–¿O sea que han salido unas normas diferentes?
–Lea usted con atención. Unas normas renovadas no tienen por qué ser diferentes. Pueden ser una reafirmación de las ya existentes. Cuando se renueva un contrato, por ejemplo, puede dejarse como estaba.
El hábito religioso y el traje eclesiástico es el título de cuatro artículos que publiqué en 2008 (-I, -II, -III, y -Apéndice). Entonces, al estudiar este tema, tuve especialmente en cuenta, como es lógico, el Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros (21-I-1994), publicado por la Congregación del Clero con la autorización de Juan Pablo II. Casi veinte años más tarde (11-II-2013), y sin cambiar el título, ha sido publicado ese documento por la misma Congregación como «edición nueva», con la aprobación del Papa Benedicto XVI. El texto en su conjunto ha variado poco. Mantiene el mismo texto anterior, a veces con algunos añadidos.
Pues bien, al revisar lo que dispone el Directorio actual acerca del vestir de los sacerdotes (nº 61), veo que se mantienen las mismas normas del texto anterior, al que se le añaden dos párrafos. Reproduciré el texto íntegro (con subrayados míos), y lo iré comentando. Y lo que vaya exponiendo, por supuesto, vale igual para los sacerdotes religiosos, y mutatis mutandis, también para las religiosas. Pero antes de todo una observación previa.
–El modo de vestir es asunto importante. Pienso yo que esta proposición es evidente, aunque muchos, contra su propia convicción, no reconozcan su verdad y la nieguen, para auto-justificar así ciertos comportamientos vestimentarios indefendibles. Ortega y Gasset decía que «las modas en los asuntos de menor calibre aparente –trajes, usos sociales, etc.– tienen siempre un sentido mucho más hondo y serio del que ligeramente se les atribuye, y, en consecuencia, tacharlas de superficialidad, como es sólito, equivale a confesar la propia y nada más» (Historia del amor). Y Miguel de Unamuno estimaba que «jamás se ha dicho un disparate mayor que aquel de que “el hábito no hace al monje”. Sí, “el hábito hace al monje”» (La selección de los Fulánez).
Hasta los mismos enemigos de la Iglesia lo reconocen. Julio Garrido, en su artículo El hábito no hace al monje (rev. «Roma» nº 48, mayo 1977), citaba un interesante discurso parlamentario que en la Cámara de Diputados de Francia pronunció el diputado Ferdinand Buisson, un distinguido come-curas, defendiendo su proyecto contra las Órdenes religiosas (Boletín Oficial, 4-IV-1904).
«Conozco el proverbio que dice: “el hábito no hace el monje”. Pues bien, yo sostengo que es el hábito el que hace al monje. El hábito es, en efecto, para el monje y para los demás, el signo, el símbolo perpetuo de su separación, el símbolo de que no es un hombre como todos los demás… Este hábito es una fuerza… que no suelta nunca a su esclavo. Y nuestra finalidad es arrancarle su presa.
«Cuando el hombre haya abandonado este uniforme de la milicia en la que está alistado, encontrará la libertad de ser su propio amo; no tendrá ya una Regla que le oprima todo el tiempo, toda su vida; no sentirá ya la presencia de un superior al que tiene que pedir órdenes… ya no será el hombre de una Congregación, se convertirá tarde o temprano en el hombre de la familia, el hombre de la ciudad, el hombre de la humanidad. Será necesario que el religioso secularizado se dedique a ganar su vida como todo el mundo. No pidamos más, así será libre. Quizás durante algún tiempo permanecerá fiel a sus ideas religiosas. No nos preocupemos, dejémosle laicizarse él mismo solo; la vida le ayudará».
