(260) Castidad –3. en el matrimonio



–Yo pensaba que propiamente, dentro mismo del matrimonio, no había ya cuestión de castidad.


–Confirma usted mi convicción de que usted, en muchas cuestiones de la vida cristiana, «no distingue un toro de una vaca»; o si prefiere otra expresión, «está más perdido que un perro en Misa».



El matrimonio en el mundo está en gran medida degradado, y especialmente en el ejercicio de la sexualidad conyugal. No solamente está degradado de hecho, sino antes y más está falsificado en teoría, en la misma idea que de él tienen las culturas paganas. Y esta perversión doctrinal y práctica llega a su extremo, como es previsible, en las naciones que han apostatado del cristianismo. Perdiendo la fe, han perdido en gran medido el uso de la razón, viniendo a dar en situaciones peores que las de muchas naciones paganas. Por otra parte, sepamos que este maleamiento de la unión conyugal viene desde el principio de la historia humana, desde el pecado original. Así lo explica el Catecismo:




«1606: Todo hombre, tanto en su entorno como en su propio corazón, vive la experiencia del mal. Esta experiencia se hace sentir también en las relaciones entre el hombre y la mujer. En todo tiempo, la unión del hombre y la mujer vive amenazada por la discordia, el espíritu de dominio, la infidelidad, los celos y conflictos que pueden conducir hasta el odio y la ruptura. Este desorden puede manifestarse de manera más o menos aguda, y puede ser más o menos superado, según las culturas, las épocas, los individuos; pero siempre aparece como algo de carácter universal.


«1607. Según la fe, este desorden que constatamos dolorosamente, no se origina en la naturaleza del hombre y de la mujer, ni en la naturaleza de sus relaciones, sino en el pecado. El primer pecado [el pecado original], ruptura con Dios, tiene como consecuencia primera la ruptura de la comunión original entre el hombre y la mujer. Sus relaciones quedan distorsionadas por agravios recíprocos (Gén 3,12), su atractivo mutuo, don propio del Creador (2,22), se cambia en relaciones de dominio y de concupiscencia (3,16); la hermosa vocación del hombre y de la mujer de ser fecundos, de multiplicarse y someter la tierra (1,28) queda sometida a los dolores del parto y los esfuerzos de ganar el pan (3,16-19).


«1608. Sin embargo, el orden de la Creación subsiste, aunque gravemente perturbado. Para sanar las heridas del pecado, el hombre y la mujer necesitan la ayuda de la gracia que Dios, en su misericordia infinita, jamás les ha negado (Gén 3,21). Sin esta ayuda, el hombre y la mujer no pueden llegar a realizar la unión de sus vidas en orden a la cual Dios los creó “al comienzo”».



La historia y el presente nos hacen contemplar la degradación del matrimonio en divorcios, adulterios, concubinatos, bigamias y poligamias, sean éstas simultáneas, sean sucesivas, anticoncepción habitual, abortos, etc.


Cristo es el Maestro y el Salvador del matrimonio; Él es «el verdadero Salvador del mundo» (Jn 4,4). Viendo Cristo el matrimonio judío de su tiempo, en seguida rechaza todo aquello que en él se ha introdu­cido «por la dureza del corazón hu­mano» –como el repudio de la esposa, posibilidad que judíos y paganos entendían como perfectamente normal–. Y plenamente libre del mundo de su tiempo, propugna la genuina ver­dad del matrimonio, es decir, «lo que hizo el Creador al principio» (Mt 19,4.8: ab initio). Él lo sabe con toda certeza, pues «todas las cosas [también el matrimonio] fueron hechas por Él, y sin Él no se hizo nada de cuanto ha sido hecho» (Jn 1,3).


