“Una fe que no da fruto en las obras no es fe", ha dicho el Papa Francisco.
Sobre este tema, fe-obras, fe-caridad, o, mejor aún, fe-testimonio-caridad, he tenido ocasión de reflexionar en estos últimos meses. He publicado, al respecto, un artículo en la Revista Española de Teología sobre el “Carácter testimonial de la fe cristiana”, y, en la misma línea, he podido pronunciar una conferencia en Lugo, en las “Jornadas de Teología", sobre “Fe y caridad”.
Para los lectores del blog reproduzco, sin el aparato crítico, el texto de esta última conferencia, del 12 de febrero. Espero que les ayude y pido disculpas porque, sin citar las notas, algunas afirmaciones pueden aparecer como poco fundamentadas.
Me ha animado a dar este paso la homilía mencionada del Papa Francisco. Espero que el texto completo sea publicado próximamente en Telmus.
1. Introducción
Las virtudes teologales – la fe, la esperanza y la caridad - se refieren directamente a Dios y adaptan las facultades del hombre – entre ellas, la facultad de conocer, de amar y de esperar – a la participación en la naturaleza divina; participación que la gracia hace posible. Son principios dinamizadores de la vida cristiana, ya que nos hacen capaces de obrar, de actuar, como hijos de Dios .
La caridad consiste en amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos por amor de Dios. El apóstol San Pablo nos dice que la caridad es superior a todas las virtudes: “Ahora subsisten la fe, la esperanza y la caridad, estas tres. Pero la mayor de todas ellas es la caridad” (1 Co 13,13).
La caridad anima e inspira el ejercicio de todas las virtudes. Sin ella, la fe apenas es fe; sería fe muerta. Y la esperanza, sin el amor, no es posible.
El papa Benedicto XVI, al comienzo de su encíclica Spe salvi, escribió, refiriéndose al momento en que santa Josefina Bakhita - la esclava sudanesa canonizada por Juan Pablo II - conoció a Jesucristo:
“En este momento tuvo « esperanza »; no sólo la pequeña esperanza de encontrar dueños menos crueles, sino la gran esperanza: yo soy definitivamente amada, suceda lo que suceda; este gran Amor me espera. Por eso mi vida es hermosa. A través del conocimiento de esta esperanza ella fue « redimida », ya no se sentía esclava, sino hija libre de Dios".
Sin la esperanza de ser amados incondicionalmente, no hay esperanza. Sin la caridad, todo muere, hasta la fe.
La categoría de testimonio, que ocupa un lugar destacado en el magisterio de la Iglesia y en la reflexión teológica , resulta particularmente adecuada para profundizar en la relación que vincula a la fe con la caridad.
El testimonio no es, simplemente, una consecuencia de la fe, sino una dimensión interna de la misma; es decir, la fe posee un carácter testimonial.
Nos aproximaremos a esta problemática haciéndonos eco de las referencias que al testimonio hacen dos importantes documentos promulgados en el Año de la Fe: La carta apostólica Porta fidei (PF), de Benedicto XVI, y la encíclica Lumen fidei (LF), del papa Francisco.
En un segundo momento, buscaremos los fundamentos que subyacen en el vínculo que conecta intrínsecamente la fe con el testimonio. Intentaremos mostrar cómo este nexo se esclarece si se tiene en cuenta que Jesucristo es el centro de la fe y, a la vez, el Testigo fiel y veraz. Igualmente, nos fijaremos en el carácter global, totalizante, del acto de creer.
Por último, mostraremos cómo la caridad, la fe que obra por la caridad, unifica el proyecto misionero que propone el papa Francisco en la exhortación apostólica Evangelii gaudium.
2. Creer y testimoniar
¿Qué significa la palabra testimonio? Sustancialmente, este término se emplea para referirse a la unión, a la coherencia, entre fe y vida. Creer, si la fe es auténtica, es indisociable de testimoniar lo que se cree. Al creer, “lo que hacemos no es tanto aceptar la verdad en un acto puramente intelectual, sino abrazarla en una dinámica espiritual que penetra hasta la esencia de nuestro ser. Verdad que se transmite no solo por la enseñanza formal, por importante que esta sea, sino también por el testimonio de una vida íntegra, fiel y santa” .
Como ya se ha indicado, los dos documentos más significativos relacionados con el Año de la Fe son la carta apostólica Porta fidei y la encíclica Lumen fidei. En ambos textos sobre la fe se hacen múltiples referencias al testimonio cristiano. Trataremos de recoger en este apartado lo esencial de estas referencias.
2.1. La carta apostólica “Porta fidei”
En la carta apostólica Porta fidei, con la que se convoca el Año de la Fe, el papa Benedicto XVI alude en numerosas ocasiones al testimonio. Recordando que no es la primera vez que la Iglesia celebra un Año de la Fe, Benedicto XVI evoca la iniciativa de Pablo VI, quien proclamó un Año similar en 1967 “para conmemorar el martirio de los apóstoles Pedro y Pablo en el décimo noveno centenario de su supremo testimonio” (PF 4).