¿Será posible que lo que acerca del hábito saben, saben perfectamente, los enemigos de la Iglesia no lo sepan, incluso lo nieguen, algunos que están dentro de la misma?… Es un grueso error considerar el vestir de religiosos y sacerdotes como una cuestioncilla trivial, sin importancia, completamente accidental: «cuestión de trapos». Es un grueso error, y como es una convicción que va claramente contra la verdad de la experiencia, hay que pensar que se trata además de un error ideológico, más o menos consciente, en el que la voluntad sustituye al juicio, imponiéndole lo que debe pensar. Si en el fondo viene a «dar lo mismo» vestir de un modo u otro, si tan poca importancia tiene esta cuestión, ¿por qué muchos sacerdotes y religiosos, a veces tan buenas personas, no se deciden a obedecer lo que la Iglesia ha mandado durante siglos, y también hoy, en esta cuestión? No. Ya se ve que el asunto tiene mucha importancia, tanto para la vida personal de religiosos y sacerdotes, como para su presencia y ministerio entre los hombres.
* * *
Pero consideremos lo que dispone la Iglesia en 2013 sobre el vestir del sacerdote en el Directorio renovado. Señalaré entre [[dobles corchetes]] los párrafos nuevos, añadidos al texto anterior, que se mantiene íntegro.
(Directorio nº 61). «Importancia y obligatoriedad del traje eclesiástico. En una sociedad secularizada y tendencialmente materialista, donde tienden a desaparecer incluso los signos externos de las realidades sagradas y sobrenaturales, se siente particularmente la necesidad de que el presbítero –hombre de Dios, dispensador de Sus misterios– sea reconocible a los ojos de la comunidad, también por el vestido que lleva, como signo inequívoco de su dedicación y de la identidad de quien desempeña un ministerio público (247). El presbítero debe ser reconocible sobre todo, por su comportamiento, pero también por un modo de vestir, que ponga de manifiesto de modo inmediatamente perceptible por todo fiel, más aún, por todo hombre (248), su identidad y su presencia [mal traducido: “la sua appartenenza”, su pertenencia] a Dios y a la Iglesia.
«[[El hábito talar es el signo exterior de una realidad interior: [como dice Benedicto XVI,] “de hecho, el sacerdote ya no se pertenece a sí mismo, sino que, por el carácter sacramental recibido (cfr. Catecismo 1563 y 1582), es “propiedad” de Dios. Este “ser de Otro” deben poder reconocerlo todos, gracias a un testimonio límpido. […] En el modo de pensar, de hablar, de juzgar los hechos del mundo, de servir y de amar, de relacionarse con las personas, incluso en el hábito, el sacerdote debe sacar fuerza profética de su pertenencia sacramental, de su ser profundo” (249)»]].
247.-JUAN PABLO II, Carta al Card. Vicario de Roma (8-IX-1982).
248.-Cfr. PABLO VI, Alocuciones al clero (17-II-1969; 17-II-1972; 10-II-1978): AAS 61 (1969), 190; 64 (1972), 223; 70 (1978), 191; JUAN PABLO II, Carta a los Sacerdotes con ocasión del Jueves Santo 1979 (8-III-1979), 7: l.c., 403-405; Alocuciones al clero (9-XI-1978; 19-IV-1979): «L’Osservatore Romano», ed. en español, 19-XI-1978, 2 y 11; «L’Osservatore Romano», ed. en español, 29-IV-1979, 12.
249.-BENEDICTO XVI, Discurso a los participantes en el Congreso Teológico organizado por la Congregación para el Clero (12-III-2010): l.c., 5.
Identificación social. Que el vestir religioso o sacerdotal identifica de modo claro y permanente a la persona especialmente consagrada al servicio de Dios y de los hombres es algo evidente. Lo que hoy no resulta para algunos tan evidente es que esta identificación sea conveniente. La Iglesia, sin embargo, desde hace ya muchos siglos, considera que esa identificación permanente es sin duda positiva, y que ayuda mucho tanto al sacerdote como a los hombres, sean o no cristianos.