El matrimonio es imagen de Dios, que es amor, amor-fecundo (1Jn 4,8), bien difusivo. Por eso crea un hombre y una mujer 1) unidos por el amor –«no es bueno que el hombre esté solo; voy a hacerle una ayuda semejante a él» (Gen 2,18), y 2) destinados a transmitir la vida humana –«sed fecundos y multiplicáos, llenad la tierra y sometedla» (1,28). Así lo enseña Juan Pablo II (enc. Familiaris consortio 1981,11. Citaré entre corchetes […] los números de esta encíclica):



«Dios ha creado al hombre a su imagen y semejanza (Gén 1,26s)… Por tanto, el amor es la vocación primera e innata del ser humano. Y como el hombre es espíritu encarnado, por eso el amor abarca también al cuerpo humano, y el cuerpo se hace participante del amor espiritual. De ese modo la sexualidad, por la que el hombre y la mujer se dan uno a otro con los actos propios y ex­clusivos de los esposos, no es algo pu­ramente biológico, sino que afecta al núcleo íntimo de la persona humana en cuanto tal. Ella se realiza de modo verdaderamente humano solamente cuando es parte integral del amor con el que el hombre y la mujer se comprometen totalmente entre sí hasta la muerte» [11].



Del Diablo viene, pues, trivializar la sexua­lidad, degradarla, disociarla del amor personal, reducirla a un mero placer sensual, quitarle toda significación transcendente, profanar lo que es sagrado, cerrar el amor conyugal a una posible transmisión de vida. Así humilla al hom­bre y a la mujer, y les llena de sufrimientos, en­fermedades y servidumbres. De Dios viene, por el contrario, la casta sexualidad que se ejercita en el amor verdadero, entendido y realizado en toda su no­bleza. Los esposos se entregan totalmente el uno al otro en un amor absoluto, indisoluble, que les une hasta la muerte.


El matrimonio es imagen de la unión de Dios con la humanidad. La Escritura nos habla siempre de la Alianza de amor que une a Dios con Israel, su pueblo elegido. Se trata de una Alianza indisoluble, para siempre, que exige un amor mutuo y una fidelidad perseverante. Por eso la alianza conyu­gal entre hombre y mujer es «imagen y símbolo de la Alianza que une a Dios con su pueblo (cf. Os 2,21; Jer 3,6-13; Is 549» [Familiaris 12].



La Biblia entiende la idolatría como una prostitución (Ez 16,25), y la infidelidad a Dios como un adul­terio que el pueblo comete contra Dios Esposo (cf. Os 3; Familiaris 12). Y por tanto, según el modelo de Dios, la persona ca­sada debe amar –y no sólo aguantar– a su cónyuge de todo corazón, también cuando éste es egoísta o poco afectuoso, pues así es como Dios ama a su pueblo. Debe amarle con toda paciencia y perdón, obstinadamente, incluso cuando falla la respuesta, pues así es como ama a su pueblo el Señor. No olvidemos nunca que el hombre sólo llega a ser hombre en la medida en que imita a Dios.



El matrimonio es imagen de la unión de Cristo Esposo con la Iglesia. Esa unión de amor entre Dios y los hombres «halla su plenitud definitiva en Cristo Jesús, el Esposo que ama y que se da como Salvador a la humanidad, uniéndola a sí mismo como su cuerpo. El es el que revela la verdad originaria del matrimonio, la verdad de “el principio”, y él es quien, liberando al hombre de la dureza de su corazón, le hace [con la asistencia continua de su gracia] capaz de realizar esa verdad totalmente (cf. Gén 2,24; Mt 19,5)» [13].


La Iglesia es el conjunto de las personas de la humanidad que se unen a Cristo, en alianza única y perpetua, reconociéndole como Esposo. La Iglesia, en efecto, es la Esposa única y amada de Jesucristo. Los cristianos que han recibido de Dios la vocación de la virginidad, consagran sus vidas a Cristo Esposo. Y aquéllos otros que han sido llamados al matrimonio, han de ver día a día en su cónyuge un signo-sacramental de Cristo Esposo, una expresión sensible y visible del amor conyugal de Jesucristo.



