(238) Notas bíblicas –1. Cómo está el patio



–Comienza una serie, ay Señor, que puede tener tres o treinta artículos…


–Abandono confiado en la Providencia divina. No hay otra.



Algunas enseñanzas del Concilio Vaticano II sobre los Evangelios van a ser el comienzo de estas Notas bíblicas:



«La santa Madre Iglesia ha defendido siempre y en todas partes, con firmeza y máxima constancia, que los cuatro Evangelios, cuya historicidad afirma sin dudar, narran fielmente lo que Jesús, el Hijo de Dios, viviendo entre los hombres, hizo y enseñó realmente para la eterna salvación de los mismos hasta el día de la ascensión… Los autores sagrados… nos transmitieron datos auténticos y genuinos acerca de Jesús» (constitución dogmática Dei Verbum 19).




El Evangelio es Palabra de Dios; por tanto, la inspiración divina impide que los hagiógrafos falseen la historicidad de los dichos y hechos que refieren. Ésta es la fe que expresamos los fieles al escuchar el Evangelio: «Palabra de Dios». Y profesamos esa misma fe con la misma firmaza cuando nos ha sido proclamado el Evangelio de las bienaventuranzas o la transfiguración de Jesús en el monte o la resurrección de Lázaro o la escena de Cristo andando sobre las aguas. Es «Palabra de Dios». Y creemos en ella, en su inerrancia sobre-humana. No nos engaña.



1. «En la composición de los Libros Sagrados, Dios se valió de hombres elegidos, que usaban de todas sus facultades y talentos; de este modo, obrando Dios en ellos y por ellos, como verdaderos autores, pusieron por escrito todo y sólo lo que Dios quería. [Por tanto] Como todo lo que afirman los hagiógrafos, o autores inspirados, lo afirma el Espíritu Santo, se sigue que los Libros Sagrados enseñan sólidamente, fielmente y sin error la verdad que Dios hizo consignar en dichos libros para salvación nuestra» (11). Los Evangelios, pues, dicen siempre la verdad de los dichos y hechos de Jesús; y será preciso interpretar qué es lo que quieren decir.


2. «Dios habla en la Escritura por medio de hombres y en lenguaje humano; por lo tanto, el intérprete de la Escritura, para conocer lo que Dios quiso comunicarnos, debe estudiar con atención lo que los autores querían decir y lo que Dios quería dar a conocer con dichas palabras. El intérprete indagará lo que el autor sagrado dice e intenta decir, según su tiempo y cultura, por medio de los géneros literarios propios de la época» (12).



Estos principios superan todo fundamentalismo ingenuo. Si alguno afirma como verdad formalmente revelada que la Creación del mundo se hizo exactamente en «seis días»; o si dice que Jesús puso como condición para ser discípulo suyo «odiar al padre y a la madre», o cosas semejantes, incurre en un loco fundamentalismo literalista, del que en su momento trataremos. Pero en este artículo me ocuparé más bien del extremo opuesto: de quienes niegan más o menos la historicidad de las Escrituras. Dice el Concilio:


«La revelación se realiza por obras y palabras intrínsecamente ligadas. Las obras que Dios realiza en la historia de la salvación manifiestan y confirman la doctrina y las realidades que las palabras significan; a su vez, las palabras proclaman las obras y explican su misterio» (Dei Verbum 2). Con la gracia divina, la fe del cristiano se enciende creyendo en la veracidad de una serie de acontecimientos históricos –palabras y obras de Jesús–, que de suyo son contingentes: pudieron suceder o no suceder. Pero la fe los recibe como ciertos, fiándose del testimonio de los apóstoles y evangelistas (ex auditu). La fe, por tanto, no se fundamenta en argumentaciones racionales lógicas («los ángulos de un triángulo suman 180 grados»), sino en un conjunto de «acontecimientos» –palabras y acciones– por los que Dios se ha revelado, alcanzando en Cristo su epifanía total. Por tanto, quien no cree en los acontecimientos históricos testificados por los apóstoles y evangelistas no tiene la fe cristiana. En el mejor de los casos participará precariamente del cristianismo a la luz de un fideismo sin fundamento histórico.