Esta convicción tiene en la experiencia uno de sus fundamentos principales, aunque hay otros más doctrinales, como en seguida veremos, de gran importancia. Pero en cuanto a la experiencia, recordemos que no pocos estudios modernos de psicología social reconocen un valor social considerable a la identificación exterior de las personas; al menos en ciertas profesiones y circunstancias. La bata blanca, por ejemplo, no dificulta la relación del médico con sus pacientes, sino que la facilita. No distancia, al ser diferente, sino que favorece la aproximación.
Atractivo actual del clerman y del hábito. Una profesión se hace más atractiva cuando aquellos que la viven afirman su propia identidad abiertamente. A comienzos del siglo XXI, sabemos con certeza que los Institutos religiosos y los Seminarios que mantienen el hábito y el clerman tienen muchísimas más vocaciones que aquellos otros que los han eliminado, secularizando deliberadamente su imagen en el vestir. Esto podrá alegrar a unos y molestar a otros; pero lo que es evidente es que es así. Como también viene a ser, simétricamente, una regla general significativa que entre los institutos religiosos que caminan aceleradamente hacia su extinción o los Seminarios diocesanos que no tienen vocaciones, suele ser norma común, comenzando por los propios formadores, la secularización completa del vestir.
El voto de los jóvenes que aspiran hoy a la vida sacerdotal o religiosa, masculina o femenina, se vuelca indudablemente en favor de los Seminarios y de los Institutos religiosos que mantienen la identificación social en el vestir. En las Iglesias diocesanas, por ejemplo, cada vez es más frecuente comprobar que son los sacerdotes jóvenes los más fieles al clerman. Y sigo argumentando en el plano de la experiencia.
Esta atracción de la juventud actual por la identificación social exterior, no sólo interior, de la vida sacerdotal o religiosa la explicaba así en una entrevista Mons. Albert Malcolm Ranjith, siendo secretario de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos (Radice cristiane nº 38, octubre 2008):
«Nosotros, que somos de la generación del Concilio Vaticano II, que ha proclamado siempre el deber de estar siempre atentos a los signos de los tiempos, no debemos justo ahora volvernos ciegos y sordos. Los signos de los tiempos cambian con la historia. Si estamos no sólo atentos a los signos de los tiempos del sesenta y ocho, sino también a los de hoy, entonces tendremos que abrirnos a este fenómeno, reflexionarlo, examinarlo.
«Es extraño que en algunos países de Europa las religiosas vistan como mujeres comunes y abandonen el velo. El velo es un símbolo de algo eterno, algo de “un ya y todavía no”; de aquel sentido escatológico predicado por el Señor mismo: aunque ahora estemos en la tierra, pertenecemos a una realidad distinta. Por eso ¿qué sentido tiene abandonar todo esto para integrarnos en una cultura moribunda? He visto tantos jóvenes sacerdotes y religiosas que son fieles a sus signos de consagración. No es que el hábito sea todo, pero también él tiene un sentido…
«Repito, es extraño y triste que en un mundo con tantos jóvenes desilusionados de las trivialidades, hartos de superficialidad, del materialismo consumista, muchos sacerdotes y religiosas vayan vestidos de civil, abandonando su signo de pertenencia a una realidad diversa. Leer los signos de los tiempos significa discernir que ahora los jóvenes buscan al Eterno, buscan un objetivo por el cual sacrificarse, que están listos y generosos. Y donde hay estas disposiciones debemos estar presentes».
* * *
(Directorio nº 61, sigue). «Por esta razón, el sacerdote, como el diácono transeúnte, debe (250): a) llevar o el hábito talar o “un traje eclesiástico decoroso, según las normas establecidas por la Conferencia Episcopal y según las legitimas costumbres locales” (251). El traje, cuando es distinto del talar, debe ser diverso de la manera de vestir de los laicos y conforme a la dignidad y sacralidad de su ministerio; la forma y el color deben ser establecidos por la Conferencia Episcopal, siempre en armonía con las disposiciones de derecho universal;»
250.-Cfr. Consejo Pontificio para los Textos Legislativos, Chiarimenti circa il valore vincolante dell’art. 66 del Direttorio per il ministero e la vita dei presbiteri (22-X-1994): «Communicationes» 27 (1995) 192-194.