Esta conmemoración, este hacer memoria del martirio – supremo testimonio – de San Pedro y San Pablo no era un mera evocación de un acontecimiento pasado, sino un recuerdo que entrañaba un compromiso para el presente: ante todo, profesando la fe del Pueblo de Dios “para testimoniar cómo los contenidos esenciales que desde siglos constituyen el patrimonio de todos los creyentes tienen necesidad de ser confirmados, comprendidos y profundizados de manera siempre nueva”, a fin de “dar un testimonio coherente en condiciones históricas distintas a las del pasado” (PF 4).
El testimonio apostólico fundante, rubricado con el martirio, es relacionado de este modo con el actual testimonio cristiano, siguiendo una lógica que armoniza la continuidad con la apertura a la novedad: los contenidos esenciales de la fe no varían, pero han de ser comprendidos y profundizados con la finalidad de que en situaciones históricas nuevas se dé un testimonio coherente con los orígenes.
Algo similar pidió Benedicto XVI a propósito de la hermenéutica del Concilio Vaticano II. Para que el Concilio suponga “una gran fuerza para la renovación siempre necesaria de la Iglesia” habrá que comprenderlo no desde la ruptura, sino desde “la ‘hermenéutica de la reforma’, de la renovación dentro de la continuidad del único sujeto-Iglesia” .
La renovación de la Iglesia alcanza una dimensión concreta en la vida de los cristianos, ya que “pasa también a través del testimonio ofrecido por la vida de los creyentes: con su misma existencia en el mundo, los cristianos están llamados efectivamente a hacer resplandecer la Palabra de verdad que el Señor Jesús nos dejó” (PF 6).
El amor de Cristo mueve a la conversión y a la vida nueva de los bautizados; una vida nueva que “plasma toda la existencia humana en la novedad radical de la resurrección” (PF 6). La fe es inseparable de esta transformación completa del hombre y se convierte en “un nuevo criterio de pensamiento y de acción” que cambia toda la vida. Asimismo, el amor de Cristo está en el origen de la evangelización. La fe crece cuando se vive como experiencia de un amor que se recibe y se comunica. De este modo, el testimonio resulta fecundo. Como decía San Agustín, los creyentes «se fortalecen creyendo» (PF 7).
En el propósito del papa Benedicto XVI el Año de la Fe ha de estar orientado no solo a confesar y a celebrar la fe, sino también a que “el testimonio de vida de los creyentes sea cada vez más creíble” (PF 9); “un testimonio y un compromiso público” (PF 10). La credibilidad del testimonio implica asumir la responsabilidad social de dar cuenta del contenido y de las razones de la fe, ya que creer no es un hecho privado: “La Iglesia en el día de Pentecostés muestra con toda evidencia esta dimensión pública del creer y del anunciar a todos sin temor la propia fe. Es el don del Espíritu Santo el que capacita para la misión y fortalece nuestro testimonio, haciéndolo franco y valeroso” (PF 10).
A propósito del Catecismo de la Iglesia Católica, Benedicto XVI incide en la conexión que vincula sus diversas partes:
“A través de sus páginas se descubre que todo lo que se presenta no es una teoría, sino el encuentro con una Persona que vive en la Iglesia. A la profesión de fe, de hecho, sigue la explicación de la vida sacramental, en la que Cristo está presente y actúa, y continúa la construcción de su Iglesia. Sin la liturgia y los sacramentos, la profesión de fe no tendría eficacia, pues carecería de la gracia que sostiene el testimonio de los cristianos. Del mismo modo, la enseñanza del Catecismo sobre la vida moral adquiere su pleno sentido cuando se pone en relación con la fe, la liturgia y la oración” (PF 11).
El Año de la Fe ha de tener, según el Papa, un carácter que podríamos calificar como narrativo, volviendo a recorrer la historia de nuestra fe, en la que se entrecruzan la santidad y el pecado. La santidad se pone de relieve en “la gran contribución que los hombres y las mujeres han ofrecido para el crecimiento y desarrollo de las comunidades a través del testimonio de su vida” (PF 13).
La historia de la fe tiene su inicio y cumplimiento en Jesucristo (cf Hb 12,2) y encuentra ejemplos singulares en la Virgen María, en los apóstoles – testigos fieles de la Resurrección - , en los primeros discípulos y en los mártires, “que entregaron su vida como testimonio de la verdad del Evangelio, que los había trasformado y hecho capaces de llegar hasta el mayor don del amor con el perdón de sus perseguidores” (PF 13).
La historia de nuestra fe es también la historia de tantos cristianos que se consagraron a Dios, la de tantos que lucharon por la justicia y, asimismo, la de tantos hombres y mujeres que “han confesado a lo largo de los siglos la belleza de seguir al Señor Jesús allí donde se les llamaba a dar testimonio de su ser cristianos: en la familia, la profesión, la vida pública y el desempeño de los carismas y ministerios que se les confiaban” (PF 13).
