“Jesús devuelve la vista a un ciego” (Mc 8, 22-26). Un ciego es alguien que vive en tinieblas; ha perdido la capacidad de captar la luz; el mundo ha perdido para él el color, la forma, el atractivo; la oscuridad lo rodea y lo envuelve y no conoce otra cosa que no sea oscuridad y tinieblas. El ciego ha perdido la capacidad de captar la luz y en esto consiste su mayor pérdida, porque la luz es lo que permite apreciar la belleza del mundo y de las cosas. Jesús cura el órgano físico, devolviendo la capacidad orgánica de captar las ondas lumínicas y por lo tanto le devuelve al ciego la posibilidad de percibir la realidad física sensible con su amplia variedad cromática que impacta su retina primero y su alma después. De esta manera, tanto el cuerpo como el alma, se inundan de colores y de formas que reemplazan a las tinieblas que antes ocupaban al alma, con lo cual es evidente que el alma –e incluso el mismo cuerpo- experimenten una sensación de dicha y felicidad desconocidas hasta el ingreso de la luz.
Ahora bien, la sanación física concedida por Jesús, por cuanto parezca y sea algo grandioso, es algo ínfimo en relación al don de la gracia santificante, la cual realiza en el alma una obra análoga a la de la luz en la retina, porque la gracia es luz y el alma, sin la gracia, es tinieblas. Es por esto que mientras el alma sin la gracia es como el ciego, vive en la oscuridad, en cambio el alma en gracia, aunque corporalmente no pueda ver, es decir, sea un no-vidente, resplandece con un fulgor más brillante que el sol.
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