251.-Código Derecho Canónico, can. 284.
La condición sagrada del sacerdote y de su ministerio. Santo y sagrado no son términos que se identifican. «Dios» es el “Santo”. Y son “sagradas” aquellas «criaturas» que en modo manifiesto han sido especialmente elegidas por el Santo para santificar a los hombres. El Verbo encarnado, por tanto, es el único que une en sí mismo absolutamente santidad y sacralidad: es santo por su divinidad y perfectamente sagrado por su encarnación. Más aún, Él es la fuente de toda sacralidad cristiana.
Ya traté de «lo sagrado cristiano» en otros artículos, (210) La Iglesia es sagrada, (( http://infocatolica.com/blog/reforma.php/1302260954-210-reforma-o-apostasia-vi-la )), y también al estudiar (212) La secularización del sacerdocio ministerial;(( http://infocatolica.com/blog/reforma.php/1303111215-212-reforma-o-apostasia-viii )) pero recordaré aquí brevemente sus notas más importantes para el tema que ahora nos ocupa.
Todo en la Iglesia es sagrado. El cuerpo místico de Cristo es sagrado, es «sacramento universal de salvación» (Vat.II: LG 48; AG 1), es «el sacramento admirable de la Iglesia entera» (SC 5). Sagrado es el pan eucarístico. Los cristianos (su mismo nombre lo expresa), ya por el bautismo, son sagrados, ungidos, consagrados por Dios en Cristo. Y así tantas otras sacralidades cristianas: sagradas Escrituras, sacramentos, sagrados Concilios, vírgenes consagradas, templos, lugares sagrados, etc.
Se distinguen, sin embargo, en el lenguaje los diversos grados de sacralidad dentro de la Iglesia, y se distinguen con fundamento real. Se reserva habitualmente el término sagrado a aquellas criaturas más directamente dedicadas por Dios a la santificación, y más potenciadas por el Espíritu Santo en orden a santificar. Habla la tradición cristiana, por ejemplo, de los sacerdotes como «ministros sagrados», y de los religiosos como cristianos de «vida consagrada». No habla, en cambio, de los «sagrados laicos». Y es una expresión normal decir «la predicación sagrada», pero no, por ejemplo, «la sagrada agricultura».
Lo sagrado tiende de suyo a ser visible. Esta nota es importante. Lo sagrado participa de la economía sacramental de la gracia cristiana. Y el sacramento es siempre signo visible de la gracia invisible que santifica a los hombres. Esta «visibilidad sensible» pertenece, pues, a la naturaleza misma de lo sagrado, y por eso la Iglesia acentúa tanto este aspecto en su doctrina y en su disciplina, también a la hora de configurar externamente la figura del sacerdote y de los religiosos (cf. Vat. II, SC 7c, 33b, 59).
A la luz de estas verdades doctrinales, y no sólo con fundamento en la experiencia, dispone, pues, la Iglesia en el Directorio sobre los sacerdotes que, siendo «el hábito talar el signo exterior de una realidad interior», «el traje, cuando es distinto del talar, debe ser diverso de la manera de vestir de los laicos y conforme a la dignidad y sacralidad de su ministerio». Por tanto, es un signo social elocuente que «deben poder reconocerlo todos», incluso los no cristianos. La Iglesia, pues, quiere esa identificación interior y exterior del sacerdote, porque sabe por la fe que el sacerdote «hace sacramentalmente presente a Cristo, Salvador de todo el hombre, entre los hermanos, y no sólo en su vida personal, sino también social» (Sínodo Obispos 1971, nº 4). Hace sacramentalmente presente: es, pues, figura visible del Cristo glorioso invisible, que por él actúa de modo especial como maestro, sacerdote y pastor (Vat.II, PO 2). Esta concepción icónica de la jerarquía sacerdotal –Obispo, presbíteros, diáconos–, como imagen visible de la jerarquía celestial –Cristo y los Apóstoles– ya fue expuesta claramente hacia el año 100 por San Ignacio de Antioquía.