Baste de momento con estas enseñanzas del Vaticano II. Y veamos ya con algunos ejemplos de autores españoles el status quæstionis, o dicho en lengua vulgar, «cómo está el patio». La incredulidad sobre la historicidad de los Evangelios, iniciada en la exégesis del protestantismo liberal, ha ido afectando en mayor o menor grado a una gran parte de los exegetas y teólogos católicos.


* * *


–El doctor Felipe Fernández Ramos (León 1927-), profesor de Sagrada Escritura en León, docente también en Burgos y Salamanca, autor de varios libros, se encargó del evangelio de Juan en el Comentario al Nuevo Testamento (Casa de la Biblia-Edit. Atenas-PPC, Madrid 1995). Conviene recordar que el cuarto Evangelio fue especialmente cuestionado por los autores modernistas. Por eso en tiempo de San Pío X, el Santo Oficio publicó en el decreto Lamentabili (1907) esta nota reprobatoria:



«Las narraciones de Juan no son propiamente historia, sino una contemplación mística del Evangelio. Los discursos contenidos en su Evangelio son meditaciones teológicas acerca del misterio de la salud, destituidas de verdad histórica (16). El cuarto Evangelio exageró los milagros, no sólo para que aparecieran más extraordinarios, sino también para que resultaran más aptos para significar la obra y la gloria del Verbo Encarnado» (17; Dz 3416-3417).



Los milagros, efectivamente, tienen gran importancia en el Evangelio de San Juan. El evangelista narra unas pocas escenas de la vida de Jesús, pero lo hace con mucho detalle, a veces con una minuciosidad notarial (por ejemplo, en la resurrección de Lázaro). Y en estas escenas evangélicas las palabras más increíbles y los hechos milagrosos se iluminan entre sí. Así, por ejemplo, Jesús se dice «pan vivo bajado del cielo», «verdadera comida», después de multiplicar los panes (Jn 6); se confiesa «luz del mundo», tras dar la vista a un ciego de nacimiento (9); se proclama «resurrección y vida de los hombres», después de resucitar a Lázaro, un muerto de cuatro días (11). Esta relación entre palabras y signos ha sido siempre muy subrayada por los exegetas (por ejemplo, en la famosa obra de Charles Harold Dodd, The interpretation of the Fourth Gospel; University Press, Cambridge 1953). Por el contrario, el profesor Fernández Ramos entiende que los milagros de Jesús no han de entenderse en San Juan como hechos históricos. Dicho en otras palabras, no acontecieron: no fueron, pues, milagros. Y que por tanto su valor y sentido en el Evangelio está únicamente en el mensaje que sus relatos transmiten.



Jesús camina sobre las aguas. «En cuanto a la historicidad, el hecho es más teológico que histórico [traduzco: ese es más significa que el relato es teológico, pero no es histórico]. Esto significa que la marcha sobre las aguas no tuvo lugar de la forma que nos narran los evangelios» [ni de ninguna otra forma, claro] (288).


Resurrección de Lázaro. Se trata de «una parábola en acción… De cualquier forma, debe quedar claro que la validez del signo y de su contenido no se ven cuestionados por su historicidad» [o para ser más exactos, por su no-historicidad]. «El último de los signos narrados [en el cuarto Evangelio]… debía ser un cuadro de excepcional belleza y atracción. El evangelista ha logrado su objetivo. Nos ha ofrecido un audiovisual tan cautivador… Quedarse en la materialidad del hecho significaría el empobrecimiento radical del mismo» (303-304). [El hecho mismo, pues, la resurrección histórica de Lázaro, es lo de menos; lo que importa es su significación. Aunque en realidad es muy difícil explicar la significación que pueda tener un hecho que no ha acontecido].



