“Dijo Jesús a sus discípulos una parábola: “¿A caso puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en el mismo hoyo? ¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la viga que llevas en el tuyo? ¡Hipócrita! Sácate primero la viga de tu ojo, y entonces verás claro para sacar la mota del ojo de tu hermano”. (Lc 6,39-42)
Todos nos creemos especialistas en ser guías de los demás.
Todos nos creemos especialistas en ser maestros de los demás.
Por eso todos somos especialistas en ver los defectos de los demás.
Lo difícil es ver los propios defectos.
Lo difícil es ver los propios fallos.
Y quien no es capaz de verse a sí mismos, es un ciego.
Quien no es capaz de conocerse a sí mismo, es un ciego que pretende guiar a otro ciego.
Jesús está hablando a sus discípulos.
Ellos están llamados a guiar a los demás por los caminos del Evangelio.
Pero para ello es preciso que ellos vean primero con claridad la verdad del Evangelio.
Quien quiera guiar a los demás, primero tiene que aprender a guiarse a sí mismo.
Antes de fijarnos en los demás, es preciso nos fijemos en nosotros mismos.
Antes de decir lo que tienen que hacer los demás, primero tenemos que saber lo que tenemos que hacer nosotros.
Antes de corregir los defectos de los otros, hemos de tomar conciencia de los nuestros.
Alguien dijo muy bien que: quien escupe al cielo, le cae en la cara.
¿Cómo guiar por los caminos de la santidad, si nunca nosotros lo hemos intentado?
¿Cómo guiar por los caminos de la generosidad, cuando nosotros vivimos del egoísmo?
¿Cómo hablar de los pobres, cuando nosotros vivimos como ricos?
¿Cómo hablar de la justicia, cuando nosotros somos los primeros injustos?
Jesús no niega que debamos guiar a los demás.
Pero quien quiera guiar a un ciego, necesita tener él buena vista.
De lo contrario serían ciegos conduciendo ciegos.
¿Cómo enseñar a Dios a los hijos, si nosotros nunca lo hemos experimentado?
¿Cómo enseñar el Evangelio a los hijos, si nosotros nunca lo hemos estrenado?
¿Cómo hablar de la Iglesia a los hijos, si nosotros nunca la frecuentamos?
¿Cómo enseñar la verdad a los hijos, si ellos son los primeros testigos de nuestras mentiras?
¿Cómo enseñar a los hijos la honestidad, si nosotros somos deshonestos?
¿Cómo yo, sacerdote, puedo predicar el Evangelio, si no lo vivo?
¿Cómo yo, sacerdote, puedo predicar sobre la Iglesia, si soy su primer crítico?
¿Cómo yo, sacerdote, puedo predicar sobre la conversión, si yo vivo tranquilo con lo que soy?
¿Cómo yo, sacerdote, puedo pedir a mis fieles que oren y tengan sus momentos de oración, si yo estoy tan ocupado que tengo tiempo para orar?
La conversión tiene que comenzar por uno mismo.
La fe tiene que comenzar por uno mismo.
La caridad tiene que comenzar por uno mismo.
La esperanza tiene que comenzar por uno mismo.
La santidad tiene que comenzar por uno mismo.
La comprensión tiene que comenzar por uno mismo.
El hablar bien de los demás tiene que comenzar por uno mismo.
El hablar de la unidad, tiene que comenzar por uno mismo.
No exijas que el otro tenga las manos limpias si, cuando le vas a saludar, llevas sucias las tuyas.
No exijas fidelidad, si tú mismo no eres fiel.
No exijas responsabilidad, si tú mismo eres irresponsable.
No exijas que otros lleguen a tiempo, si tú siempre llegas tarde.
No hay mejor manera de enseñar a otros el camino, que cuando tú ya lo has andado.
No hay mejor manera de enseñar a los otros a ser buenos, que siéndolo tú primero.
No hay mejor manera de hacer ver a los otros, que limpiando primero tus propios ojos.
No hay peor manera de guiar a un ciego que otro ciego.
Clemente Sobrado C. P.
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