En ocasiones, el paladar espiritual sólo se acostumbra a los sabores y gustos que nos ofrecen cierta literatura espiritual que se pone de moda, gracias a las librerías y a la publicidad, y nos parece que probar otros manjares suculentos se hace difícil o imposible.
La misma imagen que tenemos de los Padres de la Iglesia dificultan nuestro acceso a ellos; los vemos lejanos, imaginamos que son difíciles de leer y entender, y no nos acercamos a la mesa repleta que nos ofrecen, con platos perennes, siempre de actualidad, porque los Padres, cuando se les conoce, nos llaman la atención por la actualidad de sus palabras, por su capacidad de penetración en los corazones.
San Agustín no es la excepción, sino uno más en esa cadena de Padres que siguen ofreciendo manjares que realmente nutren y deleitan. Hay que leerlo, hay que integrar las claves de su doctrina y pensamiento.
La Trinidad nos creó a su imagen y semejanza y en nuestra alma hallamos vestigios trinitarios. Entrando en el alma, conociéndola, podemos elevarnos a la Trinidad eterna y santa. Ese fue el método de san Agustín al exponer la Trinidad tanto en sus libros "De Trinitate" como constantemente en su predicación a los fieles.
Oración, estudio y apostolado siempre están vinculados y es un trinomio que en todos se ha de dar; en unos, destacará uno de los tres polos, en otro se subrayará otra dimensión. Siempre será la caridad la que determine en cada momento y en cada circunstancia a qué hemos de dedicar más tiempo, en qué habremos de incidir más.
La caridad y la ciencia mantienen una larga relación. La ciencia, el conocimiento, el estudio, se realiza por la caridad porque sin ella, "la ciencia hincha", sirve para vanagloria.
Al leer las Escrituras hallamos ciencia verdadera (no ciencia en sentido moderno, claro), sabiduría, piedad y caridad, ingredientes todos que deben acompañarnos al leerlas y que hemos de pedir al Señor como un fruto renovado para la vida cristiana.
San Agustín establece siempre antinomias clarísimas: amemos al pecador, odiemos el pecado. En este sentido, amemos al hombre, odiemos al diablo.
Verdadero motivo de gozo para el cristiano es la sabiduría, es la caridad, es la piedad. En ellas el cristiano goza y se alegra con una alegría neuva, honda, serena, distinta.
La libertad del corazón requiere que todo sepamos usarlo sin atarnos a nada, buscando un fin noble y honesto. Lo malo es quedarse siempre detenido en los medios, como si fueran lo único, y olvidar el fin bueno que hemos de buscar siempre y en todo.
Antiguo y Nuevo Testamento mantienen relaciones evidentes, pero también hay una gran diferencia entre uno y otro: lo que uno anuncia, el otro lo realiza.
¿Y cómo es la Iglesia? Bella, hermosa, variada, extendida por todas las naciones como un Cuerpo diverso, que además traspasa el tiempo abarcando a la Iglesia del cielo y a las almas del purgatorio.
Los cismas, todos, en la Iglesia nacen de la soberbia más brusca que existe: la de pensar que son justos, puros, perfectos... mientras los demás son imperfectos, pecadores y herejes. Quitan la caridad, florece la soberbia y por tanto nace el cisma.
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