El amor de Cristo hacia su Iglesia-Esposa es un amor de elección, libre, profundo y tierno, cru­cificado, exclusivo, santo, santificante y fecundo en hijos, y está sellado con una Alianza perpetua e indisoluble, que se establece ya desde el bautismo. Pues bien, el amor entre los esposos cristianos, participando de ese amor conyugal entre Cristo y la Iglesia, ha de participar con el auxilio de la gracia de todos esos rasgos del amor de Cristo Esposo (cf. Ef 5,22-33). Y es así como el matrimonio cristiano se hace como un espejo, como «una representa­ción real de la unión de Cristo con la Iglesia»(Familiaris 13). Por eso es un sacramento, un signo sagrado.



Las notas propias del amor con­yugal son enumeradas por Pablo VI en la encíclica Humanæ vitæ (1968,9):



–«Es ante todo un amor plenamente humano, es decir, sensible y espiritual al mismo tiempo. No es, pues, una simple efusión del instinto y del senti­miento, sino que es también y princi­palmente un acto de la voluntad libre, destinado a mantenerse y a crecer me­diante las alegrías y los dolores de la vida cotidiana». Así es el amor del Co­razón de Cristo por su Esposa, la Igle­sia, y el de ella hacia Él.


–«Es un amor total, una forma singular de amistad personal, con la cual los es­-posos comparten generosamente todo, sin reservas ni cálculos egoístas». Así se aman Cristo y la Iglesia.


–«Es un amor fiel y exclusivo hasta la muerte. De este modo lo conciben el esposo y la esposa el día en que asumen libremente y con plena conciencia el compromiso del vínculo matrimonial». Así es el amor de Jesucristo, siempre fiel, aunque muchas veces los cristianos le seamos infieles; y siempre exclusivo, pues Él sólo tiene una Esposa, la Igle­sia, y no tiene otras.


–«Es, en fin, un amor fecundo que no se agota en la comunión entre los espo­sos, sino que está destinado a prolon­garse suscitando nuevas vidas». Así es también el amor de la Iglesia, que cuanto más unida está a su Esposo, más fe­cunda es en hijos.



* * *


Los hijos son un don precioso del matri­monio. El matrimonio y el amor conyu­gal no pueden entenderse sino en refe­rencia a los hijos posibles, pues, como dice el Vaticano II, «están ordenados por su propia naturaleza a la procreación y educación de los hijos» (GS 50). El amor verdadero es siempre don, entrega per­sonal. «Y los cónyuges, a la vez que se dan mutuamente, se dan, más allá de sí mismos, al propio hijo: él es la imagen viviente de su amor, el signo perma­nente de la unidad conyugal, la síntesis viva e inseparable del padre y de la ma­dre» [14].


Y de este modo, el amor de los pa­dres «está llamado a ser para los hijos signo visible del mismo amor de Dios, “de quien procede toda paternidad en el cielo y en la tierra” (Ef 3,15)» (ib.). Por eso, si los padres son buenos, son para los hijos la revelación primera de la bon­dad de Dios. Y si son malos, si son egoístas, fríos y distantes, o sensibleros y absor­bentes, o excesivamente duros y auto­ritarios, o consentidores y permisivos, en uno y otro caso están dificultando a sus hijos el conocimiento de Dios, pues dan de Él una imagen falsa, aunque no lo quieran.


Por otra parte, «cuando la procrea­ción no es posible, no por eso pierde su valor la vida conyugal. La esterilidad física, en efecto, puede dar ocasión a los esposos para otros servicios impor­tantes a la vida de la persona humana, como por ejemplo la adopción, las di­versas formas de obras educativas, la ayuda a otras familias, a los niños po­bres o minusválidos» [14].


La familia es el principio de la sociedad y de la Iglesia. Ese núcleo viviente del amor conyugal es la célula originaria del cuerpo so­cial, el comienzo y fundamento de toda sociedad civil. Y al mismo tiempo, lo que es aún más grande, «el matrimonio y la familia edifican la Iglesia, ya que dentro de la familia la persona humana no sólo es engendrada y progresivamente introducida por la educación en la comunidad humana, sino que mediante la regeneración por el bautismo y la educación en la fe, es introducida también en la familia de Dios, que es la Iglesia» [15].


