El sagrario


Abundan, en los últimos años, iniciativas muy loables de adoración perpetua al Santísimo Sacramento. La Iglesia nos enseña que no solamente tributamos culto a la Eucaristía en la celebración de la Santa Misa, sino también “fuera de su celebración: conservando con el mayor cuidado las hostias consagradas, presentándolas a los fieles para que las veneren con solemnidad, llevándolas en procesión en medio de la alegría del pueblo” (Pablo VI, “Mysterium fidei”, 56).


Me gustaría detenerme en la primera de estas manifestaciones de culto, además de la celebración de la Misa: “conservando con el mayor cuidado las hostias consagradas”.


Para este fin existe el sagrario. El n. 1379 del “Catecismo” nos ofrece, al respecto, una preciosa síntesis: “El sagrario (tabernáculo) estaba primeramente destinado a guardar dignamente la Eucaristía para que pudiera ser llevada a los enfermos y ausentes fuera de la misa. Por la profundización de la fe en la presencia real de Cristo en su Eucaristía, la Iglesia tomó conciencia del sentido de la adoración silenciosa del Señor presente bajo las especies eucarísticas. Por eso, el sagrario debe estar colocado en un lugar particularmente digno de la iglesia; debe estar construido de tal forma que subraye y manifieste la verdad de la presencia real de Cristo en el santísimo sacramento”.


Una secuencia vincula las diversas afirmaciones: La Eucaristía se guarda para que puedan comulgar los que, por estar impedidos, no pueden participar en la Santa Misa. Pero la fe de la Iglesia – la Tradición - no es estática, sino que tiende a explicitar lo que, en un primer momento, se acepta de modo implícito. Y por esta razón, profundiza en la presencia real de Cristo y toma conciencia del sentido de adorar al Señor presente en las especies eucarísticas. La consecuencia es que el sagrario ha de estar colocado en un lugar digno y subrayar, incluso por su forma, la verdad de la presencia real de Cristo.


El beato Juan Pablo II enseñaba en “Ecclesia de Eucharistia”: “Si el cristianismo ha de distinguirse en nuestro tiempo sobre todo por el « arte de la oración », ¿cómo no sentir una renovada necesidad de estar largos ratos en conversación espiritual, en adoración silenciosa, en actitud de amor, ante Cristo presente en el Santísimo Sacramento? ¡Cuántas veces, mis queridos hermanos y hermanas, he hecho esta experiencia y en ella he encontrado fuerza, consuelo y apoyo!” (n. 25).


Por su parte, Benedicto XVI ha recordado en la exhortación apostólica postsinodal “Sacramentum caritatis” la relación intrínseca que une la celebración eucarística a la adoración y, específicamente, sobre el sagrario dice:


“es necesario que el lugar en que se conservan las especies eucarísticas sea identificado fácilmente por cualquiera que entre en la iglesia, también gracias a la lamparilla encendida. Para ello, se ha de tener en cuenta la estructura arquitectónica del edificio sacro: en las iglesias donde no hay capilla del Santísimo Sacramento, y el sagrario está en el altar mayor, conviene seguir usando dicha estructura para la conservación y adoración de la Eucaristía, evitando poner delante la sede del celebrante. En las iglesias nuevas conviene prever que la capilla del Santísimo esté cerca del presbiterio; si esto no fuera posible, es preferible poner el sagrario en el presbiterio, suficientemente alto, en el centro del ábside, o bien en otro punto donde resulte bien visible” (SC, 69).



Ojalá que no olvidemos estas indicaciones de los Papas, indicaciones que brotan de la verdad de la revelación. En el sagrario, Cristo nos espera: “en la Eucaristía el Hijo de Dios viene a nuestro encuentro y desea unirse a nosotros; la adoración eucarística no es sino la continuación obvia de la celebración eucarística, la cual es en sí misma el acto más grande de adoración de la Iglesia. Recibir la Eucaristía significa adorar al que recibimos. Precisamente así, y sólo así, nos hacemos una sola cosa con Él y, en cierto modo, pregustamos anticipadamente la belleza de la liturgia celestial. La adoración fuera de la santa Misa prolonga e intensifica lo acontecido en la misma celebración litúrgica” (SC 66).


Guillermo Juan Morado.


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