La secularización, por el contrario, es esencialmente desacralizante, y en no pocos lugares ha conseguido secularizar en la Iglesia, no sólo en lo exterior, sino también en lo interior, las misiones, la beneficencia, la misma liturgia, los templos, la moral, los colegios y Universidades, la vida religiosa, etc. Y por supuesto, ha procurado con especial interés secularizar exterior e interiormente la vida y ministerios del sacerdote y del religioso.
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(Directorio nº 61, sigue). b) «por su incoherencia con el espíritu de tal disciplina, las praxis contrarias [a llevar el traje eclesiástico] no se pueden considerar legítimas costumbres (252) y deben ser removidas por la autoridad competente (253).
«Exceptuando las situaciones del todo excepcionales, el no usar el traje eclesiástico por parte del clérigo puede manifestar un escaso sentido de la propia identidad de pastor, enteramente dedicado al servicio de la Iglesia (254).
«Además, el hábito talar –también en la forma, el color y la dignidad– es especialmente oportuno, porque distingue claramente a los sacerdotes de los laicos y da a entender mejor el carácter sagrado de su ministerio, recordando al mismo presbítero que es siempre y en todo momento sacerdote, ordenado para servir, para enseñar, para guiar y para santificar las almas, principalmente mediante la celebración de los sacramentos y la predicación de la Palabra de Dios. Vestir el hábito clerical sirve asimismo como salvaguardia de la pobreza y la castidad».
252.-Código Derecho Canónico, can. 24 §2.
253.-Cfr. PABLO VI, Motu Proprio Ecclesiæ Sanctæ, I, 25 §2: AAS 58 (1966), 770; S. Congregación para los Obispos, Carta circular a todos los representantes pontificios Per venire incontro (27-I-1976): EV 5, 1162-1163; S. Congregación para la Educación Católica, Carta circular The document (6-I-1980): «L’Osservatore Romano» supl., 12-IV-1980.
254.-Cfr. PABLO VI, Audiencia general (17-X-1969): «L’Osservatore Romano», ed. en español, n.38, 21-IX-1969,3; Alocución al clero (1-III-1973): «L’Osservatore Romano», ed. en español, n. 11, 18-III-1973,3.
Centro aquí mi comentario en la obediencia, por razón de la brevedad; pero debemos reconocer que valorar el hábito clerical como una ayuda muy considerable para la pobreza y para la castidad, es también un argumento realista, importante y de ningún modo menospreciable.
La obediencia a las normas disciplinares de la Iglesia, en efecto, ha de ser muy especialmente fiel en el sacerdote sacramentalmente ordenado, tanto en lo doctrinal, como en lo litúrgico, moral y pastoral. Verdad muy importante, hoy excesivamente silenciada. Mediante el sacramento del orden, el sacerdote recibe una nueva «configuración a Cristo» por la unción del Espíritu Santo (cf. Vat.II, PO 2), y es constituido así re-presentante sacramental de Cristo. Ahora bien, el Señor salvó a la humanidad precisamente por su obediencia al Padre: «si por la desobediencia de uno, muchos fueron hechos pecadores, también por la obediencia de uno muchos serán hechos justos» (Rm 5,19). Si contraponer una espiritualidad de amor y otra de obediencia no tiene sentido alguno en ningún cristiano, menos aún lo tiene en un sacerdote: «si me amáis, guardaréis mis mandamientos» (Jn 14,15). Amor y obediencia a Dios se identifican. El sacerdote, pues, en su vida y en su ministerio, está especialmente llamado y potenciado por Dios para vivir juntamente la caridad y la obediencia.