Una unión especial vincula la fe a la caridad. En consecuencia, el Año de la fe “será también una buena oportunidad para intensificar el testimonio de la caridad”, sabiendo que “la fe sin la caridad no da fruto, y la caridad sin fe sería un sentimiento constantemente a merced de la duda. La fe y el amor se necesitan mutuamente, de modo que una permite a la otra seguir su camino” (PF 14).
Mirando a la situación presente y tratando de percibir los signos de los tiempos, Benedicto XVI señala que la fe “nos compromete a cada uno a convertirnos en un signo vivo de la presencia de Cristo resucitado en el mundo” (PF 15). Se trata de una tarea urgente porque “lo que el mundo necesita hoy de manera especial es el testimonio creíble de los que, iluminados en la mente y el corazón por la Palabra del Señor, son capaces de abrir el corazón y la mente de muchos al deseo de Dios y de la vida verdadera, ésa que no tiene fin” (PF 15).
2.2. La encíclica “Lumen fidei”
Casi al comienzo de la encíclica Lumen fidei el papa Francisco destaca el carácter testimonial de la fe refiriéndose a los primeros cristianos. La misión de estos estaba animada por “la convicción de una fe que hace grande y plena la vida, centrada en Cristo y en la fuerza de su gracia” (LF 5).
En las Actas de los mártires se recoge la respuesta del cristiano Hierax ante el prefecto romano: “Nuestro verdadero padre es Cristo, y nuestra madre, la fe en él” . ¿Por qué la fe es considerada una “madre” por estos cristianos? Porque, como indica el Papa, la fe, en cuanto encuentro con el Dios vivo manifestado en Cristo, “los daba a luz, engendraba en ellos la vida divina, una nueva experiencia, una visión luminosa de la existencia por la que estaban dispuestos a dar testimonio público hasta el final” (LF 5).
En el capítulo primero de la encíclica se hace, de un modo similar al de Porta fidei, una aproximación narrativa a la fe: “si queremos entender lo que es la fe, tenemos que narrar su recorrido, el camino de los hombres creyentes, cuyo testimonio encontramos en primer lugar en el Antiguo Testamento” (LF 8). Se trata, pues, de la historia concreta de hombres y de mujeres cuyas existencias se vieron transformadas por la fe: entre ellos, Abrahán, el pueblo de Israel y la figura mediadora de Moisés.
En esta misma clave testimonial se sitúa el acontecimiento de la muerte de Cristo, en el que encontramos la mayor prueba de la fiabilidad del amor de Dios. En la cruz “resplandece el amor divino en toda su altura y amplitud” y, por consiguiente, en la cruz se sitúa “el momento culminante de la mirada de la fe” (LF 16). Este amor que no se sustrae a la muerte hace posible creer. De la contemplación del Crucificado brota el solemne testimonio de San Juan “para que también vosotros creáis” (Jn 19,35).
La muerte de Cristo no se puede separar de su resurrección. Justamente en cuanto resucitado Él es “testigo fiable, digno de fe (cf Ap 1,5; Hb 2,17), apoyo sólido para nuestra fe” (LF 17). Creer es participar en el modo de ver de Jesús. Creer es, ante todo, “creer a” Jesús y “creer en” Jesús, aceptando su Palabra, su testimonio, porque Él es veraz (cf Jn 6,30; LF 18). La fe es algo más que aceptar su enseñanza; es acogerlo “personalmente en nuestra vida” y confiarse a Él, “uniéndonos a Él mediante el amor y siguiéndolo a lo largo del camino” (LF 18).
Tratando acerca de la relación entre fe, verdad y amor, el papa Francisco niega la supuesta conexión que vincularía, según algunos, verdad con violencia. La fe no nos aísla y mucho menos nos hace intolerantes. De la seguridad de la fe brotan el testimonio y el diálogo: “En lugar de hacernos intolerantes, la seguridad de la fe nos pone en camino y hace posible el testimonio y el diálogo con todos” (LF 34), también con los seguidores de las otras religiones y con los no creyentes que, incluso sin saberlo, buscan a Dios intentando vivir “como si Dios existiese” (LF 35).
La transmisión de la fe se lleva a cabo “mediante una cadena ininterrumpida de testimonios”, a través de los cuales llega a nosotros el rostro de Jesús (cf LF 38). Este modo de transmisión es coherente con el carácter interrelacional del conocimiento humano y es indisociable del aspecto eclesial (y pneumatológico) de la fe: “El pasado de la fe, aquel acto de amor de Jesús, que ha hecho germinar en el mundo una vida nueva, nos llega en la memoria de otros, de testigos, conservado vivo en aquel sujeto único de memoria que es la Iglesia” (LF 38).