Virginidad y matrimonio se complementan, no se con­traponen: «son dos modos de expresar y de vivir el único misterio de la Alianza entre Dios y su Pueblo» [16]. Matrimonio y virginidad afirman la alta dignidad de la sexualidad humana, el uno afirmándola como sacramento del amor de Cristo Esposo, y la otra re­nunciándola en honor también de Cristo Esposo. Si el Evangelio no viera en la sexualidad «un gran valor donado por el Creador, perdería significado la renun­cia a ella por el Reino de los cielos» [16].



Por otra parte, la virginidad tiende a levantar el matrimonio a la gran digni­dad que le es propia. Y esto es así por­que «la persona virgen anticipa en su carne el mundo nuevo de la resurrec­ción futura (cf. Mt 22,30), y en virtud de este testimonio, la virginidad mantiene viva en la Iglesia la conciencia del mis­terio del matrimonio, y lo defiende de toda reducción y empobrecimiento. La virginidad testimonia que el Reino de Dios y su justicia son la perla preciosa que se debe preferir a cualquier otro valor, aunque sea grande; es más, que hay que buscarlos como el único valor definitivo» [16].


Sólo en este horizonte espiritual he­roico puede el matrimonio cristiano mantenerse puro y desplegar toda su maravillosa perfección. Por eso «los esposos cristianos tienen el derecho de esperar de las personas vírgenes el buen ejemplo y el testimonio de una fi­delidad a la vocación hasta la muerte. Y así como para los esposos la fidelidad se hace a veces difícil y exige sacrificio, mortificación y renuncia de sí, así tam­bién puede ocurrir a las personas vírge­nes. La fidelidad de éstas debe sostener la fidelidad de los cónyuges» [16].




La familia cristiana ha recibido de Dios la grandiosa «misión de custodiar, revelar y comunicar el amor, siendo vivo reflejo y participación real del amor de Dios por la humanidad, y del amor de Cristo Señor por la Iglesia, su esposa» [17]. Y esa misión la cumple en cuatro modos fundamentales: –uniendo varias personas en una comuni­dad de amor; –transmitiendo la vida humana por la ge­neración, y desarrollándola por la edu­cación; –colaborando al progreso de la socie­dad ; y –participando en la vida y misión de la Iglesia. En este artículo sobre la castidad conyugal, me fijaré solo en la segunda función señalada.


La sacralidad propia de la transmisión de la vida humana ha sido captado por la mayor parte de las grandes culturas y religiones. La profanación moderna de todo lo referente a la sexualidad, mediante la obscenidad y la pornografía, expresa con elocuencia inequívoca la degradación de las naciones antes cristianas y ahora apóstatas. Los cristianos, contrastando con el ambiente mundano, hemos de estar en la fe bien convencidos de que engendrar una vida humana es algo sagrado. –Es sagrado porque el impulso natural a la generación fue puesto por Dios mismo en el hombre y en la mujer: «sed fecundos y multipli­cáos, henchid la tierra y sometedla» (Gén 1,28). Dios mismo es el creador de la sexualidad conyugal que une a los esposos. –Y es sagrada porque en toda generación interviene Dios, de forma misteriosa, infundiendo el alma del niño concebido. Así lo entendió la primera pareja humana: «el hombre se unió a Eva, su mujer», ella concibió un hijo, y al darlo a luz, dijo: «he conseguido un hombre con la ayuda del Señor» (4,1). Y así lo han entendido las tradiciones antiguas de tantos pueblos.



En la procreación de los animales no hay más que un fenómeno puramente biológico, que veterinarios y zoólogos estudian, pero del cual la Iglesia no tiene nada que decir. En la procreación de los hombres, por el contrario, se da una misteriosa co-operación entre Dios y los padres, que hace de la concepción algo sagrado. De ella tratan biólogos y médicos, pero también la Iglesia, que, a la luz de la Revelación, confiesa a Dios «Creador en cada hombre del alma es­piritual e inmortal» (Pablo VI, Credo del pueblo de Dios 1968,8).