La resurrección de Jesús «es un acontecimiento que escapa al control humano; rompe el modo de lo estrictamente histórico y se sitúa en el plano de lo suprahistórico; no pueden aducirse pruebas que nos lleven a la evidencia racional». Los cuatro evangelistas narran la resurrección de diversas maneras: «¿quién de los cuatro tiene la razón? Todos y ninguno. Todos porque los cuatro afirman que la resurrección de Jesús es aceptable únicamente desde la revelación sobrenatural… Ninguno, porque las cosas no ocurrieron así. Estamos en el mundo de la representación» (329). [Catecismo: «es imposible interpretar la Resurrección de Cristo fuera del orden físico, y no reconocerla como un hecho histórico», 643; el sepulcro vacío y «la realidad de los encuentros con los Apóstoles» lo demuestran, 647)


Las apariciones de Jesús. En ellas explica misterios del Reino a los discípulos, come con ellos, Tomás toca sus llagas, etc. Pero el profesor Fernández afirma que tampoco esos supuestos acontecimientos sucedieron tal como se describen en las narraciones evangélicas. «El contacto físico con el Resucitado no pudo darse. Sería una antinomia. Como tampoco es posible que él realice otras acciones corporales que le son atribuidas, como comer, pasear, preparar la comida a la orilla del lago de Genesaret, ofrecer los agujeros de las manos y del costado para ser tocados… Este tipo de acciones o manifestaciones pertenece al terreno literario y es meramente funcional; se recurre a él para destacar la identidad del Resucitado, del Cristo de la fe, con el Crucificado, con el Jesús de la historia» (330). [Los hechos aludidos, esos que «no pudieron» darse, fueron reales: Catecismo (645). Pero el Autor, por el contrario, afirma que el ciclo pascual de este evangelio –y el de los otros, se entiende– carece de historicidad].


La pesca milagrosa. «La aparición del Resucitado es presentada sobre el andamiaje de una pesca milagrosa» (331).



El profesor Fernández Ramos, según vemos, rechaza la objetividad histórica del Evangelio en los hechos milagrosos –al menos en un buen número de ellos–, tal como aparecen narrados por San Juan, y se entiende, por los otros evangelistas. Ahora bien, si tal exégesis es verdadera, es decir, si los hechos milagrosos de Jesús han de ser entendidos no partiendo de su objetividad histórica como acontecimientos, de la que carecen, sino mirando sólo su mensaje, entonces también las palabras de Cristo que leemos en los Evangelios podrán ser entendidas en un sentido puramente simbólico y alegórico, no real. Se quiebra así el principio que el Vaticano II enseña en relación a la «historia de la salvación»: «La revelación se realiza por obras y palabras [de Dios] intrínsecamente ligadas» (DV 21). Si se niega la historicidad de las obras, por el mismo precio se niega la historicidad de las palabras. Y nos quedamos sin Evangelio.



Es decir, palabras formidables como: «mi cuerpo es verdadera comida», «yo soy anterior a Abraham», «nadie llega al Padre si no es por mí», «yo soy el camino, la verdad y la vida», etc.: habrán de entenderse no en su significación directa, sino más bien como grandes metáforas. Es decir, lo que cuentan los apóstoles y evangelistas que Cristo dijo e hizo no es ya roca firme en la que pueda fundamentarse la fe de la Iglesia.



* * *


–El doctor Olegario González de Cardedal, nacido en un pueblo de Ávila (1934-), ha sido profesor de la Universidad Pontificia de Salamanca, miembro de la Comisión Teológica Internacional, autor de numerosos libros de teología, y distinguido por el Premio Ratziger. A él se encomendó elaborar el manual de Cristología de la colección Sapientia fidei, promovida por la Conferencia Episcopal Española (BAC, manuales, nº 24, Madrid 2001, 601 pgs.). Ya hice un crítica bastante extensa de esta obra en varios artículos de este mismo blog (51-52). Me limitaré ahora, muy brevemente, a mostrar un par de ejemplos –podrían ponerse muchos más– que muestran en el Autor, a mi entender, una consideración muy deficiente sobre la historicidad de los Evangelios. Pongo algún ejemplo