De la consideración conjunta de estos dos documentos emergen una serie de constantes. Sin ánimo de exhaustividad, señalamos como más relevantes las siguientes: la importancia de dar un testimonio coherente de la fe en nuestro tiempo; la dimensión concreta del testimonio; la visión de la fe como una realidad que transforma completamente al hombre; el carácter de encuentro personal que posee la fe; la centralidad de Cristo, particularmente de su Pascua, como objeto de la fe; el indisociable nexo que une fe y seguimiento; la singularidad de la transmisión de la fe y la relación entre fe y amor.
Un elemento muy importante es la aproximación a la historia de la fe. No se deduce qué es la fe en abstracto, a priori, sino partiendo de la narración de la historia de los creyentes.
Como hemos adelantado en la introducción, creemos que el estudio del carácter testimonial de la fe queda fundamentado ateniendo especialmente a dos aspectos: al centro de la fe, que es Jesucristo y a la globalidad, o totalidad, del acto de fe.
3. El centro de la fe: Jesucristo, el Testigo fiel y veraz
Jesucristo es el centro de la fe, ya que Él es el Revelador y la Revelación del Padre: “Él, con su presencia y manifestación, con sus palabras y obras, signos y milagros, sobre todo con su muerte y gloriosa resurrección, con el envío del Espíritu de la verdad, lleva a plenitud toda la revelación y la confirma con testimonio divino” (DV 4).
Es la globalidad del misterio de la Encarnación lo que manifiesta al Padre y lo que confirma esta manifestación. El acontecimiento de la Encarnación pone de relieve en grado sumo el carácter histórico y económico de toda la revelación y proporciona la clave interpretativa de su dinámica.
En Jesucristo, centro y plenitud de la revelación, el mensaje se personifica. En consecuencia, responder a la revelación es situarse ante una Persona: “Desde el principio hasta el fin la persona de Cristo es para los cristianos, como lo fue para Abrahán, el centro y la plenitud de la dispensación”, escribía el beato Newman .
En el misterio de la Encarnación, acontecimiento absolutamente novedoso e impredecible, sin parangón en este mundo, el hombre encuentra la historia de la Verdad, la manifestación completa y definitiva de los atributos divinos.
El papa Benedicto XVI ha destacado en numerosas intervenciones la centralidad de Jesucristo para la fe. Al abordar en la exhortación apostólica postsinodal Verbum Domini (VD) la cristología de la Palabra escribe, refiriéndose a la Encarnación: “La Palabra aquí no se expresa principalmente mediante un discurso, con conceptos o normas. Aquí nos encontramos ante la persona misma de Jesús. Su historia única y singular es la palabra definitiva que Dios dice a la humanidad” (VD 11).
Por esta razón, tal como había enseñado en Deus caritas est, “no se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva” (Deus caritas est, 1). Jesús es el Verbo abreviado, la Palabra que no solo se puede oír, que no solo tiene una voz, sino “que tiene un rostro que podemos ver: Jesús de Nazaret” (VD 12).
El gran signo que acredita la credibilidad de la revelación cristiana es, por consiguiente, el mismo Cristo, que se hace perceptible hoy a través del signo de la Iglesia . A Jesucristo tenemos acceso a través del testimonio de los apóstoles; un testimonio realizado en la fe de un acontecimiento acaecido en la historia. La fe y la historia no se contraponen ni se sustituyen la una a la otra. La fe resulta necesaria para captar en la historia la intervención de Dios.
La credibilidad de Jesús de Nazaret se apoya en una triple base: la perfecta coherencia entre el fondo y la forma, entre lo que es y lo que aparece; la historicidad de su figura, a la que podemos acceder también con la ayuda de los métodos histórico-críticos; y, en tercer lugar, en la relevancia de Jesús para iluminar el sentido de la vida humana.
Nuestra coherencia casi nunca es perfecta. Podemos aparentar ser lo que no somos. En Jesús no existe ni un átomo de disonancia entre lo que parece que es y lo que es en realidad: el Hijo de Dios y el Salvador del mundo. Su actuación, sus palabras y sus obras, responden plenamente a su identidad más profunda.
La coherencia de Jesús no es el resultado de la imaginación de un escritor dotado para crear personajes que al lector les resulten verosímiles. Jesús ha habitado entre nosotros, ha entrado en nuestra historia, y de su vida terrena tenemos huellas y datos a los que podemos acceder mediante una investigación histórica que, sin traicionar la autonomía propia de sus métodos, no renuncie tampoco a abrirse a la luz que pueda proceder de la fe. Sabemos qué ha hecho Jesús, pero sabemos también – podemos saberlo – cuál fue su modo de acercarse a la muerte y cuál fue, en definitiva, su autoconciencia.
Sobre todo con su Pascua, con su Muerte y Resurrección, Jesús confirma con testimonio divino la revelación. Él es “el que inició y completa nuestra fe” (Heb 12,2) y el “testigo fiel” (Ap 1,5) La credibilidad de su testimonio radica en la credibilidad de su amor: “Dios nos demostró su amor en que, siendo nosotros todavía pecadores, Cristo murió por nosotros” (Rom 5,8).