La disciplina canónica de la Iglesia se ha formado a lo largo de los siglos fundamentándose sobre todo en los cánones de los Concilios. Estos cánones, que la Iglesia reúne en el Derecho Canónico, establecen con autoridad apostólica normas disciplinares eclesiales, que han de ser obedecidas y cumplidas. No son meras orientaciones, sujetas posteriormente a libre opinión, discutibles en público y devaluables por cualquiera.
En el primer Concilio de Jerusalén, dicen los Apóstoles: «nos ha parecido al Espíritu Santo y a nosotros» (Hch 15,28). Poco después, San Pablo «atravesando las ciudades, les comunicaba los decretos dados por los apóstoles y ancianos de Jerusalén, encargándoles que los guardasen» (Hch 16,4). El Apóstol que más combatió el legalismo judaico (Rm, Gal), exhorta a las primeras comunidades cristianas a la fidelidad a las leyes de la Iglesia. Y veinte siglos después estamos en las mismas: las normas disciplinares de la Iglesia expresan ciertamente la benéfica autoridad del Señor, de sus Apóstoles y de sus Sucesores sobre el pueblo cristiano. En consecuencia, deben ser obedecidas en conciencia. Y la Iglesia, concretamente, que ha dado muy pocas leyes positivas sobre los laicos, ha dispuesto en cambio numerosas normas a lo largo de los siglos sobre la vida y el ministerio de sus sacerdotes. Muchos Concilios antiguos incluían entre sus cánones los de vita et honestate clericorum.
Pues bien, la Iglesia hoy quiere y manda que el sacerdote «lleve el hábito talar o un traje eclesiástico decoroso», por supuesto, «exceptuando las situaciones del todo excepcionales». Este mandato de la Iglesia, fundamentado en la experiencia y en la teología de lo sagrado, debe ser obedecido. Objetan algunos a esto que, tratándose de leyes positivas de la Iglesia, éstas pueden ser objeto de críticas y de discusiones públicas. Pero no es verdad, al menos en las cuestiones más graves. Hay en la Iglesia leyes positivas de gran importancia, como las que se refieren al celibato eclesiástico, la comunión ordinaria bajo solo una especie, la comunión frecuente, la confesión al menos anual de los pecados graves, etc., y también las referentes al vestir de sacerdotes y religiosos, que más que discusión, piden obediencia.
Todas esas leyes, y otras semejantes, son, efectivamente, leyes positivas, y por tanto de suyo podrían ser cambiadas. Pero no sin grave escándalo y daño para los fieles –laicos, sacerdotes, religiosos– pueden ser discutidas en público, criticadas y desprestigiadas mientras están vigentes, sobre todo cuando se trata de cuestiones en las que la Autoridad apostólica se ha pronunciado con gran fuerza y reiteración, haciendo frente en algunas regiones a una amplia oposición. En el tema del vestir que nos ocupa, la Iglesia establece sus normas con tanta firmeza que en 2013, como hemos visto, dispone que «las praxis contrarias no se pueden considerar legítimas costumbres y deben ser removidas por la autoridad competente».
Está claro: una de las maneras principales de «hacerse como niño» para poder entrar en el Reino es aceptar y obedecer las enseñanzas y mandatos de la Iglesia, Esposa de Cristo, nuestra Mater et Magistra. Aquel que prefiere su propio juicio y discernimiento al de la Iglesia no sabe hacerse como niño, al menos en ciertas cuestiones, y no asume una actitud discipular. Y las consecuencias son previsibles. Las estamos viendo cada día. Conocemos bien los frutos buenos de la obediencia y los frutos podridos de la desobediencia.
José María Iraburu, sacerdote
Índice de Reforma o apostasía
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