En relación a su muerte, Cristo, durante su vida pública, según testifican los evangelistas, manifiesta una clara conciencia de que será violenta, como la de todos los profetas enviados por Dios a Israel. La entiende desde el principio como el cumplimiento de un plan divino, anunciado numerosas veces por los profetas y los salmos. El hecho de que actúe a veces como un kamikace, muestra que desde el principio se ve a sí mismo como «un condenado a muerte». Anuncia tres veces, al menos, con especial seriedad su pasión: «les hablaba claramente». Y sus anuncios de la Pasión cumplen sobradamente los «criterios de historicidad» que la exégesis crítica más exigente estima como fiables, concretamente el «criterio de testimonio múltiple» y el «criterio de dificultad». Esos criterios se cumplen perfectamente en los tres relatos: 1º) Mc 8,31-33; Mt 16,21-23; Lc 9,22; 2º) Mc 9,30-32; Mt 17,22-23; Lc 9,43-45; y 3º) Mc 10,32-34; Mt 20,17-19; Lc 18,31-34). Aparta a Simón con palabras durísimas cuando se resiste a aceptar esos anuncios de la Cruz. «Era necesario que el Mesías padeciera» y diera así cumplimiento a lo anunciado por Moisés y todos los profetas» (Lc 24,26-27). Va Jesús a la muerte libremente: nadie le quita la vida contra su voluntad. Es él quien entrega su vida, al dejarse matar. Olegario, por el contrario, muestra la relación de Jesús con su propia muerte en forma sumamente diferente.



Escribe: «Esa muerte no fue [… ] un designio de Dios». Menos todavía ha de entenderse «como inherente a la misión que tenía que realizar en el mundo» […] «Su muerte fue resultado de unas libertades y decisiones humanas en largo proceso de gestación, que le permitieron a él percibirla como posible, columbrarla como inevitable, aceptarla como condición de su fidelidad ante las actitudes que iban tomando los hombres ante él y, finalmente, integrarla como expresión suprema de su condición de mensajero del Reino» (Cristología 94-95). ¿Por qué Olegario presenta así el proceso mental experimentado por Jesús ante la expectativa de su muerte? No hay fuente alguna que fundamente su versión. Es una pura exigencia de su ideología cristológica. ¿Daremos crédito a lo que cuenta Mateo, que vivió con Jesús esos tres años, y que cuenta lo que vió y oyó, o preferimos creer lo que nos cuenta Olegario?



Jesucristo, después de su Resurrección, según refieron los Evangelios detalladamente, se apareció con frecuencia a sus discípulos. Y conocemos bien las palabras y obras que realizó ante ellos antes de ascender al cielo. Emaús, Magdalena, Pedro y Juan, apariciones a los Once, comida con ellos, incredulidad de Tomás, testimonio de los guardas romanos, pesca milagrosa en el lago, cita y aparición en un monte de Galilea, anuncio de su última venida en la Parusía, envío final de los Apóstoles a todas las naciones, Ascensión a los cielos. Son todos estos pasos, cuidadosamente referidos por los evangelistas, acontecimientos históricos, cumplidos en cierto día y lugar. Así lo ha creído siempre la Iglesia y hoy nos lo asegura el Catecismo (645). Pero todos ellos son negados por la crítica exegética liberal, y también por el profesor Olegario, que «al parecer» la hace suya.



Una vez resucitado Cristo, nos dice, se inicia una situación escatológica inefable para la palabra humana. «Expresar tales realidades es casi imposible a nuestro lenguaje que piensa con categorías de tiempo y lugar, porque lo escatológico es justamente lo que viene de más allá y, transiendo este tiempo y lugar, va más allá de ellos. Lo “escatológico” pertenece a la nueva creación […] Hay que pensarlo para nosotros y, sin embargo, no como nosotros somos; con nuestras categorías espacio-temporales, pero transcendiéndolas siempre». La muerte de Jesús es, pues, «lo último posible desde el hombre ante Dios». Y su resurrección, «lo último posible desde Dios ante el hombre. Esa significación escatológica y esa significación universal, tanto de la muerte como de la resurrección de Jesús, es lo que quieren explicitar estos artículos [últimos] del Credo. No son hechos nuevos, que haya que fijar en un lugar y en un tiempo»… «No hay por tanto nuevos episodios o fases en el destino de Jesús, que predicó, murió y resucitó. Carece de sentido plantear las cuestiones de tiempo y de lugar, preguntando cuándo subió a los cielos y cuándo bajó a los infiernos, lo mismo que calcularlos con topografías y cronologías, tanto antiguas como modernas» (171-173).