Los padres son co-operadores del Creador. Juan Pablo II: «en el origen de toda vida personal humana hay un acto creador de Dios. Ningún hombre viene a la existencia por azar; es siempre el término del amor creador de Dios. De esta fundamental verdad de fe y de razón resulta que la capacidad procreadora inscrita en la sexualidad humana es, en su verdad más profunda, cooperación con la potencia creadora de Dios. Y resulta también que de esta misma capacidad el hombre y la mujer no son árbitros, ni tampoco dueños, puesto que están llamados a compartir en ella la decisión creadora de Dios» (17-9-83).


La dignidad de la persona humana procede fundamentalmente de Dios, que coopera con los esposos en la procreación del hombre. Eso es lo que hace invio­lable la persona humana, de tal modo que «la vida, desde su concepción, ha de ser custodiada con el máximo cuidado. El aborto y el infanticidio son crímenes abominables» (Vat. II, GS 51).



Y por esta misma causa la Iglesia re­chaza la fecundación artificial (in vi­tro), aunque sea homóloga, es decir, con semen procedente del propio es­poso, pues tal manipulación biológica no sólo «implica la destrucción de seres humanos», al menos en las circunstan­cias en que hoy suele ser realizada, sino que además en ella «la generación de la persona humana queda objetivamente privada de su perfección propia: es de­cir, la de ser el fruto de un acto conyu­gal, en el cual los esposos se hacen “cooperadores con Dios para donar la vida a una nueva persona” [14]. El acto del amor conyugal es considerado por la doctrina de la Iglesia como el único lu­gar digno de la procreación humana» (Donum vitae II,5). Las cosas se fabri­can, pero la persona humana ha de ser engen­drada en el amor conyugal.



Los esposos han de vivir la castidad conyugal para ser dignos cooperadores de Dios en su vida sexual. El respeto absoluto por el orden natural creado por Dios al crear al hombre y la mujer, al crear, por tanto, el acto sexual de la unión conyugal, llevó a la Iglesia, enseñada por Cristo, a reprobar dentro del matrimonio todos actos que fueran en contra de la naturaleza y de la honestidad. Por eso el Apóstol decía a los fieles que no tomasen como ejemplo en las relaciones sexuales a los paganos, «que no conocen a Dios», sino que en ellos mismos mantuvieran la santidad propia de quienes



«Ésta es [la] voluntad de Dios: que seáis santos, es decir, que os abstengáis de la fornicación; |que cada uno de vosotros sepa tratar a su esposa, santa y respetuosamente, no por pasión de concupiscencia, como los gentiles que no conocen a Dios; que en este punto nadie se extralimite ni abuse de su hermano, porque el Señor es vengador de todo eso, como de antemano os dijimos y aseguramos. Que Dios no nos llamó a la impureza, sino a vivir en santidad. Por consiguiente, el que desprecia esto no desprecia a un hombre, sino al Dios que está dándoos su Espíritu Santo» (1Tes 4,3-8).


Sois miembros de Cristo. «El cuerpo no es para la fornicación, sino para el Señor, y el Señor es para el cuerpo… ¿No sabéis acaso que vuestros cuerpos son miembros de Cristo?… El que se une al Señor se hace un solo espíritu con Él. Huid, pues, de la fornicación» (1Cor 6,15-18). Sois templos del Espíritu Santo. «¿O es que no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que está en vosotros, que habéis recibido de Dios?… Glorificad, pues, a Dios en vuestros cuerpos» (6,19-20). Temed al castigo. «Si alguno profana el templo de Dios, Dios lo destruirá. Porque el templo de Dios es santo, y ese templo sois vosotros» (1Cor 3,16-17).



