Se ve que a algún partido político le preocupa en gran manera que la efigie o imagen de Cristo crucificado esté presente en las habitaciones de un hospital. Sin embargo, no parece que esta preocupación sea compartida por los pacientes de dicho hospital, ni por los médicos, ni por el resto del personal sanitario.
En cierto modo, Cristo en la cruz es un icono del sufrimiento humano. Los que sufren, los que están hospitalizados, los enfermos en general, son, en buena medida, personas con el cuerpo semidesnudo, famélicas y llenas de heridas. Esa es también la humanidad: “Ecce homo”.
El desagrado ante la imagen de Cristo quizá esté relacionado con la aversión que produce, en algunos, la debilidad humana. No todo, en el hombre, es vigor, juventud, salud y belleza. Igualmente humano es lo contrario de todo esto: las fuerzas fallan, la juventud se convierte en vejez, la salud da paso a la enfermedad y la belleza de un cuerpo sano deja paso, tantas veces, a la aparente no belleza, a la “fealdad”, de un cuerpo dolorido, privado hasta de “la apariencia”, que parece ser uno de los ídolos de nuestra época.
Cristo, en su pasión, ha asumido y redimido este lado oscuro del hombre. Los cristianos nos dejamos conmover el Viernes Santo con un texto del profeta Isaías: “Lo vimos sin aspecto atrayente, despreciado y evitado por los hombres, como un hombre de dolores, acostumbrado a sufrimientos, ante el cual se ocultan los rostros; despreciado y desestimado”.
Cristo se ha solidarizado tanto con los hombres que la exclusión – por decreto - de su imagen, la de Cristo, presagia la exclusión – también por decreto – de quienes, de algún modo, son “sacramento” suyo: los enfermos, los ancianos, los desahuciados, los pobres. Es decir, la otra cara de los ídolos imperantes, que son la juventud, la belleza, la riqueza y la fama.
Yo creo que los partidos políticos deben estar para otra cosa. Si a un paciente de un hospital le molestase el crucifijo, podría, simplemente, pedir que lo retirasen de su habitación. Pero yo no creo que a los pacientes les moleste un Dios que ha padecido, como nosotros y por nosotros. Más bien puede infundirles, esa efigie, consuelo y esperanza.
Algunos políticos, y partidos políticos - cada vez más - nos quieren hacer pensar que la aconfesionalidad del Estado es lo mismo que el ateísmo de Estado. Ya no se trata de que el Estado no imponga una determinada confesión religiosa; cosa que el Estado no debe hacer, ya que quien cree, o no, es cada persona. El peligro no va por ahí – entre nosotros-. El peligro, la amenaza, es la contraria: Se asocia al Estado con una imposible neutralidad que nunca es neutral; siempre es partidista e interesada. Opta, y muy claramente, por cercenar la libertad religiosa de los ciudadanos.
Yo, como ciudadano, puedo defender o no el deporte, puedo ser partidario de los toros o detractor de ese espectáculo. Puedo manifestar mi preferencia por la monarquía o por la república. Pero, según algunos, parece que no puedo decir, fuera de las fronteras de mi casa, que profeso una religión positiva. Y, menos, que soy católico.
Dejemos que los crucifijos sigan donde están. Si siguen ahí es que no han molestado a los ciudadanos. Y los políticos deberían estar al servicio de los ciudadanos, en vez de empeñarse en dictar una especie de “religión cívica” que, en estos tiempos, sería solo el ateísmo o, en el mejor de los casos, un indiferentismo agnóstico.
Guillermo Juan Morado.
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