Estas palabras de Olegario –en las que, como otras veces, no es fácil estar seguro de lo que dice, y menos aún de lo que quiere decir–, afirman lo mismo que más toscamente dice el profesor Fernández Ramos: los acontecimientos postpascuales narrados por los evangelistas «no pudieron» darse, y por tanto «no sucedieron» tal como ellos los refieren –ni de ningún otro modo, por supuesto–.


Queda, pues, negada la historicidad del ciclo evangélico pascual. ¿En qué sentido cree este teólogo en la historicidad de los Evangelios?… La Iglesia, por el contrario, piensa y declara que el Evangelio transmite «datos auténticos y genuinos acerca de Jesús» (DV 19). Por tanto, los hechos evangélicos narrados «pudieron realizarse», porque verdaderamente «se realizaron», como lo testimonian los evangelistas. De facto ad posse valet illatio. La palabra de los hagiógrafos es la Palabra de Dios. Y la Tradición cristiana ha hablado siempre de la Resurrección, de las Apariciones, de la Ascensión como de «acontecimiento históricos» testimoniados por apóstoles y evangelistas, con expresiones «topográficas y cronológicas» claramente diferenciadas. Pero Olegario estima, con tantísimos otros hoy, que los relatos evangélicos de los hechos postpascuales son expresiones necesariamente inexactas, que sólo mentalidades primitivas –fundamentalistas– pueden entender como relatos históricos.



¿Y cree este doctor que con sus rizadas explicaciones hace más inteligible el misterio de la fe? ¿Quién va a entender al predicador que afirma la significación verdadera de unos relatos postpascuales, si al mismo tiempo ha de advertir que los hechos relatados no han acontecido históricamente? El hombre de antes y el de ahora, el creyente y el incrédulo, entienden incomparablemente mejor el lenguaje tradicional del Catecismo, que afirma con toda claridad la historicidad de aquellos hechos salvíficos, cumplidos por Cristo en el tiempo que va de su Resurrección a su Ascensión (n. 659). Eso sí, la Iglesia habla de «el carácter velado de la gloria del Resucitado durante este tiempo […] Esto indica una diferencia de manifestación entre la gloria de Cristo resucitado y la de Cristo exaltado a la derecha del Padre. El acontecimiento a la vez histórico y transcendente de la Ascensión marca la transición de una a otra» (n. 660). Con un ejemplo, que se me ocurre. El apóstol Juan, con sus compañeros, come amistosamente con Jesús resucitado, antes de su ascensión; pero después de ésta, cuando en Patmos se le aparece el Cristo glorioso, es tal la impresión que le produce, que, según él cuenta, «así que le vi, caí a sus pies como muerto» (Ap 1,17). ¿Diferencia, no?



Todos los acontecimientos históricos postpascuales de Jesús narrados por el Evangelio acontecen en lugares y tiempos determinados. No serían históricos en otro caso. Y aquellos hechos que no han tenido ninguna connotación «topográfica y cronológica» no han existido jamás. Carecen, por tanto, de significación alguna. No habría, pues, por qué incluirlos en el Credo. Pero están incluidos en el Credo que venimos confesando en la Iglesia desde casi veinte siglos. Lex orandi, lex credendi. Afirmamos en el Credo hechos históricos reales.


* * *


–El doctor José Antonio Pagola (Añorga, Guipúzcoa, 1937), es sacerdote, profesor y autor, entre otras muchas obras, de Jesús. Aproximación histórica(PPC, Madrid septiembre 2007, 542 páginas - 10ª ed. 2013, 574 pgs.). Ya he escrito sobre esta obra varios artículos de este blog (76-79 y 228-231). La conclusión de mi último artículo dice: «Pagola niega la historicidad de la mayor parte de los dichos y hechos de Jesús referidos en los Evangelios. Acabaría él mucho antes si señalara en concreto cuáles son en el Evangelio, a su juicio, las palabras y hechos de Jesús que podemos realmente calificar de históricos. Quizá –no es posible calcularlo con exactitud– concediera historicidad a una décima parte, probablemente menos, de los textos evangélicos». Cito como ejemplo algunas páginas de su Jesús por la 4ª edición.