Estas enseñanzas daba San Pablo a los cristianos de Corinto, capital de la lujuria en la Grecia de su tiempo, ciudad presidida en lo alto por el templo de Afrodita, donde se practicaba la prostitución sagrada. La sífilis era entonces llamada «mal corintio». Y estas mismas enseñanzas las da el Apóstol a los cristianos corintios de nuestro tiempo.


* * *


Los últimos Papas han sido en nuestro tiempo los más altos maestros de la castidad conyugal. En ocasiones, poco ayudados por teólogos, párrocos y catequistas.


Juan Pablo II, en la Familiaris consortio (1981), recordando la Humanæ vitæ de Pablo VI (1968), enseñaba a los esposos cristianos:



«La misma y única Iglesia es a la vez Maestra y Madre. Por esto, la Iglesia no cesa nunca de invitar y animar, a fin de que las eventuales dificultades conyugales se resuelvan sin falsificar ni comprometer jamás la verdad. En efecto, está convencida de que no puede haber verdadera contradicción entre la ley divina de la transmisión de la vida y la de favorecer el auténtico amor conyugal (Vat. II, GS 51). Por tanto, la pedagogía concreta de la Iglesia debe estar siempre unida y nunca separada de su doctrina. Repito, por tanto, con la misma persuasión de mi predecesor: “no monoscabéis en nada la saludable doctrina de Cristo es una forma de caridad eminente hacia las almas” (HV 29).


«Por otra parte, la auténtica pedagogía eclesial revela su realismo y su sabiduría solamente desarrollando un compromiso tenaz y valiente en crear y sostener todas aquellas condiciones humanas –psicológicas, morales y espirituales– que son indispensables para comprender y vivir el valor y la norma moral. Y no hay duda de que entre estas condiciones se deben incluir la constancia y la paciencia, la humildad y la fortaleza de ánimo, la confianza filial en Dios y en su gracia, el recurso frecuente a la oración y a los sacramentos de la Eucaristía y de la reconciliación (HV 25). Confortados así, los esposos cristianos podrán mantener viva la conciencia de la influencia singular que la gracia del sacramento del matrimonio ejerce sobre todas las realidades de la vida conyugal, y por consiguiente también sobre su sexualidad: el don del Espíritu, acogido y correspondido por los esposos, les ayuda a vivir la sexualidad humana según el plan de Dios y como signo del amor unitivo y fecundo de Cristo por su Iglesia.



«Pero entre las condiciones necesarias está también el conocimiento de la corporeidad y de sus ritmos de fertilidad. En tal sentido conviene hacer lo posible para que semejante conocimiento se haga accesible a todos los esposos, y ante todo a las personas jóvenes, mediante una información y una educación clara, oportuna y seria, por parte de parejas, de médicos y de expertos. El conocimiento debe desembocar además en la educación al autocontrol; de ahí la absoluta necesidad de la virtud de la castidad y de la educación permanente en ella. Según la visión cristiana, la castidad no significa absolutamente rechazo ni menosprecio de la sexualidad humana: significa más bien la energía espiritual que sabe defender el amor de los peligros del egoísmo y de la agresividad, y sabe promoverlo hacia su realización plena.


«Pablo VI, con intuición profunda de sabiduría y amor, no hizo más que escuchar la experiencia de tantas parejas de esposos cuando en su encíclica escribió: “El dominio del instinto, mediante la razón y la voluntad libre, impone sin ningún género de duda una ascética, para que las manifestaciones afectivas de la vida conyugal estén en conformidad con el orden recto y particularmente para observar la continencia periódica. Esta disciplina, propia de la pureza de los esposos, lejos de perjudicar el amor conyugal, le confiere un valor humano más sublime. Exige un esfuerzo continuo, pero, en virtud de su influjo beneficioso, los cónyuges desarrollan íntegramente su personalidad, enriqueciéndose de valores espirituales: aportando a la vida familiar frutos de serenidad y de paz y facilitando la solución de otros problemas; favoreciendo la atención hacia el otro cónyuge; ayudando a superar el egoísmo, enemigo del verdadero amor, y enraizando más su sentido de responsabilidad. Los padres adquieren así la capacidad de un influjo más profundo y eficaz para educar a los hijos” (HV 21)» [33].



