“Dijo Jesús a la gente: “Nadie enciende un candil y lo tapa con una vasija o lo mete debajo de la cama; lo pone en el candelero para que los que entran tengan luz. A ver si me escucháis bien: al que tiene se le dará, al que no tiene se le quitará hasta lo que cree tener”. (Lc 8,16-18)
¿Escondería usted el sol si pudiese?
El mundo quedaría en la oscuridad total.
¿Escondería usted a Jesús, que es la luz del mundo?
El mundo quedaría en tinieblas.
Las mentes quedarían en tinieblas.
El corazón quedaría en tinieblas.
¿Y usted se atreve a esconder la luz de Jesús que desde el Bautismo se encendió en la vela de su vida?
Pues no se imagina cuántos quedarían en la oscuridad del Evangelio.
No se imagina cuántos se quedarían solo con una idea abstracta de Dios.
¿Encender un candil para esconderlo?
Es como encender la estufa y usted se sale al jardín.
El día de nuestro Bautismo nuestros padres encendieron una vela en el Cirio Pascual, signo de la luz resucitada de Jesús.
Y se le dijo “conserva encendida esta luz”.
Y se comprometió a nuestros padres ayudarnos a mantenerla siempre encendida.
Cada uno somos “un candil de Dios”.
Cada uno somos “un candil encendido por Dios”.
No es que un candil alumbre mucho.
Pero suficiente para que los que entran puedan ver.
Y si todos los candiles estuviesen encendidos, habría mucha luz.
Pero Dios no nos hizo candiles:
Para vivir a escondidas.
Para que no nos metamos bajo la cama.
Para que no nos metamos ocultos bajo nuestros miedos.
Para que no nos metamos escondidos sin que los demás nos vean.
Para que no nos metamos escondidos bajo nuestras inseguridades y miedo a los demás.
Nos hizo candiles para alumbrar.
Nos hizo candiles para que veamos el camino.
Nos hizo candiles para que otros vean.
Nos hizo candiles para que puedan verle a El.
Nos hizo candiles para que otros puedan ver su rostro.
Nos hizo candiles para que otros no tropiecen en su camino.
Nos hizo candiles para que otros puedan ver la verdad.
Los creyentes:
No podemos ocultarnos.
No podemos vivir en el anonimato.
No podemos vivir encendidos en la Iglesia y apagados en la calle.
No podemos vivir con las mechas ya gastadas, se necesita que nuestra llama alumbre.
Los creyentes:
Tenemos que creer a cara descubierta.
Tenemos que creer con la sonrisa en los labios.
Tenemos que creer con la alegría en la vida.
Tenemos que creer con la alegría del don de la fe.
Tenemos que creer con la alegría del don de la esperanza.
Tenemos que creer con la alegría del don del amor y la caridad.
Nada de esconder nuestra luz en las Iglesias.
Nuestra luz ha de brillar en la calle.
Nuestra luz ha de brillar en medio de los hombres.
Nuestra luz ha de brillar cuando nos tomamos unos tragos.
Nuestra luz ha de brillar cuando nos divertimos.
Mientras se apagan las luces de las Iglesias, tienen que encenderse los candiles de la calle.
¡Y tú eres uno de esos candiles encendidos por Dios!
Clemente Sobrado C. P.
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