en ese abrazar los grises y matices. La vida se vuelve más colorida. Más insegura. Pero más libre. En última instancia, más vida. Cada día un poco más complicada. Cada día un poco más fascinante.
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