19 de marzo.

Altar San León Magno en el Vaticano, dónde están sus restos. La escultura lo muestro deteniendo a Atila.

Homilía para el III Domingo de Cuaresma A

Hay en este Evangelio algo sorprendente y que implica sin duda una lección para nosotros. Es que Jesús, finalmente, no ha recibido el agua que pedía. Estaba cansado y sediento y le pidió agua a la Samaritana diciéndole: “Dame de beber“. Esta petición provoca entre ellos dos una conversación animada y, al final, la mujer está tan entusiasmada que, dejando allí su cántaro, corre a la ciudad para hablarle de Jesús a la gente que encuentra. Si nos limitamos al relato tal como lo encontramos en el Evangelio, no sacó agua para Jesús antes de correr a la ciudad.

Hay sin duda una lección en esa situación. Nuestras necesidades crean en nosotros una apertura a la relación, y cuando las expresamos a una persona, establecemos una relación con ésta. La relación misma es más importante que la satisfacción de la necesidad. La relación de Jesús con la Samaritana era más importante para Él – y también, desde luego, y más tratándose de Cristo, para ella – que el hecho de recibir o de no recibir agua para tomar. Hay gente, que por carencia afectiva, pone el acento en la necesidad y por tanto tiene dificultades para entenderse con el otro, pues no interrelaciona bien. Si Jesús se hubiese obsesionado en recibir el agua, o la samaritana en sacarla, sin importar la dinámica de la conversación, no hubiese habido un proceso de anuncio, conversión y misión. Había una relación, pues se hablaban, contestaban y escuchaban en el mismo registro.

Es quizás también este, el sentido de la oración. Cuando expresamos a Dios todas nuestras necesidades, establecemos una relación entre Él y nosotros; y esta relación es mucho más importante que el hecho de recibir o no lo que Le pedimos. Sobre la Cruz, el Viernes Santo, Jesús gritará: “Tengo sed“. Y allí tampoco recibirá agua para tomar – simplemente algunas gotas de vinagre puestas sobre sus labios con una esponja al final de un largo palo. Y sin embargo, algunos minutos más tarde, dirá: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”.

El relato del Libro del Éxodo nos describe al pueblo de Dios en el desierto. Están cansados, puesto que andan desde hace mucho tiempo y no tienen nada para comer. Es pues completamente comprensible desde el punto de vista humano, que se rebelaran contra Dios, incluso si Él tanto hizo por ellos. Olvidan el pasado y la atención constante de Dios por ellos y, con una violencia desatinada, se ponen a quejarse y dicen con cólera: “Danos de beber” (Éxodo 17,2). Este grito dirigido a Dios, por su intermediario Moisés, habría podido ser un llamamiento confiado en un momento de prueba – una demanda inspirada por el optimismo y segura de recibir una respuesta favorable. En realidad, era una clase de blasfemia pronunciada en la desesperación. Y sin embargo Dios los escuchó … Les dio el agua que brota de la peña.

Es fácil establecer un lazo entre este relato y las palabras de Jesús sobre el “agua viva” en el Evangelio de Juan (4, 5-42): “Quienquiera que beba del agua que yo le daré … tendrá en él una fuente que brota hasta la vida eterna.” Sería sin embargo erróneo ver en el Evangelio de hoy solamente el tema del agua viva. Este Evangelio es mucho más rico que eso. Encontramos allí varios elementos entrelazados con cuidado. El Evangelio de Juan está construido en efecto en torno a una serie de signos, cada uno es explicado o bien por un discurso o bien por un diálogo. Tenemos aquí dos signos y dos diálogos.

Primero Jesús está cansado y le pide pan a sus discípulos (v. 8). Cuando se lo traen, al final, les hace ver que hay otros alimentos (vv. 31-34). Asimismo, entre estos dos momentos, es decir después de la salida de los discípulos y antes de su vuelta, Jesús pide de beber a la Samaritana (v.7) y cuando le responde a través de una serie de preguntas, le habla de otro tipo de agua (vv. 13-14). Tenemos una transposición semejante cuando pasa de la mención de los cultos materiales -samaritano o judío- a la del culto en espíritu y en verdad (v. 20-24), y también cuando les pide a sus discípulos que miren la cosecha material, para prepararlos para la cosecha espiritual.

La lección es doble. La primera es que no nos debemos preocupar solamente por los alimentos y bebidas materiales o todavía por el culto exterior y por la cosecha, sino que nos debemos preocupar por la bebida espiritual que es el amor de Dios difundido en nuestros corazones por el Espíritu Santo (ver la lectura de san Pablo), y de los alimentos espirituales, que consisten en hacer la voluntad de nuestro Padre, como culto espiritual que consiste en atestiguar la Buena Nueva. Lo cual no significa despreciar o descuidar lo externo sino darle realidad.

La segunda lección, que es sin duda el corazón del mensaje que tenemos aquí, es que estas dos dimensiones – la material y la espiritual – están unidas tan esencialmente la una a la otra, que la segunda no puede existir sin la primera. Es importante observar que Jesús le habla de agua viva solamente a una persona a la cual ha pedido que le de agua natural, para beber; a una mujer, que no hablaban los hombres con las mujeres y además de una sociedad enemiga: samaritana; y Jesús menciona el pan eterno a sus discípulos solamente después de haberlos mandado buscar pan material para apaciguar su hambre física.

Es esta una importante lección para nosotros. Tenemos necesidades materiales y necesidades espirituales, y Dios se ocupa de las dos. Asimismo, nuestros hermanos tienen necesidades materiales y necesidades espirituales, y nos debemos ocupar también de las dos. ¡Si no respondemos a las primeras no podemos pretender atender las segundas debidamente!

María Santísima proclama con su solicitud esta realidad, después de la anunciación no se evade en un ‘pseudomisticismo’ sino que se pone en marcha, con el peligro que implicaba, para visitar y asistir a su prima santa Isabel.

Que Ella en este camino cuaresmal nos enseñe a ordenar las cosas materiales y espirituales con el equilibro que da la limosna y fundamentalmente la caridad, y el ejercicio humano de un diálogo que procura escuchar en serio y comunicarse de verdad.

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