En la unidad del acontecimiento pascual, el amor trinitario de Dios sale al encuentro de la humanidad. La muerte de Cristo expresa en el lenguaje humano la totalidad de la revelación del amor de Dios. San Marcos anota que el centurión que estaba en frente de la Cruz, “al ver cómo había expirado”, dijo: “Verdaderamente este hombre era hijo de Dios” (Mc 15,39).
Pero la muerte adquiere toda su plenitud de significado a partir de la resurrección, ya que la esencia del amor trinitario no se detiene ante la muerte, sino que en la muerte se hace vida. El amor de Dios es, literalmente, más fuerte que la muerte (cf Cant 8,6).
La muerte del Señor demuestra su inmenso amor, pero “solo su resurrección es ‘prueba segura’, es certeza de que lo que afirma es verdad, que vale también para nosotros, para todos los tiempos”.
Sin la fe firme en la resurrección de Jesús se debilita el testimonio de los creyentes: “si falla en la Iglesia la fe en la Resurrección, todo se paraliza, todo se derrumba. Por el contrario, la adhesión de corazón y mente a Cristo muerto y resucitado cambia la vida e ilumina la existencia de las personas y de los pueblos”.
Pero no bastaría con estos dos factores – la coherencia y la historicidad -; es preciso asimismo que Jesús tenga algo que decir para la vida del hombre, que nos concierna de algún modo, que no podamos prescindir de Él – de su persona y de su mensaje – “sin falta y sin pérdida” . Porque, tal como enseña el Concilio Vaticano II, “el misterio del hombre solo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado” (GS 22).
4. La globalidad del acto de creer
La fe encuentra en la revelación su contenido, su fundamento y su motivo último. Por su carácter de novedad, la revelación marca las condiciones peculiares que ha de tener la forma de aproximarse a ella . Es la manifestación de Dios la que pide y suscita la respuesta de la fe.
El contenido de la fe es el misterio de Dios revelado en Jesucristo como verdad y salvación para el hombre. La revelación es el fundamento de la fe porque el misterio de Dios se hace accesible al hombre en la historicidad de la Encarnación. Este acontecimiento singular supone la garantía definitiva en la que apoyarse para abrirse a la novedad divina, pues el Absoluto asume como lenguaje expresivo la humanidad de Cristo, la globalidad de su presencia, de sus palabras y obras.
El fundamento es, por tanto, el motivo de la fe, porque solo creyendo a Cristo el hombre entra en contacto con la Verdad en la que consiste su salvación. Un reconocimiento de la verdad que salva que no se produce si el hombre no recibe, por pura gracia, el don de la fe como medio cognoscitivo proporcionado, ya que solamente se puede conocer a Dios a través del don de Dios.
La fe recibe su especificidad formal de su motivo y fundamento. El creyente se adhiere a la revelación propter auctoritatem Dei revelantis, ya que es Dios mismo quien da testimonio de sí y quien garantiza su propio testimonio. Pero la auctoritas no es externa a la revelatio, porque la veracidad del testigo es inseparable de la verdad del testimonio.
Si tenemos en cuenta, como ya hemos dicho, que Cristo es el centro de la revelación, se comprende esta no exterioridad de la auctoritas con respecto a la revelatio: Él es simultáneamente el testigo fiel y veraz y la Verdad testimoniada; la auctoritas Dei revelantis “en su realidad concreta e irreductible” .
Desde la perspectiva del sujeto, el acto de fe es la respuesta del hombre a la revelación divina (cf DV 5). A Dios que se revela, el hombre le presta con la fe el pleno obsequium de la inteligencia y de la voluntad . El Concilio Vaticano II, incorporando esta doctrina, presenta la fe como un acto que es, a la vez, entrega total y libre del hombre a Dios que se revela y voluntario asentimiento a lo que Él revela.
La fe es un único acto que consiste en la entrega obediencial de todo el hombre a Dios. Conceder prioridad a la síntesis sobre el análisis de la fe ayuda a preservar esta unidad. La fe es gracia, don divino, y considerada como una cualidad estable del alma es una virtud sobrenatural infundida por Dios.
La Encarnación ha manifestado en la historia la llamada a la comunión de vida con Dios, que Él – Dios - dirige al hombre. Por la gracia, lo humano es asumido por lo divino en orden a una planificación gratuita. Dios connaturaliza consigo al hombre iluminando su inteligencia con la luz de la fe y atrayendo su voluntad para que el hombre se sienta inclinado a creer la revelación. La gracia prepara al hombre a la fe transformando su corazón, el centro de su personalidad, y convirtiéndolo hacia Dios.
