Homilía para el VII Domingo durante el año A
En este domingo debemos reflexionar sobre las dos últimas antítesis que Jesús pronunció en el sermón del monte: perdonar a los que nos ofenden y amar al enemigo. Es decir, que seguimos hablando de la plenitud de la ley, de la ley que, según Jesús, no cumplían en su plenitud los escribas y los fariseos. La primera de las antítesis hace referencia al mandato que establecía la llamada ley del talión, tal como está escrita en el libro del Éxodo, 21, 25: ojo por ojo y diente por diente. La ley del talión era considerada por los judíos como una ley sagrada, dada por Moisés a su pueblo, para impedir la venganza desproporcionada e indiscriminada. En su momento, fue una ley buena y necesaria. Pero Jesús de Nazaret les pide a sus discípulos que ellos vayan mucho más allá de la ley (el Evangelio no es un voluntarismo es la vivencia de una nueva forma de ser, inaugurada por Cristo, la ley es importante en esta dinámica, no en la materialidad de la letra); si reciben una bofetada en la mejilla, no sólo no respondan con otra bofetada en la mejilla del agresor, sino que presenten mansamente la otra mejilla. Yo no sé si nosotros, en nuestro comportamiento diario, somos más partidarios de la ley de Moisés, que del consejo de Jesús. Pero lo que sí sé es que la plenitud del perdón, según el mandamiento de Jesús, nos obliga a no devolver mal por mal, sino a vencer el mal con el bien. Los cristianos debemos ofrecer mansedumbre y paz siempre, incluso a los que nos ofenden o injurian injustamente. Es evidente que ahora existen los tribunales de justicia, y que también los cristianos tenemos derecho a hacer uso de ellos cuando lo creamos justo y conveniente. Pero en la convivencia de cada día debemos esforzarnos en parecer y en ser siempre mansos y humildes de corazón. Todo esto vivido en la prudencia: Jesús nos enseña a poner la otra mejilla, pero cuando el criado del sumo sacerdote le pega, Jesús le dice: “si he hecho mal dime en qué y si no por qué me pegas…”. Es decir, ni todo el día reclamando lo que me corresponde con un “yoyismo ridículo”, ni tampoco, volviéndose uno un tonto que eso Jesús no lo quiere.
La segunda de las antítesis que nos presenta Jesús este domingo se refiere al amor a los enemigos: “Yo, en cambio, les digo: amen a sus enemigos, hagan el bien a los que les aborrecen y recen por los que los persiguen y calumnian”. ¿Es posible amar a los enemigos? Afectivamente, casi nunca es posible, pero lo que nos manda Cristo no es que amemos afectivamente a los enemigos, sino que les hagamos el bien y recemos por ellos. Esto no sólo es posible hacerlo, sino que haciéndolo nos sentiremos mucho mejor. La apalabra <amar> a una persona significa en este caso hacerle el bien, rezar por ella. Nos dice Jesús que si hacemos esto actuaremos como verdaderos hijos de Dios, de un Dios padre de todos, que hace salir el sol sobre buenos y malos. Amar a una persona en la medida en la que ella nos ama, es relativamente fácil; amar a una persona más allá de la medida en la que ella nos ama, es difícil. Eso es amar sin medida, amar con la medida de Dios. Muchas personas dicen: yo perdono, pero no olvido (un eufemismo para decir no perdono, pues el perdón depende de la voluntad y no de la memoria). Pues si perdonan en sentido cristiano, ya es suficiente. Olvidar, ya sabemos que, psicológicamente, es imposible y nadie nos lo va a exigir. Esa es la paz de conciencia que nos debe dar la religión, ante las injurias, los insultos y los daños no merecidos. Lo ideal sería que no nos importen la falsedades versadas sobre nosotros. El perdón es la cara humilde del amor; el que sabe perdonar, sabe amar.
¿No saben que son templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en ustedes? Este pensamiento que San Pablo escribe a los primeros cristianos de Corinto es un pensamiento que nos debe llenar de paz y, al mismo tiempo, de responsabilidad. El templo no es sagrado por la riqueza arquitectónica de sus muros, o por la suntuosidad interior y exterior que presenta al que lo mira. El templo es sagrado porque es la casa visible donde Dios se manifiesta. Si nosotros somos templos de Dios, debemos presentarnos a los demás como personas en las que Dios habita y en las que Dios se manifiesta. Dios quiere vivir en nosotros como un Dios bondadoso y lleno de amor. Si sabemos vaciarnos de nuestro yo vanidoso y carnal, Dios podrá manifestarse en nosotros como un Dios Amor, como el Dios de Jesucristo. Así cada uno de nosotros será un templo vivo de Dios, porque el Espíritu de Dios habita en nosotros.
Esta conclusión dura, exigente, de las bienaventuranzas (poner la otra mejilla y amar al enemigo) nos recuerdan que ellas son un don para nosotros. Y este don debe ser vivido en el horizonte de la santidad. La santidad no es tener una aureola, sino ser amigos de Jesús, el sufrir por sufrir, la pobreza por ella misma, son cosas que Dios no quiere en sí, las quiere si son reflejo de una vida en amistad con Jesús.
En este sentido decía el papa emérto Benedicto XVI, en el ángelus del 30 de enero del 2011: “Un antiguo eremita afirma: «Las Bienaventuranzas son dones de Dios, y debemos estarle muy agradecidos por ellas y por las recompensas que de ellas derivan, es decir, el reino de los cielos en el siglo futuro, la consolación aquí, la plenitud de todo bien y misericordia de parte de Dios… una vez que seamos imagen de Cristo en la tierra» (Pedro de Damasco, en Filocalia, vol. 3, Turín 1985, p. 79). El Evangelio de las Bienaventuranzas se comenta con la historia misma de la Iglesia, la historia de la santidad cristiana, porque —como escribe san Pablo— «Dios ha escogido lo débil del mundo para humillar lo poderoso; ha escogido lo despreciable, lo que no cuenta, para anular a lo que cuenta» (1 Co 1, 27-28). Por esto la Iglesia no teme la pobreza, el desprecio, la persecución en una sociedad a menudo atraída por el bienestar material y por el poder mundano. San Agustín nos recuerda que «lo que ayuda no es sufrir estos males, sino soportarlos por el nombre de Jesús, no sólo con espíritu sereno, sino incluso con alegría» (De sermone Domini in monte, I, 5, 13: CCL 35, 13)”
Pidamos esto hoy de manos de nuestra Madre la Virgen, pidámoslo especialmente para la Iglesia, para nuestro Papa Francisco, para los nuevos cardenales, especialmente para el nuestro: Su Eminencia Mario Poli: ¡Qué sepamos recibir y vivir el don de las Bienaventuranzas!
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