Los Evangelios de la infancia de Jesús «más que relatos de carácter biográfico son composiciones cristianas elaboradas a la luz de la fe en Cristo resucitado» (39). «Jesús vivió un período de búsqueda antes de encontrarse con el Bautista» (63). En el Jordán, con el Bautista, se producirá «la “conversión” de Jesús… Para Jesús [¡a los 30 años de edad!] es un momento decisivo, pues significa un giro total en su vida» (73-74) [Sin este encuentro con Juan, ¡qué hubiera sido de Jesús!… Y de nosotros.] La vocación de los apóstoles «son historias estilizadas siguiendo el esquema literario de la llamada del profeta Elías a Eliseo» (280). Los «relatos no describen las curaciones de Jesús tal y como acontecieron exactamente; la repetición de ciertos detalles nos sugiere cómo era recordado por los primeros cristianos» (166). Lucas dice que acompañaban a Jesús varias mujeres (8,3), pero es «probablemente una creación de este evangelista que anticipa la conversión de esas “mujeres distinguidas” de las que hablará en Hechos de los Apóstoles (17,4-12» (215). «Las noticias de Marcos y de Juan, que presentan a los fariseos buscando la muerte de Jesús, no son creíbles históricamente» (338). En cuanto al lavado de piés en la última Cena, «la escena es probablemente una creación del evangelista, pero recoge de manera admirable el pensamiento de Jesús [algo es algo]» (368). «El terrible grito del “crucifícalo” es una deplorable dramatización ingeniada en las comunidades cristianas contra los judíos de la sinagoga… Estos relatos fantasiosos e irreales [¡de los Evangelios!] alimentaron contra el pueblo judío la terrible acusación de “deicidio”; un arma letal que ha generado el antijudaísmo y ha provocado la persecución antisemita» (388-389). [Cuánto daño puede hacernos leer el Evangelio, creyendo en su historicidad…]



En cuanto a los relatos de la Pasión, «esa noche no hubo una sesión oficial del Sanedrín» (378). Jesús fue condenado por blasfemo: «estamos ante una escena que difícilmente puede ser histórica. Jesús no es condenado por nada de eso» (379). Narran los Evangelios la comparecencia de Jesús ante Caifás y a las burlas sufridas en el Pretorio: «probablemente, tal como están descritas, ninguna de estas escenas goza de rigor histórico» (393). María y varias mujeres con San Juan permanecen junto a la Cruz: «el hecho es poco probable» (404). Las siete palabras del Crucificado: «probablemente las primeras generaciones cristianas no sabían con exactitud las palabras que Jesús pudo haber murmurado durante su agonía. Nadie estuvo tan cerca como para recogerlas» (404). «Crossan ve en estos textos [Isaías 53,12; Salmo 22,17] el origen de la escena narrada por los evangelios» (398). «Los primeros cristianos echan mano de los diversos modelos para explicar de alguna manera la “locura” de la crucifixión. Lo presentan como un “sacrificio de expiación”, una “alianza nueva” entre Dios y los hombres sellada con la sangre de Jesús… [Pero] Jesús, por su parte, no aparece tratando de influir en Dios con su sufrimiento para obtener de él una actitud más benevolente hacia el mundo. A nadie se le ha ocurrido decir algo parecido en las primeras comunidades cristianas» (442-443).


El sepulcro vacío: «se trata de un relato tardío… Todo parece indicar que no desempeñó una función significativa en el nacimiento de la fe en Cristo resucitado» (429). El lugar primero de las mujeres en los relatos sobre el Resucitado parece dudoso: «no es fácil decir algo con seguridad» (231). «Los relatos evangélicos sobre las “apariciones” de Jesús resucitado pueden crear en nosotros cierta confusión» debido a su verismo realista: pero «no son relatos biográficos», «son “catequesis” deliciosas que»… (417). «La “ascensión” es una composición literaria imaginada por Lucas con una intención teológica muy clara» (428-9).