Siendo don divino, la fe es a la vez un acto humano, personal; un acto intelectual y moral mediante el cual el hombre accede al conocimiento de la revelación y compromete plenamente su libertad. Es todo el hombre el que cree, el que se sitúa ante la revelación divina – ante Cristo – y responde a ella. Con Cristo, “la fe adquiere la forma del encuentro con una Persona a la que se confía la propia vida” (VD 25).
En el acto de fe se expresa en síntesis lo que el hombre es, quiere y conoce. Al creer, el hombre renuncia a erigirse a sí mismo en medida y criterio de toda verdad y se adhiere de forma total y permanente a la revelación divina para entrar en comunión con el misterio de Dios, percibido como salvación y sentido definitivo de la propia vida.
La fe no es una mera adhesión teórica, sino también práctica. El creyente, al confiar la propia vida a Cristo, se abre a la transformación de su propia existencia. La fe, por su carácter totalizante, determina radicalmente la orientación del propio ser y se convierte en un principio de acción que se plasma en la sequela Christi .
Tocamos, de este modo, el aspecto central del carácter testimonial de la fe cristiana. La fe sin obras, la fe separada de la vida, disociada del testimonio, es vana. Es una fe muerta, como decía el apóstol Santiago (2,14-16). Y San Pablo sostiene que la fe verdadera va acompañada necesariamente de las obras producidas en nosotros por el Espíritu (Rom 8,4; Ef 2,8-10).
Aunque la pérdida de la unión con Dios por el pecado no implica necesariamente la desaparición de la fe, eso no significa que la fe pueda existir sin la aspiración al amor de Dios, a la salvación. En definitiva, “la vida cristiana no es una consecuencia de la fe, sino su auténtica realización en el hombre; por la acción asiente el hombre plenamente al misterio de Cristo como real” .
5. La caridad y la renovación misionera de la Iglesia: “Evangelii gaudium”
La fe obra por la caridad (cf Gál 5,6). Y en la caridad encuentra su síntesis y su expresión más pura el testimonio cristiano.
En la exhortación apostólica Evangelii Gaudium (EG), la palabra “caridad” aparece mencionada en 16 de los 288 números en los que se divide el documento . Por su parte, la palabra “amor” es casi omnipresente. Fijémonos en algunos textos significativos, siguiendo los cinco capítulos de la exhortación.
5.1. La transformación misionera de la Iglesia
En el primer capítulo de EG, el Papa, haciéndose eco del mandato de Cristo (cf Mt 28,19-20), convoca a la Iglesia a “salir”, a no quedar replegada sobre sí misma, sino a renovarse para abrirse a la misión:
“Sueño con una opción misionera capaz de transformarlo todo, para que las costumbres, los estilos, los horarios, el lenguaje y toda estructura eclesial se convierta en un cauce adecuado para la evangelización del mundo actual más que para la autopreservación. La reforma de estructuras que exige la conversión pastoral sólo puede entenderse en este sentido: procurar que todas ellas se vuelvan más misioneras, que la pastoral ordinaria en todas sus instancias sea más expansiva y abierta, que coloque a los agentes pastorales en constante actitud de salida y favorezca así la respuesta positiva de todos aquellos a quienes Jesús convoca a su amistad"(EG 27).
Esta conversión misionera de la Iglesia exige un modo determinado de comunicar el mensaje cristiano: una concentración del anuncio en lo esencial del Evangelio (cf EG 34).
¿Y qué es lo esencial? ¿Qué constituye el corazón del Evangelio? Pues justamente el anuncio del amor de Dios: “En este núcleo fundamental lo que resplandece es la belleza del amor salvífico de Dios manifestado en Jesucristo muerto y resucitado” (EG 36).
Toda la enseñanza de la Iglesia, también la enseñanza moral, ha de remitirse a ese núcleo. No todo tiene en esta enseñanza el mismo peso, la misma importancia, sino que hay una jerarquía en las verdades, en las virtudes y en los actos que de ellas proceden. Y en el centro de la enseñanza moral lo que cuenta es ante todo “la fe que se hace activa por la caridad” (Gál 5,6). Y, citando a Santo Tomás, añade el Papa:
“Las obras de amor al prójimo son la manifestación externa más perfecta de la gracia interior del Espíritu: «La principalidad de la ley nueva está en la gracia del Espíritu Santo, que se manifiesta en la fe que obra por el amor». Por ello explica que, en cuanto al obrar exterior, la misericordia es la mayor de todas las virtudes: «En sí misma la misericordia es la más grande de las virtudes, ya que a ella pertenece volcarse en otros y, más aún, socorrer sus deficiencias. Esto es peculiar del superior, y por eso se tiene como propio de Dios tener misericordia, en la cual resplandece su omnipotencia de modo máximo»” (EG 37).