La castidad de los padres educa la castidad de los hijos. Cuántos problemas hay en la educación de los hijos que, mientras los padres persistan en la profanación del sagrado matrimonio por una habitual anticoncepción, resultan insuperables. Nadie da lo que no tiene, ni transmite lo que no vive.



Sigue enseñando Juan Pablo II: «La educación para el amor como don de sí mismo constituye también la premisa indispensable para los padres, llamados a ofrecer a los hijos una educación sexual clara y delicada. Ante una cultura que “banaliza” en gran parte la sexualidad humana, porque la interpreta y la vive de manera reductiva y empobrecida, relacionándola únicamente con el cuerpo y el placer egoísta, el servicio educativo de los padres debe basarse sobre una cultura sexual [por ellos vivida] que sea verdadera y plenamente personal….


«En este contexto es del todo irrenunciable la educación para la castidad, como virtud que desarrolla la auténtica madurez de la persona y la hace capaz de respetar y promover “el significado esponsal” del cuerpo. Más aún, los padres cristianos reserven una atención y cuidado especial –discerniendo los signos de la llamada de Dios– a la educación para la virginidad, como forma suprema del don de uno mismo, que constituye el sentido mismo de la sexualidad humana» [37].



Los esposos separados o que sufren un divorcio impuesto también están llamados a perseverar en la castidad. «La separación, obviamente, debe considerarse como un remedio extremo, después de que cualquier intento razonable haya sido inútil. La soledad y otras dificultades son a veces patrimonio del cónyuge separado, especialmente si es inocente». Y «parecido es el caso del cónyuge que ha tenido que sufrir el divorcio, pero que –conociendo bien la indisolubilidad del vínculo matrimonial válido– no se deje implicar en una nueva unión, empeñándose en cambio en el cumplimiento prioritario de sus deberes familiares y de las responsabilidades de la vida cristiana.



«En tal caso su ejemplo de fidelidad y de coherencia cristiana asume un particular valor de testimonio frente al mundo y a la Iglesia, haciendo todavía más necesaria por parte de ésta una acción continua de amor y de ayuda, sin que exista obstáculo alguno para la admisión a los sacramentos» [83].



Hay también divorciados que se vuelven a casar, «obviamente sin el rito religioso católico. Tratándose de una plaga que, como otras, invade cada vez más ampliamente incluso los ambientes católicos, el problema debe afrontarse con atención improrrogable. La Iglesia, instituida para conducir a la salvación a todos los hombres, sobre todo a los bautizados, no puede abandonar a sí mismos a quienes –unidos ya con el vínculo matrimonial sacramental– han intentado pasar a nuevas nupcias. Por lo tanto procurará infatigablemente poner a su disposición los medios de salvación. Los pastores, por amor a la verdad, está obligados a discernir bien las situaciones», que tienen causas y circunstancias a veces sumamente diversas.



…«ayuden a los divorciados, procurando con solícita caridad que no se consideren separados de la Iglesia, pudiendo y aún debiendo, en cuanto bautizados, participar en su vida», oyendo la Palabra divina, asistiendo a la Misa, ayudándose de la oración, la educación de los hijos, las obras de caridad y de penitencia. «La Iglesia, no obstante, fundándose en la Sagrada Escritura, reafirma su praxis de no admitir a la comunión ecuarística a los divorciados que se casan otra vez. Son ellos mismos los que impiden que se les admita, ya que su estado y situación de vida contradicen objetivamente la unión de amor entre Cristo y la Iglesia, significada y actualizada en la Eucaristía…


«La Iglesia está firmemente convencida de que también quienes se han alejado del mandato del Señor y viven en tal situación, pueden obtener de Dios la gracia de la conversión y de la salvación, si perseveran en la oración, en la penitencia y en la caridad» [84].



José María Iraburu, sacerdote





Índice de Reforma o apostasía




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