Domingo XXVI del Tiempo Ordinario (Ciclo C)
La parábola del rico Epulón y del pobre Lázaro nos invita a la sobriedad y a la solidaridad. La moderación en el estilo de vida y el desprendimiento de las cosas ayuda a estar alerta para descubrir las necesidades de los demás; para abrirnos al otro y, de este modo, también a Dios.
No se dice en el texto evangélico que Epulón cometiese grandes crímenes. Más bien, vivía ocupándose sólo de sí mismo y con indiferencia en relación a la suerte de los otros: “vestía de púrpura y lino finísimo, y todos los días celebraba espléndidos banquetes” (Lc 16,19). Una vida cómoda, disoluta, que está en origen de la falta de compasión y de la ceguera ante los males ajenos. También el profeta Amós advierte a sus contemporáneos del riesgo que comporta este estilo de vida: “bebéis vinos generosos, os ungís con los mejores perfumes, y no os doléis de los desastres de José” (cf Am 6,1-7).
Lázaro no estaba lejos, estaba a la puerta de la casa de Epulón. Esta proximidad, incluso física, hace más reprobable su indiferencia: “Estaba recostado a la puerta para que el rico no dijese: yo no lo he visto, nadie me lo ha anunciado. Lo veía ir y venir y estaba cubierto de llagas para dar a conocer en su cuerpo la crueldad del rico”, comenta San Juan Crisóstomo.
La ceguera ante las necesidades del prójimo impide que podamos acoger la palabra de Dios, aunque estuviese acompañada de manifestaciones extraordinarias. Epulón, en vida, no quiso escuchar ni a Moisés ni a los profetas. Tampoco sus cinco hermanos, en la medida en que continúen sumergidos en la ebriedad de las riquezas, harán caso de las advertencias de Dios.
En su encíclica “Deus caritas est”, el Papa Benedicto XVI comenta que, no obstante, en cierto sentido Jesús “acoge este grito de ayuda [de Epulón] y se hace eco de él para ponernos en guardia, para hacernos volver al recto camino” (n. 15). Jesús nos pone en guardia, nos despierta de nuestro sueño. Nos presenta la figura del buen Samaritano, que se compromete de modo práctico con aquel hombre medio muerto que había encontrado en el camino (cf Lc 10, 25-37), y sitúa ante nuestra consideración la gran parábola del Juicio Final (cf. Mt 25, 31-46), en el cual – como escribe el Papa – “el amor se convierte en el criterio para la decisión definitiva sobre la valoración positiva o negativa de una vida humana”.
Amar es buscar, de modo concreto, el bien del otro: “cada uno, sin ninguna excepción, debe considerar al prójimo como ‘otro yo’, cuidando, en primer lugar, de su vida y de los medios necesarios para vivirla dignamente”, nos recuerda el Concilio Vaticano II (GS 27).
Los banquetes espléndidos y los vestidos lujosos forman parte de la utilería de este mundo, pero no nos acompañan tras la muerte. Seremos juzgados por nuestras obras, en las que se plasma el amor: “así como en los teatros, cuando todo se acaba y los que representan se retiran y se desnudan el traje, los que antes parecían reyes o pretores aparecen ahora tal y como son con todas sus miserias. Del mismo modo, cuando viene la muerte y se concluye el espectáculo de esta vida, depuestos los disfraces de la pobreza y de las riquezas, sólo por las obras se juzga quiénes son verdaderamente ricos y quiénes pobres, quiénes dignos y quiénes indignos de gloria” (San Juan Crisóstomo).
Guillermo Juan Morado.
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