En el corazón, pues, de la enseñanza moral de la Iglesia está el anuncio de la fe que obra por la caridad y que se traduce en misericordia, en la disposición a volcarse en las necesidades de los demás para socorrer sus deficiencias. Sería, en consecuencia, desproporcionado hablar mucho en la predicación de otras virtudes, por importantes que sean, y no destacar convenientemente lo que es central:
“Por ejemplo, si un párroco a lo largo de un año litúrgico habla diez veces sobre la templanza y sólo dos o tres veces sobre la caridad o la justicia, se produce una desproporción donde las que se ensombrecen son precisamente aquellas virtudes que deberían estar más presentes en la predicación y en la catequesis” (EG 38).
5.2. En la crisis del compromiso comunitario
En el capítulo segundo de EG, el Papa aplica su mirada, en la línea de un discernimiento evangélico (cf EG 50), a la situación del mundo y de la Iglesia, centrándose en lo que él denomina las “tentaciones de los agentes pastorales”.
De la mirada dirigida al mundo brotan algunos “noes”: No a una economía de la exclusión, no a la nueva idolatría del dinero, no a un dinero que gobierna en lugar de servir y no a la inequidad que genera violencia. También el escrutinio del Papa se fija en algunos desafíos culturales para la fe; desafíos para la inculturación de la fe y para su inserción en culturas urbanas.
En la segunda parte de este capítulo, analiza, como hemos señalado, las “tentaciones de los agentes de pastoral”. Entre estas tentaciones están la acedia egoísta, el pesimismo estéril, la mundanidad espiritual y la guerra entre nosotros.
Precisamente al hablar de los enfrentamientos entre los miembros de la Iglesia, el Papa vuelve a poner el acento en la caridad, como elemento clave que ha de fortalecer el compromiso comunitario:
“Pidamos al Señor que nos haga entender la ley del amor. ¡Qué bueno es tener esta ley! ¡Cuánto bien nos hace amarnos los unos a los otros en contra de todo! Sí, ¡en contra de todo! A cada uno de nosotros se dirige la exhortación paulina: «No te dejes vencer por el mal, antes bien vence al mal con el bien» (Rm 12,21). Y también: «¡No nos cansemos de hacer el bien!» (Ga 6,9). […] ¡No nos dejemos robar el ideal del amor fraterno!” (EG 101).
5.3. El anuncio del Evangelio
En el capítulo tercero de EG, el papa Francisco se ocupa de la prioridad absoluta que ha de tener en la Iglesia “la evangelización, como predicación alegre, paciente y progresiva de la muerte y resurrección salvífica de Jesucristo” (EG 110).
El Papa explica cómo todo el Pueblo de Dios tiene la misión de anunciar el Evangelio, destaca la importancia de la homilía y de su preparación, e incide en la importancia de profundizar en el kerygma. En este contexto, vuelve a resaltar el carácter nuclear del amor al prójimo:
“Se trata de «observar» lo que el Señor nos ha indicado, como respuesta a su amor, donde se destaca, junto con todas las virtudes, aquel mandamiento nuevo que es el primero, el más grande, el que mejor nos identifica como discípulos: «Éste es mi mandamiento, que os améis unos a otros como yo os he amado» (Jn 15,12). Es evidente que cuando los autores del Nuevo Testamento quieren reducir a una última síntesis, a lo más esencial, el mensaje moral cristiano, nos presentan la exigencia ineludible del amor al prójimo: «Quien ama al prójimo ya ha cumplido la ley […] De modo que amar es cumplir la ley entera» (Rm 13,8.10)"(EG 161).
Vivir el mandamiento nuevo es, en consecuencia, la meta del camino de formación y maduración que se inicia con el anuncio de Cristo. En esta misma línea, la predicación tiene como objetivo buscar la síntesis, la unidad que crea el amor: “El predicador tiene la hermosísima y difícil misión de aunar los corazones que se aman, el del Señor y los de su pueblo. El diálogo entre Dios y su pueblo afianza más la alianza entre ambos y estrecha el vínculo de la caridad” (EG 143).
5.4. La dimensión social de la evangelización
La misión evangelizadora, explica el Papa en el capítulo cuarto de la exhortación, quedaría mutilada si no se tuviese en cuenta su dimensión social: “El kerygma tiene un contenido ineludiblemente social: en el corazón mismo del Evangelio está la vida comunitaria y el compromiso con los otros. El contenido del primer anuncio tiene una inmediata repercusión moral cuyo centro es la caridad” (EG 177).
Más aún, “«el servicio de la caridad es también una dimensión constitutiva de la misión de la Iglesia y expresión irrenunciable de su propia esencia». Así como la Iglesia es misionera por naturaleza, también brota ineludiblemente de esa naturaleza la caridad efectiva con el prójimo, la compasión que comprende, asiste y promueve”(EG 179).
El mandato de la caridad no puede quedar reducido a “una mera suma de pequeños gestos personales dirigidos a algunos individuos necesitados” (EG 180), a una “caridad a la carta”:
“la misión del anuncio de la Buena Nueva de Jesucristo tiene una destinación universal. Su mandato de caridad abraza todas las dimensiones de la existencia, todas las personas, todos los ambientes de la convivencia y todos los pueblos. Nada de lo humano le puede resultar extraño». La verdadera esperanza cristiana, que busca el Reino escatológico, siempre genera historia"(EG 181).