Pagola anula la historicidad de una gran parte de los dichos y hechos de Jesús narrados por los evangelistas con una notable facilidad, como uno que aparta con la mano las migas de un mantel: sin ningún problema, seguro de no hallar resistencia alguna. Ya la Comisión Episcopal española para la Doctrina de la Fe lo advertía en la Nota sobre su libro Jesús, aproximación histórica (18-VI-2008):



1. b) «Desconfianza en la historicidad de los Evangelios [lo de desconfianza es un eufemismo del actual lenguaje eclesiástico]. Son frecuentes [casi continuas] en el libro las referencias al carácter no histórico de muchas de las escenas evangélicas». c) «Aproximación a la historia desde presupuestos ideológicos. La reconstrucción histórica realizada por el Autor alterna datos supuestamente históricos con recreaciones literarias [suyas] inspiradas en la mentalidad actual… Los relatos evangélicos son adaptaciones posteriores cuando desmienten la propia tesis [del Autor]; son históricos cuando concuerdan con ella».



* * *


Aquellos biblistas y teólogos católicos, que ignoran ampliamente en sus exégesis la Tradición y el Magisterio, se atienen más bien a la exégesis que naturalistas y protestantes liberales han promovido desde mediados del XIX hasta nuestros días. Su originalidad mayor está, como en el caso de los modernistas, en que afirman hoy en el campo católico lo que algunos sectores protestantes enseñaban hace ya mucho tiempo. Sin embargo, de forma injustificable, sus obras se difunden ampliamente, a través de las editoriales y librerías católicas, ocasionando ya muy pocos sobresaltos y refutaciones, de tal modo que sus planteamientos se vienen enseñando en muchos Seminarios y Facultades, predicaciones y catequesis. No se les ha de creer. Más aún, se les debe combatir abiertamente, según la exhortación del Apóstol: «combate los buenos combates de la fe» (1Tim 6,12). Comenzaron con la Sola Scriptura, y llegaron a la Sine Scriptura, porque la vaciaron completamente, sustituyendo la Palabra divina por palabras humanas.



Con sus lamentables arbitrariedades ideológicas desprestigian a un tiempo la Sagrada Escritura y los métodos elaborados modernamente para estudiarla e interpretarla, haciéndolos sospechos, cuando en realidad los principales de ellos, aunque no estuvieran formulados en forma sistemática, han sido aplicados siempre en la Iglesia, como por ejemplo, por San Jerónimo. Esos métodos, que dan frutos excelentes aplicados a la luz de la fe, puestos, por el contrario, al servicio de una ideología y abandonados a sí mismos, dan frutos venenosos. Sus exegetas son capaces de contarle los pelos a un conejo, y de no distinguir después un toro de una vaca. El Señor diría esto mismo con otras palabras, también fuertemente irónicas: «filtran un mosquito y se tragan un camello» (Mt 23,24). Son una plaga.



La Iglesia funda siempre su doctrina de la fe en el testimonio de los Apóstoles y Evangelistas. Ellos aseguran con verdad e insistencia que dan testimonio de lo que han «visto y oído». San Juan, por ejemplo: «el que lo vio da testimonio, y su testimonio es verdadero: él sabe que dice verdad para que vosotros creáis» (Jn 19,35; cf. Jn 1Jn 1,1-3; cf. Hch 4,20; 5,32; Catecismo 515). Nuestra fe católica es apostólica, porque se fundamenta en la palabra de los enviados por Cristo a evangelizar. Y ellos nos aseguran: «no nos fundábamos en fábulas fantasiosas cuando os dimos a conocer el poder y la venida de nuestro Señor Jesucristo, sino en que habíamos sido testigos oculares de su grandeza» (2Pe 1,16).


José María Iraburu, sacerdote



Post post.–Las termitas son isópteros (isoptera del griego isos, «igual» y pteron, «ala»: «alas iguales»). Suelen llamarse hormigas blancas, por su semejanza con las hormigas. Su nombre científico se refiere al hecho de que las termitas adultas presentan dos pares de alas iguales. Son insectos sociales que construyen termiteros y que se alimentan de la celulosa contenida en la madera y sus derivados, como el papel, en donde viven en simbiosis. Su acción prolongada puede llegar a causar desde dentro la ruina total de libros, muebles o incluso de edificios.






Índice de Reforma o apostasía




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