Trabajar a favor de la inclusión social de los pobres, apostando por el desarrollo integral de los más abandonados de la sociedad (cf EG 186), supone escuchar su clamor. La Palabra de Dios, ya en el Antiguo Testamento, nos urge a dejarnos estremecer ante el dolor ajeno:
“La misma síntesis aparece recogida en el Nuevo Testamento: «Tened ardiente caridad unos por otros, porque la caridad cubrirá la multitud de los pecados» (1 Pe 4,8). Esta verdad penetró profundamente la mentalidad de los Padres de la Iglesia y ejerció una resistencia profética contracultural ante el individualismo hedonista pagano"(EG 193).
La opción por los pobres se inspira en la preferencia divina por los más necesitados y consiste en “una «forma especial de primacía en el ejercicio de la caridad cristiana, de la cual da testimonio toda la tradición de la Iglesia»” (EG 198). Sin ella, sin esa opción, como enseñaba Juan Pablo II, “el anuncio del Evangelio, aun siendo la primera caridad, corre el riesgo de ser incomprendido o de ahogarse en el mar de palabras al que la actual sociedad de la comunicación nos somete cada día” (cf EG 199).
La caridad no ha de informar solo las pequeñas relaciones entre los hombres, sino también las grandes relaciones sociales y políticas:
“Tenemos que convencernos de que la caridad «no es sólo el principio de las micro-relaciones, como en las amistades, la familia, el pequeño grupo, sino también de las macro-relaciones, como las relaciones sociales, económicas y políticas»[175]. ¡Ruego al Señor que nos regale más políticos a quienes les duela de verdad la sociedad, el pueblo, la vida de los pobres!"(EG 205).
“La realidad es superior a la idea”, dice el Papa (cf EG 233). Esto quiere decir, entre otras cosas, que la Palabra de Dios ha de llevarse a la práctica: “este criterio nos impulsa a poner en práctica la Palabra, a realizar obras de justicia y caridad en las que esa Palabra sea fecunda. No poner en práctica, no llevar a la realidad la Palabra, es edificar sobre arena, permanecer en la pura idea y degenerar en intimismos y gnosticismos que no dan fruto, que esterilizan su dinamismo” (EG 233).
5.5. Evangelizadores con Espíritu
El último capítulo, el Papa propone “algunas reflexiones acerca del espíritu de la nueva evangelización”. Se hace preciso, anota, “una espiritualidad que transforme el corazón”:
“Evangelizadores con Espíritu quiere decir evangelizadores que oran y trabajan. Desde el punto de vista de la evangelización, no sirven ni las propuestas místicas sin un fuerte compromiso social y misionero, ni los discursos y praxis sociales o pastorales sin una espiritualidad que transforme el corazón. Esas propuestas parciales y desintegradoras sólo llegan a grupos reducidos y no tienen fuerza de amplia penetración, porque mutilan el Evangelio"(EG 262).
6. Conclusión
En el núcleo del Cristianismo está el amor, cuya credibilidad resplandece en la Cruz y en la Resurrección del Señor. Y es precisamente el amor, la caridad, lo que da forma a la fe, lo que la convierte en un principio de acción, lo que hace posible, en definitiva, que la fe sea plenamente fe.
Como enseñaba el beato Newman, el amor impide que la fe degenere en lo que no puede ser, superstición o fanatismo: “Es la santidad, o la observancia del deber, o la nueva creación, o el alma inhabitada por el Espíritu Santo – llamémosle como queramos - , el principio vivificante e iluminador de la fe verdadera, el que le da ojos, manos y pies”.
Tanto en Porta fidei como en Lumen fidei se trata del vínculo que une a la fe con la caridad: “La fe y el amor se necesitan mutuamente” (PF 14). Más aun, como dice el papa Francisco en LF 26, citando a San Pablo, “con el corazón se cree” (Rom 10,10).
El amor da la clave para comprender en qué consiste el carácter testimonial de la fe cristiana y la naturaleza más íntima del creer: en el corazón “nos abrimos a la verdad y al amor, y dejamos que nos toquen y nos transformen en lo más hondo. La fe transforma toda la persona, precisamente porque la fe se abre al amor” (LF, 26).
Testimoniar la fe es dejarse “tocar” por Jesucristo, por su amor (cf LF31), “dejándose abrazar por su misericordia para ser portador de su misericordia” (LF 46). Testimoniar la fe es vivir y contagiar ese amor que despliega el camino a la esperanza (cf LF 57).
El testimonio cristiano es la expresión y la síntesis concreta del dinamismo de la fe movida por la caridad y abierta a la esperanza. A este desafío nos convoca, en Evangelii gaudium, el papa Francisco.
Guillermo Juan Morado.
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